viernes, 24 de abril de 2009

My blueberry nights:



El beso más sensual que haya visto en mi historia cinéfila lo vi en esta película de Won Kar Wai... Un helado de vainilla que se derrite sobre un pie de mora azul... ¿Alguien conoce un lugar en Bogotá donde se pueda probar?

My blueberry nights (conocida aquí como El sabor de la noche, 2007) es una de las películas más hermosas que he visto y llegó desde la intuición de sólo querer ver una buena película en una tarde bogotana, con buena compañía... Una Norah Jones que desconocía, unos ojos, una voz y una canción cuyo recuerdo ahora me acompaña cada mañana, un Jude Law tan atractivo como siempre, pero tan diferente como nunca, con la inocencia sencilla del que ha decidido permanecer en un lugar sólo para ser encontrado... Una Natalie Portman tan sensual y bella como siempre, dentro de un Jaguar, gafas oscuras sobre la cabeza, viento que moldea su pelo corto, piernas largas, ojos que desafían al jugador de póker, la carretera recta, larga, casi interminable hasta Las Vegas, para desprenderse de su pasado, de su amor...


Elizabeth no ha sido la elegida, pero ha decidido darse la oportunidad de elegir ser otra. ¿Cómo no sentirse mal cuando no somos los elegidos, cuando ella o él comen con alguien que no somos nosotros en un café en el que antes éramos los invitados? Ella decide hacer un viaje, buscarse en otros como espejos, definir su diferencia en los otros... Elizabeth no es la elegida, pero es Lizz, es Beth, y desea un carro para volver...


No hay grandes sueños ni grandes planes; sólo algunos sueños olvidados y la certeza de la incertidumbre, la certeza de estar ahí en un momento, en un lugar... Pequeñas vidas que nos recuerdan la grandilocuencia tantas veces absurda de las nuestras... Pequeñas vidas que se encuentran y que se hacen conscientes, en todo caso, vidas... La certeza de lo que termina, de la puerta que se cierra, pero también una invitación a entrar, a seguir hasta que el Jaguar se acabe, hasta que el Pontiac sucumba o hasta que el pie de mora ya no sea el favorito...


Una Nueva York pequeñita, familiar, extrañamente... Memfis y Nevada... Largas noches, cafés y bares, casinos, calles...


Esta es una película para los que les gusta la comida, los carros (contigo), los cigarrillos, el blues y el jazz (contigo), los viajes, la carretera y el amor...

viernes, 10 de abril de 2009

La pista de hielo

Definitivamente no es una moda, no es sólo el tema predilecto de los congresos de literatura latinoamericana. Aunque prefiera Putas asesinas, Estrella distante y ahora La pista de hielo a Los detectives salvajes (pero no a 2666), Bolaño es Bolaño. Bolaño es un nombre propio dentro de la narrativa latinoamericana, Bolaño es un nombre que me llevé a Armenia el año de su muerte, el año de su desafío al tiempo, un nombre que no fue posible encontrar en las tardes veraniegas caleñas o en las primaverales del Quindío, pero sí en las otoñales bogotanas...

El primer recuerdo literario que tengo de Bolaño es la imagen de un hombre, que se hace llamar poeta, sobrevolando el cielo chileno mientras escribe poemas efímeros; la imagen de un hombre, que se hace llamar poeta, que pega fotografías infames en las paredes de su cuarto... El segundo recuerdo literario de Bolaño es la imagen de un hombre muerto que cae en las manos de un necrofílico y de otro hombre, un futbolista, cuyo compañero negro se encierra en el baño antes de cada partido para invocar las fuerzas de cien dioses que permitan que el balón llegue donde ellos desean... Y el tercero es este: una pista de hielo, una hermosa patinadora, una Botticelli sobre dos líneas de metal...

Cuando tenía siete años, mi tía trabajaba en un club cerca de Fusagasugá. Mi prima y yo nos turnábamos para acompañar a mi tía cada fin de semana. En las mañanas, muy temprano, el club estaba vacío; tenía a mi disposición piscinas, el lago, la casa de muñecas, el laberinto y la pista de hielo. Cuando pienso en esos lugares me siento como Alicia... A los siete años, un lugar como éste era el paraíso y para mí lo fue... Entrar en la pista era entrar en una caverna fría; ponerme los patines era una tarea compleja para mis siete años y mi inexperiencia. Recuerdo muchísimas caídas y mis manos rojas y ateridas... Recuerdo sentirme más pequeña de lo que era, recuerdo el techo altísimo y la oscuridad...

Hay un asesinato y amores no correspondidos, y también, por supuesto, hay un epígrafe: “Si he de vivir que sea sin temor y en el delirio”. Gaspar Heredia y Caridad, dos personajes sin timón y en el delirio y en el amor... Una pista de hielo en medio de una ciudad Z en pleno verano, un hombre que escribe historias sobre perros y es un “rey Midas” de los negocios, dos viejos amigos que ya no lo son, que ya no escriben poemas ni comparten palabras, una mujer que se vuelve locuaz justo antes del orgasmo, una mujer con muchas posibilidades y poquísimas certezas, un hombre que se olvida de la política para levantar un palacio en ruinas, para levantar una ilusión en ruinas... Seres que no necesitan por elección y seres que necesitan sin elección, una ex esposa aún deseable y una soledad que ya no tiene puerto... El verano termina, el camping cierra hasta la próxima temporada. La amistad como el amor es intangible, la amistad es llamar a alguien que lo necesita, o limpiar un cuchillo cuando es necesario...

domingo, 5 de abril de 2009

Escuela de mujeres:

Gracias a un artículo de Juan Gabriel Vásquez sobre Molière, recordé que alguien me había regalado Escuela de mujeres. Hacía mucho tiempo no leía una obra de teatro y este ha sido un buen momento para hacerlo. Recuerdo también que antes de entrar en la universidad, Molière no me gustaba, me parecía que sus obras no tenían mayor maestría, porque absurdamente pensaba que la tragedia era superior a la comedia. Estaba muy equivocada, claro. Desde que vivo en Bogotá he visto dos obras de teatro de él y un borroso recuerdo me dice que yo ya conocía Escuela de mujeres por un montaje que vi en un teatro que queda en Chapinero. Estoy segura de que esta lectura la recordaré más que el montaje.

Quien me regaló el libro me dice que si alguien quiere conocer a las mujeres, debe leer Escuela de mujeres. Yo aún no entiendo bien por qué; será porque el protagonista subestima la inteligencia de la mujer que quiere como esposa, subestima sus deseos y su forma de relacionarse con el mundo; será porque el protagonista desconoce que una mujer es sensible a reconocer la infelicidad y hará pataleta (así sea en silencio) hasta cambiar la situación. Sé que esto también le pasa a los hombres respecto a las mujeres que les hacen compañía, pero me imagino la situación en el siglo XVII para el mundo femenino.

Arnolfo quiere una mujer que pueda educar a su medida, pero para él la educación de Inés se limita a saber coser y ser devota. Inés se avergüenza de la ignorancia en la que vive y quiere salir de ella; el amor le ayuda a descubrirlo. Arnolfo piensa que comprando un título de nobleza y ofreciéndole a Inés las ventajas de su posición económica y social la disuadirá de dejar a su “amado”, pero Inés prefiere pasar su vida al lado de un hombre que con dos palabras y un gesto la convence de su amor. El tormento de Arnolfo es ser “cornudo”, haber perdido su honor; hay un personaje que le dice: “Los cuernos no son más que lo que uno hace de ellos”. ¿Qué sucede con la infidelidad? En el siglo XVII no se hablaba de separación, menos por el motivo de los “cuernos”; la infidelidad se aceptaba como parte del matrimonio, como parte del contrato, mientras nadie fuera del hogar se diera cuenta. Hoy, ¿cómo podemos interpretar las palabras del amigo de Arnolfo? En la obra, la infidelidad no resulta tal, pues Arnolfo es evaluado como un personaje inferior y equivocado, abusador de la autoridad que tiene sobre Inés. Pero, ¿qué sucede cuando no hay una excusa para ser infiel? No lo sé, es un tema espinoso, triste, doloroso. La infidelidad es no poder decidirse, dejar esa responsabilidad a otro u otra; los celos son también una manera de evitar una responsabilidad, de implícitamente alejar a quien está a nuestro lado para no irnos nosotros… Sigue siendo triste y doloroso, siguen siendo sólo especulaciones…

Cuando no entendía esto, tal vez era “un dragón de virtud”, “una bruja honesta” (tal vez lo sigo siendo…), cuando no entendía esto sólo veía las innumerables excusas que buscamos e inventamos para explicar nuestra conducta, para sustentar algo que ya hemos decidido hace mucho tiempo, para hacer algo que no entendemos del todo. No escapar, no excusarse, no esconderse, no juzgar… Yo también he escapado, me he excusado, me he escondido, he juzgado… Cada vez es más difícil hacerlo, porque no quiero –hoy no quiero, hoy no me hace falta, hoy no me apetece, hoy “tú-mí-me-contigo”–, porque veo un poco más que ayer –pero sigo siendo miope–...

(La imagen es de una película que habrá que ver).

miércoles, 1 de abril de 2009

A propósito de Villoro y Álvarez:


Hay algo que siempre me dificulta hablar de política o de la realidad nacional. Tengo varias respuestas: que es algo tan complejo que cualquier afirmación va a ser nimia, que cuando tenía ocho años uno de los candidatos a la alcaldía del pueblo en donde vivíamos me prometió una vaca si yo lograba estar entre los tres mejores promedios de mi clase. Siempre me ha gustado estudiar, investigar, aprender, preguntar, así que lograrlo no me quedaba difícil; esperé meses a que el candidato apareciera con mi vaca, pero nunca lo hizo. Tal vez por eso la primera vez que ejercí mi derecho al voto fue sólo hace dos años; voté por un candidato que hoy es el alcalde de la ciudad en la que vivo y al que todos le reclamamos: “Por favor, haz algo”…

La realidad de violencia, injusticia y corrupción del país en el que vivo no ha sido ajena a mi familia, a mí. Cuando tenía tres años, vi el cuerpo muerto de mi abuela porque alguien, cuyo rostro se ha borrado, me alzó en sus brazos para que pudiera verlo en el ataúd. El sacerdote del pueblo no quiso entrar en la casa donde mi abuela agonizaba porque había mucho barro y sus "impecables" zapatos se ensuciaban… A mi tío, campesino y amante lector –el único en la familia al que le gustaba leer, según me cuenta mi mamá; tal vez un gen suyo quedó en mí–, lo asesinaron en una cantina de la vereda donde vivía. Cosas de borrachos, dicen en mi casa… Yo tenía siete años y recuerdo a mi mamá llevarnos de la mano a mi hermano y a mí, casi corriendo, por las calles de Buenaventura; yo no había tenido tiempo de quitarme completamente el uniforme de la escuela, un lugar en el que yo era la única “blanca” y todos me decían “paisa-come-arepa-sin-sal”, un lugar donde fui muy feliz… Recuerdo la descripción de mis tías, cómo encontraron el cuerpo de mi tío, recuerdo el velorio y a su esposa fumar un cigarrillo tras otro, recuerdo que con uno de esos cigarrillos ella rompió por accidente mi vestido, uno rosado, que a mí me parecía el de una princesa… Una tía a la que no conocí, murió una noche en el hospital de otro pueblo, después de que mi abuelo la había dejado casi a regañadientes, porque no lo dejaron pasar la noche con ella. Mi abuelo esperaba que el médico salvara la vida de su hija, pero ese hombre no tuvo ni siquiera la respetuosa y ética actitud de explicarle por qué ya no volvería a ver a su hija con los ojos abiertos… Me cuenta mi mamá que mi abuelo llegó destrozado por el dolor y la impotencia y que ella nunca lo había visto así…

Llegamos a vivir a Cali a principios de los noventa, durante el período más cruel de la guerra entre los narcotraficantes del cartel del Valle. Yo estudiaba en un colegio del norte (uno de los pocos que había con calendario A) y mi papá me recogía todos los días. Una tarde, durante nuestro recorrido habitual, vi un cuerpo tirado en la entrada de un edificio de apartamentos, cerca al colegio. Es diferente ver un cuerpo en un ataúd a ver un cuerpo que hace poco perdió la vida. No le pregunté nada a mi papá, pero supe lo que eso significaba…

Tal vez México vive ahora lo que Colombia vivió hace veinte años –y que sigue, claro–. Villoro (“La alfombra roja”, Malpensante 95) enfoca la situación en la “alfombra roja” que tiene también nuestra sangre, no sólo la de los narcotraficantes y sus víctimas. En Colombia, como en México, la alfombra roja tiene la sangre que han hecho correr los narcotraficantes, pero también los paramilitares, la guerrilla y el Estado. Tiene la sangre de mi tío asesinado por un sicario en Cali y la imagen de mi papá llorando mientras cargaba el ataúd (la primera vez que veía a mi papá llorando), tiene la sangre de otro familiar secuestrado y desaparecido por fuerzas “oscuras y omnipotentes”, tiene la sangre del primer arma que vi en mi vida y cuya imagen aún me asusta, me paraliza; tiene la sangre que corre por mi cuerpo cuando me intimidan en la calle con una ofensa, con un vidrio, con un cuchillo, con la fuerza de un cuerpo que pesa más que el mío, que odia más que el mío…

Amo este país, me sigo sorprendiendo de la riqueza y la multiplicidad del lugar donde casualmente nací, pero también de nuestro dolor, de nuestro silencio y de los cientos de alfombras rojas que día a día fabricamos. Cuando estaba en el colegio mis compañeros se burlaban de mi “nacionalismo”. No se trata de eso; no sé de qué se trata… El artículo de Juan Miguel Álvarez (Malpensante 95) habla de un río, el “río de las tumbas”, el río por donde transitan cientos de cuerpos a los que alguien les ha quitado la vida, el lugar donde se buscan los huesos en duelo. Historias de vida y de muerte. Una historia que también me recordó de dónde vengo: de las matas de café y de plátano, de mi abuelo y mi abuela, de mis tíos y tías trasegando las montañas, las verdes y fértiles montañas del eje cafetero, del norte del valle.

La historia de Álvarez y la de Villoro me recuerdan dónde estoy, dónde quiero ir, dónde están mis ecos y mis huesos, y de dónde vienen…

Dice alguien sabio y amoroso que las nuevas generaciones tienen la tarea de hacer posible lo que la generación anterior veía como imposible; yo creo en esa realidad…