miércoles, 12 de mayo de 2010

Bariloche:

Más allá, mucho más allá de un lugar en donde los argentinos y los turistas latinoamericanos van a experimentar con los deportes de nieve, las cabañas, las chimeneas y la ropa de invierno, está la memoria de una vida tranquila, rural, del primer amor, del primer deseo, y el adiós a esa vida…

El tiempo es inmóvil en Buenos Aires porque los días son iguales: la soledad, el silencio de un cementerio cercano, los rompecabezas en la noche, el camión en la madrugada, la basura que nunca se acaba, que parece eterna, la expresión desnuda de esa ciudad…

Demetrio y El Negro trabajan juntos cada madrugada para recoger la basura de las calles de Buenos Aires, antes de que la ciudad despierte, antes de que los ciudadanos se avergüencen de su propia miseria… El Negro sólo quiere tener un trabajo, una mujer que le caliente la comida, que lo acompañe en la cama, un hijo a quien enseñarle a patear un balón; Demetrio ya no puede querer un trabajo, una mujer, una familia, no puede ya querer algo… El amor y la familia se han perdido atrás, en medio de infinitos naufragios: un padre autoritario, un padre enfermo, el viaje a la capital, el hermano lejano, la madre desprotegida, la escasez de todo, la precariedad de la vida…

Demetrio sueña con Bariloche, con un lago, con un viaje de regreso imposible… Las piezas del rompecabezas ya no encuentran su lugar, Demetrio tampoco; el sexo es triste después del orgasmo, ninguna compañía es posible ya, ninguna amistad, ninguna lealtad. El desánimo se siente en cada frase de esta novela (Anagrama, 1999), cansancio, desolación, abatimiento, nostalgia de lo ya absolutamente perdido, negación a seguir adelante, a continuar buscando la “guita”, a conformarse con los guantes que lo separan cada madrugada de los desechos bonaerenses, el frío, los gatos, las ratas, los mendigos, los ladrones, los violadores, de toda la precariedad y miseria que guarda la noche, que acecha el día…

Esta Buenos Aires de Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) es la ciudad escondida, no retratada en postales o en planes turísticos, es la ciudad que termina en el basurero, en un gran vientre descompuesto, en un lago, el espejismo del gran agujero… Ninguna vida, ninguna muerte, sólo el olvido, la renuncia, ninguna redención, ningún eufemismo…

sábado, 8 de mayo de 2010

Out of Africa:




Memorias de África se publicó por primera vez en 1937; 73 años después llega a mi mesa de noche para mostrarme parte de la vida de una mujer quien, tras el fin de un corto matrimonio con su primo, decide emprender ella sola el proyecto de una granja en el nororiente de África (Kenia). Ya lejos de ella, desde su natal Dinamarca, Karen Blixen decide escribir los recuerdos de su vida en África y el resultado es este libro de fotografías narradas.

En ciertos momentos, la narración resulta extraña para un habitante del siglo XXI; en pleno período colonial, lo más lógico es salir a cazar leones con enormes armas de fuego y desollar animales para hacerse elegantes pieles, castigar con golpes a los sirvientes hasta casi matarlos, terminar con selvas enteras para comercializar madera, encapricharse de la bisutería de una nativa hasta conseguir con dinero y poder lo que de otra manera no sería propio, matar lagartijas sólo porque sus colores son vistosos y servirían para hacer algo que luzca bien en la piel blanca. Después de un siglo, creer en el poder civilizatorio de la raza “blanca” resulta un cuento poco creíble, lleno de cinismo, de traiciones y podredumbre, pero a principios de siglo XX, antes de la Gran Guerra que derivaría en una Segunda Guerra Mundial, era un proyecto natural, naturalizado e impuesto a civilizaciones que nunca han estado interesadas en justificar ante otros su existencia ni su modo de vida. Después de matar una lagartija, perseguida por sus bellos colores, la narradora dice:

Cuando fui hacia ella, que yacía muerta sobre una piedra, realmente mientras andaba unos pocos pasos, se fue apagando y volviéndose pálida. Todos los colores desaparecieron como en un largo suspiro y, cuando la toqué, estaba gris y opaca como un grumo de cemento. Era la viva e impetuosa pulsación de la sangre dentro del animal la que irradiaba hacia afuera aquel brillo y esplendor. […] Era como si se hubiera cometido una injusticia con algo noble, como si se hubiera eliminado la verdad. Me pareció tan triste que recordé la frase de un héroe en un libro que había leído de niña: “Los conquisté a todos, pero yazgo entre tumbas”.
En un país extranjero y con especies de vida extrañas se debe tener cuidado para ver qué cosas conservan su valor después de la muerte.

Creo que leer este pasaje me permitió entender mejor que ninguna otra explicación, mejor que ninguna otra imagen o escritura, la dimensión de la conciencia del colono, la dimensión del proceso colonizador. Karen intenta comprender la forma de razonamiento de los nativos, pero su condición de blanca, su condición de colona, de “patrona”, no desaparece y no es condenable, no es extraña, es la conciencia posible que corresponde a su medio, a su educación; pese a esto, sus reflexiones sobre la relación entre los nativos y los colonos no dejan de estar vigentes y de iluminar lo que ahora siempre suena tan abominable, pero que se sigue haciendo por los mismos y por otros medios: La gente que espera que los nativos salten alegremente desde la edad de piedra hasta la época de los automóviles, olvidan las fatigas y trabajos que pasaron nuestros padres para traernos a través de la historia hasta donde estamos, la fugacidad de las cosas salvajes que son, en la hora de la necesidad, conscientes de un refugio en algún lugar de la existencia; que se van cuando quieren; a los cuales nunca podemos retener. En momentos en que la vida se vuelve indigna, la firme voluntad de morir es un refugio al que se puede ir, también despilfarrar, derrochar, “malgastar”, como una forma de demostrar que los valores difícilmente se imponen y mucho menos cuando se desconoce una historia, una raíz.

Desde sus ojos y sus palabras que rememoran, desde los detalles que cuentan-muestran a Kenia, Karen Blixen me muestra parte de un continente tan lejano para mí, tan extraño. De África sólo escucho sobre sus cruentas guerras civiles, guerras de raza provocadas por los intereses económicos de los nuevos colonizadores, de la lucha por el mineral que parece ser ahora el sustituto del petróleo en la era tecnológica, de la competencia por los diamantes, escucho sobre ciudades, megalópolis caóticas que más parecen un basurero planetario… Todo empieza aquí, en el momento en que se decide ignorar que nada conserva su valor después de la muerte, que los colonos suelen caminar entre tumbas.

Cuando las cosas no marchan, cuando el ritmo decae, el colono puede tomar sus cosas e irse de vuelta a su país –aunque duela dejar una tierra conquistada, hecha a la imagen de sueños prometeicos–; los nativos pierden de nuevo el rumbo en su propia tierra. Ella lo único que puede hacer es conseguirles una tierra para cultivar y marcharse…

Hay algo más que me deja la lectura de este libro: que la justicia muchas veces no está en descubrir al culpable, en descubrir los “móviles”, la explicación de los hechos; la justicia está en la reparación –tal vez así se entendería mejor ese proyecto del gobierno colombiano que recuerda estas palabras–, en la indemnización de las víctimas, en la compensación –material, para los nativos– de las pérdidas (la imposibilidad de un buen matrimonio, de una buena dote, de un hijo que cuide de sus padres ancianos, de ser un buen trabajador), en fin, en la posibilidad real, concreta, de la reanudación de la vida. Blixen aprende de la sabiduría de las ancianas, de las mujeres, de los hombres, aprende del amor y de la muerte, del olor a tierra y a lluvia –de su falta, muchas veces–, de la “miseria” y de la opulencia, de la posibilidad de curar con sus manos, y me enseña a mí que siempre “podría ocurrir algo que lo cambiara todo porque, al fin y al cabo, el mundo no era un lugar regular o previsible”… Busqué este libro por un epitafio deseado que leí en un artículo periodístico hace ya un tiempo: “Es necesario navegar, no es necesario vivir”; “uno puede responder y es responsable por lo que hace”, “¿por qué no?”; frases de una mujer viajera, un epíteto que funciona para mí como un mantra, una manera de traer aquí, a esta lluvia que parece eterna, el olor del mar y del desierto…

Queda pendiente ver la película, estrenada en 1984, con Meryl Streep y Robert Redford.

Celda 211:


Ganadora del Premio Goya 2010, esta es una película española que redistribuye el orden hollywoodense de las historias de cárceles y motines de presos. Una cárcel es una forma de medir las normas sociales sobre las que funcionamos en un momento determinado. Cada uno de los presos encarna lo que la sociedad condena, lo que deseamos mantener alejado de los límites de nuestros hogares; un preso es también la encarnación de aquello que la sociedad no ha podido ni querido –en muchos casos– controlar, la expresión de lo que aún sigue sin resolverse en nuestra llamada civilización. Se castiga con la supresión de la libertad una equivocación, un vacío, un principio, una creencia, un dolor, una pasión, una cólera, una adicción, una ambición, una manía, una ceguera ante el otro.

Juan sólo quiere hacer bien su trabajo, sólo quiere darle un mejor lugar para vivir a su esposa y a su hijo que está por nacer… Es el día equivocado y el lugar equivocado para él y para sus planes; también para ella y su hijo…

Malamadre no es tan malo como parece, el colombiano tiene cara de mexicano y habla como mexicano, pero trata de decir “parce”, “marica” y “usted” cada vez que su dialecto se lo permite; el colombiano se vende al mejor postor y traiciona a todos, es el colombiano que controla a los colombianos en la cárcel… Los cuatro presos políticos, los etarras, son la garantía de existencia de los demás presos, son los únicos que tienen valor, los únicos que el gobierno está obligado a proteger; los otros son intercambiables, sus vidas nada valen… Juan intentará ser el héroe, quedar bien con sus futuros jefes, pero él no pertenece a ningún lugar, no es un preso y tampoco un funcionario, y su vida depende de su performance, de cuánto tiempo se demore el colombiano en descubrirlo y sus futuros, sus no-jefes en olvidarse de él, en cuanto tiempo puede pasar para perdernos a nosotros mismos, para olvidarnos, para sentirnos olvidados...