lunes, 22 de abril de 2013

Cartografías cinematográfico-músico-literarias: Buenos Aires III



Los días se pasan entre el “subte”, el hostal, los restaurantes en donde la televisión es la misma de siempre, los cafés que quisiera ver en Bogotá y las bibliotecas; me siento cuando puedo y veo a las mujeres que no se visten para seducir, a los hombres que no miran queriendo desvestir –eso veo desde mi lejanía–; los veo hacer tranquilamente la fila en la fotocopiadora, los veo esperar tranquilamente la cuenta, sentados en su mesa hasta que el mesero decide acercarse; los veo entrar y salir tranquilamente, en las horas “pico”, de los vagones del “subte”, en medio del calor y los olores que se cuelan por la paredes desnudas; sus palabras son como disparos y, a la vez, como caricias; siempre tienen la respuesta rápida y atenta de quien sabe su situación y conoce su historia –eso vi, eso escuché–.


Susana me ha llevado a una confitería donde el mozo me ha regalado una “masita” de dulce de leche sólo por repetirle la palabra que le ha parecido tan curiosa: “arequipe”; luego me ha llevado a un café donde Borges y Bioy Casares se sientan a tomar café y a escribir las historias de don Isidro Parodi todas las tardes. Susana me pasea por La Recoleta y terminamos en su casa, recorriendo los anaqueles de su biblioteca: las paredes de todo su apartamento; allí está toda la literatura latinoamericana que alguien podría tener. En los trayectos, Susana habla con el taxista sobre Perón y el día que escucharon los bombardeos en la Plaza de Mayo, a pocos metros de la Facultad de Filosofía y Letras. Susana me habla de la histeria de Vallejo, de la perfección de María, de la mezquindad literaria de Rosario Tijeras y de los libros de Vargas Vila; hablamos de psicoanálisis y de las situaciones que, tantas veces, nos hacen volver hacia dentro; hablamos de su jubilación próxima y del gato que la sobrevivirá… Más que la arquitectura nada barroca, nada colonial de Buenos Aires, más que sus edificios de principios de siglo XX, más que su puerto y la gente que camina y toma mate, más que su Río de la Plata, es Susana la que ha quedado en mi memoria… 




Cerati ha estado conmigo durante todo este tiempo: desde los carteles que veo en el hostal con frases de sus canciones, los conciertos que pone y silba la chica del turno de la noche para no dormirse, la nave espacial (el planetario) plantada en los Bosques de Palermo y las dos niñas besándose frente a ella –de espaldas a mí–, hasta el chico que interpreta una de sus canciones en una estación del “Subte”. Mi viaje termina en un hospital, como si fuera otra manera de estar con él –quiero pensar–. Paso de uno público a otro privado y mi cuerpo se ve igual en las radiografías… Salgo en pijama y en chanclas a buscar un taxi que me lleve al hostal, de nuevo, a esperar que amanezca para ponerme mi disfraz y salir de allí, para llevarme a la distancia de 6 horas en avión y llegar casi muriéndome al único lugar donde ahora podría estar tranquila. Cuando llego a Bogotá, me entero de que en Buenos Aires alguien ha desocupado mi cuenta bancaria. Intento tomarlo como una despedida furiosa, por salir casi huyendo de ella; intento dejarlo como una indemnización por mi cuerpo virulento –que antes fue de “morocha linda”– paseándose por sus hospitales, sus taxis, sus hostales y sus aeropuertos…




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Fotos por Paula.

Cartografías cinematográfico-músico-literarias: Buenos Aires II



Veo y escucho colombianos todos los días: en el hostal son quienes me atienden y son, como yo, otros huéspedes; en las calles van, como yo, admirándolo todo o en sus rutinas de vida. Me pregunto si querría vivir allí y, sin saber muy bien por qué, me digo que no.

Después de cinco días, extraño el café y la comida; estoy cansada de las medialunas y el café con leche todos los días. Ningún mesero me entiende cómo quiero el café (que aquí es brasilero, fuerte), pero después de cinco días lo consigo: alguien le explica al mesero que soy colombiana y que debe prepararlo “liviano”. Encuentro un restaurante vegetariano atendido por chinos; me gustan los sabores, el servicio y el precio; por la mitad de lo que cuesta un almuerzo en cualquier otro restaurante, consigo un buen plato de comida que me deja tranquila toda la tarde para caminar y leer.

Recorro algunas librerías de la Av. Corrientes y supongo que algo así se siente cuando se camina por Broadway: los carteles gigantes de obras de teatro en cada cuadra. Las librerías, en cambio, son discretas; paso por algunas casi sin notarlo. Entro a las más grandes para tener mayores esperanzas de hallar lo que ando buscando, sin embargo, apenas logro encontrar la mitad de lo que esperaba y a precios que se parecen mucho a los de Bogotá… Es la crisis, dicen.


Lejos de allí, en La Boca, voy, por mí misma, por un encargo, a Eloísa Cartonera, una Cooperativa Editorial que elabora libros con el cartón que recogen los recicladores por toda la ciudad. Libros, realmente, al alcance de todos. Escojo algunos y les digo que en Colombia admiramos mucho ese proyecto; el muchacho me dice un lacónico “gracias”; todos trabajan y yo siento que no tengo mucho más qué hacer o decir. Tomo fotos y me voy caminando al lado de la Bombonera, sin mucho interés… El muchacho me ha dicho que no me desvíe, por nada del mundo, y así lo hago; llego a Caminito y todos reconocen mi “gracias” colombiano; algunos preguntan si estoy sola y otro más me invita a tomar ron… Me siento a tomar un café y luego me voy de allí, hacia las calles abiertas del microcentro…

Me sorprende ver los kioscos de revistas que en Bogotá se reducen a ventas de periódicos, dulces y cigarrillos; veo en esos kioscos revistas con la imagen de la “diva” del momento que “lucha” con su “éxito” y al lado revistas dedicadas a la marihuana y un periódico anarquista… Recuerdo que hace algunas décadas, me cuentan, en estos kioscos se vendían ediciones muy económicas de obras de la literatura latinoamericana y argentina que superaron las expectativas de la editorial que impulsó la idea: la de la Universidad de Buenos Aires. Recuerdo también que, gracias a estos lugares, en gran parte, los porteños lograron tener una tasa de analfabetismo tan baja… 

En la noche y por una suerte de azar, me encuentro con una pareja que me lleva a La Recoleta. Tomo Quilmes toda la noche y a las 4 a.m. ya no puedo responder por mí; sólo quiero irme a dormir al hostal, después de escuchar en un bar de San Telmo un grupo cuyo teclista es el hermanastro de Dante Spinetta –eso dicen–, tratando de hacer un rock tipo Sui Generis. Cuando el grupo deja de tocar y han pasado más de dos horas, me sorprende darme cuenta de que sólo ha sonado rock argentino… Intento hacer el ejercicio con el rock colombiano… Las canciones de los grupos que me gustan me alcanzan para una hora y media. Me voy a dormir con las canciones de Los Visconti que pone el del turno en la recepción del hostal…

Por la calle, veo a Caparrós en un cartel de una película sobre un militante del Partido Obrero, asesinado durante una manifestación. En los corredores de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA –que pueden ser los corredores de la Distrital, de la Nacional o de la Pedagógica–, no está Caparrós, sino Ferreyra, y los carteles que reclaman la verdad y la justicia sobre su muerte. En otro cartel, en una estación del “Subte” están D. Grandinetti y C. Roth; la película se llama Matrimonio. Pienso en la primera película que vi de Grandinetti: El lado oscuro del corazón; el cartel es la confirmación del tiempo que ha pasado… Y a pesar de las varias películas argentinas en cartelera, resulto entrando a ver Oblivion, en una sala de Palermo. La sala está llena y yo como algo parecido a pandebonos en miniatura con Fanta de naranja…


En La Recoleta, camino casi por entre un laberinto; veo la tumba de Sarmiento, pero no siento nada. Sigo caminando y ya no puedo mirar hacia los lados: temo seguir encontrándome con mausoleos medio derruidos, abandonados, con ataúdes semidestruidos, exhibiendo eso que somos cuando ya no somos nada conocido… Prefiero mirar los gatos y su paseo indiferente por las escaleras de mármol y las rejas oxidadas.

Cartografías cinematográfico-músico-literarias: Buenos Aires I



Todo comienza con una película que hoy me parece demasiado cursi y que, sin embargo, puedo ver de nuevo, sin sonrojarme o sentir vergüenza ajena. Una película de Subiela y tres poetas: Benedetti –sí, Benedetti–, Girondo y Gelman. A mis 16 años quería entender qué significaba volar con un hombre y si era verdad que el orgasmo era como una montaña rusa; a mis 16 años no entendía los chistes políticos ni quiénes eran los “milicos”; a mis 16 años no entendía qué significaba vivir en una “ciudad de pobres corazones”. No entendía y, sin embargo, un año después seguía caminando por las calles leyendo libros de poesía, mientras los carros pitaban y la gente miraba extrañada… Luego de la poesía, llegó el cuento, con Borges, en una fiesta de último año de colegio; mientras los demás bailaban salsa –yo también bailé–, alguien me hablaba de un Jesús que podía ser, al mismo tiempo, Judas; de un Judas, aún más admirable que Jesús… Ahí todo se vino al piso y nada volvió a ser como antes… Yo pasaba los domingos viendo la televisión, pero después de la fiesta y mientras estaba en la mecedora tratando de entretener ese domingo con Guardianes de la bahía, me di cuenta de que ya nada de lo que me mostraban ahí tenía sentido. ¿Qué iba a hacer? Entonces, apareció una novela de Cortázar y todo el mundo conocido terminó de derrumbarse. Años después, vendrían los cuentos de Arlt, más que sus novelas, y un nombre que aparece como un eco cada vez que un resquicio del pasado se quiere colar en el presente: Ester Primavera…

Algo cambió en mí con todo eso, para siempre. Había películas que no sólo eran terror, risa, acción o amor; había palabras capaces de cambiarnos por dentro…Todo ese mundo venía de una ciudad llamada Buenos Aires y ahí empieza el mito.


17 años después, Buenos Aires son un poco más de 18 horas en aeropuertos y aviones, y una escena que siempre había querido en mi vida: la del hombre esperando en la salida del aeropuerto con un cartelito que tiene mi nombre… El hombre es Marcelo y me habla durante todo el camino; empiezo a escuchar las palabras con las que imitamos a los bonaerenses y una, sobre todo, me encanta escucharla de él, de una sonoridad que no encuentro en ninguna otra: el orto… Marcelo acaba de dejar su trabajo y se siente algo desubicado; Marcelo me hace preguntas y yo hago un esfuerzo sobrehumano para contestarle más que monosílabos; el resultado es fruto de mi cansancio –quiero pensar– y Marcelo me dice que parezco argentino, tratando de explicar lo que no sé…

El panorama se repite en numerosas ciudades: personas en los semáforos tratando de ganarse una moneda limpiando parabrisas, personas durmiendo en los andenes; la escena se repetirá en las entradas y en los vagones del “subte” y aunque lo veo todo el tiempo en Bogotá, no puedo dejar de llegar a la habitación del hostal con pesadez y culpa, con la imagen del niño de la mano de su padre, tan cansado como él o más, sólo con ganas de llegar a una cama.

miércoles, 3 de abril de 2013

No, de Larraín:




Basada en una obra de teatro de A. Skármeta, No cuenta la historia de cómo los chilenos deslegitimaron la dictadura de Pinochet a través del plebiscito de 1988.

René Saavedra es un publicista que estuvo fuera de su país por ocho años y ahora trabaja en una importante firma publicitaria; convocado por uno de los principales políticos de los partidos (ya quisiéramos usar ese plural en Colombia...) de la oposición, René participa en el diseño de la campaña por el “no” de los chilenos a que Pinochet continúe en el poder.

Los opositores del régimen sólo quieren una campaña que recuerde las ignominias cometidas por éste, pero René piensa que los chilenos necesitan algo más: al lado de la denuncia de las injusticias y de la reconstrucción de la memoria colectiva, emerge algo quizá más importante: burlarse del miedo que ha carcomido la tranquilidad y la libertad, restaurar la confianza en un futuro que se puede cambiar y la alegría que produce pensarlo posible.

En formato televisivo ochentero, en colores ochenteros, en factura ochentera, la campaña del No saca provecho de todos los estereotipos publicitarios del momento (muchos vigentes hoy) para restaurar el tejido social. La ventaja de René es la del que se ha ido, se ha alejado y regresa para ver las situaciones desde otra perspectiva: quienes han vivido quince años de dictadura, conocen los desastres de la misma; la creatividad de la campaña no consiste en decir lo que ya se sabe, sino en evidenciar lo que es deseable y posible, sin hablar con el lenguaje de la oposición, sino con uno universal, que recuerda que todos son chilenos, sin importar de qué partido sean.

Se van los setenta y ya han llegado los ochenta a Latinoamérica: la cultura pop, el rock, el ideal de la juventud… Ante la incredulidad de la oposición, de la izquierda en todas sus variantes, y ante la soberbia del régimen oficial, la campaña encabezada por René busca congraciarse con el nuevo lenguaje de las masas. Ningún purista estaría de acuerdo con esto, pero hay que ver lo que pasa cuando alguien decide trabajar para devolverle a los personas la confianza para ejercer su ciudadanía.

Ver la campaña del Sí, recuerda el discurso más neoliberal posible, recuerda cómo tantas veces en Colombia se ha satanizado (y se sigue satanizando) el discurso de la izquierda (en todas sus variantes), a veces de la manera más ramplona posible (habría que sentir vergüenza ajena y propia por las palabras de Pinochet y sus “asesores”, así como por la de muchos “políticos” actuales y otros tantos “vecinos” míos) y, a veces, con la sofisticación que una campaña publicitaria puede permitir (cuando el objetivo no es devolver la confianza en la ciudadanía, sino borrarla de la memoria). Pinochet quería convencer a la gente que era mejor ser “propietario” que “proletario”; la campaña del No quería convencer a la gente que tenía derecho a la alegría. Parece tonto (por ejemplo, para quien piensa que dejarse moler a golpes en una protesta es la solución), banal, pero no lo es; tienen sentido las palabras cuando le hablan al ser humano, no al deber ser de un dogma.

¿Cómo montar esto en una obra de teatro?