viernes, 27 de septiembre de 2013

Antes de la medianoche




Estos personajes se conocen hace casi veinte años. De la pareja que, en 1994, pasó la noche más “romántica” de sus vidas en Viena y, en el 2004, se encuentran en Paris para entender que cada uno ha hecho su vida, en el 2013, vemos una pareja, un matrimonio, padres de dos niñas gemelas, pasando sus vacaciones de verano en el Peloponeso. Ambos apostaron por una relación que parecía ser la única verdadera que podían tener en sus vidas, pero ahora pareciera que esa apuesta ha sido cuestionada por uno de los dos.

Vi Antes del amanecer, tal vez, cuando tenía 17 o 18 años, pensando en que quería un amor así, un amor de una noche, una noche para toda la vida. Cuando vi la segunda parte, quería que, también a esa edad, pudiera decir que tenía mi vida, la que quería. Ver Antes de la media noche trae recuerdos, pero también pone los pies sobre la tierra. Los 40 años están más cerca de lo que siempre pensamos, de lo que siempre pienso.

Ella es, por momentos, la sensata; él, por otros, el niño. Ella, por momentos, es la “histérica”; él, el que entiende que es absurdo pretender cambiar al otro, que el amor –aunque ya suene obvio– significa aceptar al otro, con comprensión, coraje y sensatez… Ella, por momentos, es la mujer “moderna” para quien resulta un conflicto absoluto ser esposa, madre, ama de casa y profesional, al mismo tiempo; la que se queja porque no tiene tiempo para ella; la que transforma la culpa o sus conflictos interiores en ataques contra su pareja. Él, por casi todos los momentos, es el que la ama, como es; también el que intenta manipular las situaciones, muy a su pesar…

Cuando hay una crisis, una pelea, una discusión, un desencuentro, no se puede resolver si sólo media el orgullo de dos egos hablando, moviéndose… Cuando hay una discusión de pareja, creo, siempre valdrá la pena buscar la solución si el amor sigue pesando más que el ego, si ambos tienen más o menos claro lo que quieren y eso no les genera conflicto (entre dar y defender, ¿media la sensatez, el orgullo o la culpa?)…


Antes de la medianoche, al igual que las dos películas anteriores, sigue sosteniéndose en los diálogos, en las largas secuencias que estos configuran y la cotidianidad que comunican al espectador. La Grecia veraniega sin crisis es el paraíso para las parejas jóvenes, para los niños, para los ancianos; para la pareja a la que le he seguido –como muchos– el paso hace un poco menos de dos décadas, es el momento de hacer un balance…

domingo, 1 de septiembre de 2013

Los amantes pasajeros, Sofía y el terco:


Los amantes pasajeros:

Almodóvar es ya una vedette de la industria cinematográfica; en realidad, lo es desde hace tiempo. Lejos estamos ya de las arriesgadas apuestas de la década de 1980 y de la nueva estética que legitimó en la de 1990. En Los amantes pasajeros, Almodóvar se aleja de su saga de películas con tono acentuadamente dramático de toda la década del 2000 y lo elimina para dejar ante los espectadores su mayor divertimento, el mayor de toda su carrera.

En este guión, las situaciones se simplifican todo lo posible hasta dejar una parodia de las mismas, tanto, que la parodia llega a ser cliché, evidenciado hasta la saciedad. Las auxiliares de vuelo sirven en la clase turista y los auxiliares –todos gays– en la ejecutiva. La clase turista es borrada de la trama para concentrarse en los “gordos” y massmediáticos líos políticos, familiares y judiciales de los pasajeros de la clase ejecutiva. Una mezcla de licor y mezcalina distensiona los ánimos de los pasajeros, después de saber que los amenaza un estruendoso accidente. Nada más normal que la próxima víctima de un asesino seduzca a su verdugo, que una virgen encuentre al amante que calme su libido exaltada, que unos recién casados celebren su luna de miel y que dos de los auxiliares de vuelo realicen ante los espectadores el sueño-cliché de muchos de quienes pertenecen a la población gay –y perdón por mi propio cliché–: ser amantes de los pilotos del avión.

La cinematografía Almodóvar se ha convertido en una marca publicitaria –lo mismo que “sus” actores y por eso Cruz y Banderas están allí– y sería tonto que no se aprovechara: las marcas de ropa, de los accesorios, las marcas de celulares, de carros y de bicicletas aparecen acompañando las vidas de los personajes y extendiendo un modelo de consumo que también ya es un cliché.

Es una comedia sin ningún tinte dramático o, mejor, con uno tan simple, que está allí apenas para que la historia tenga alguna excusa para seguir hacia algún lado, hacia adelante. Es una comedia y todo terminará bien. Almodóvar seguirá haciéndonos reír, ojalá con menos de estos divertimentos y más con sus sagas dramáticas sin ningún atisbo moralizante.


Sofía y el terco:

Lo justo, apenas lo necesario, la exacta medida de lo que se debe mostrar y cómo se debe mostrar, de lo que se debe decir y no. Esta es la principal característica de la primera película de Andrés Burgos. Con un guión acertado, una fotografía, composición y actuaciones impecables –y no sólo porque esté en ella Carmen Maura, pero, claro, también por eso–, Burgos cuenta una de esas historias que suelen catalogarse como “simples”. La aparente sencillez de la trama y la sutileza con la que es narrada, le permiten al director contar una historia con la que el espectador –llámese común o intelectualoide– se identifica, porque todos sus referentes le son familiares, tanto para aquel que vive o ha vivido en un pueblo como para el más citadino, tanto para el joven como para adulto y el más mayor.

Sofía no conoce el mar y ha esperado mucho tiempo para hacer ese viaje tan soñado con su marido, pero, como en la mayoría de las ocasiones, debemos emprender un acto de valentía para hacer realidad los planes en los que creemos y Sofía empieza su viaje sola.

Un cartel en las paredes del pueblo señala la falta de alternativas con la que se encuentran los jóvenes en la mayoría de los pueblos del mundo; los últimos golpes de una paliza asestada contra un muchacho al que le gusta fumar marihuana de vez en cuando, señalan las leyes impuestas por ciertos grupos cuando el Estado no se hace presente; la rutina de las noticias y la telenovela en el televisor de todas las noches, señala el ruido de fondo que generación tras generación hemos escuchado.

Se nota, para bien, el cuidado con el que el director escoge el punto de vista de la cámara, lo que focaliza, la distancia, los detalles con los cuales nos muestra la vida cotidiana de un pueblo y de quienes lo habitan, para mostrarnos el carácter de un personaje hecho sin palabras. Se nota, para bien, el acierto de encontrar un tono adecuado al ritmo de la película y a su intención estética.


No porque sea una película colombiana todo debe terminar mal, no porque estemos en Colombia, se debe mostrar lo que banalizan los noticieros y la política de este país, en general. Aquí todo termina bien y me gusta que así sea. Aquí no hay grandes héroes, ni grandes tragedias, no hay miseria, sino todo lo contrario: por cada muerte, el valor de un buen recuerdo; por cada error, el valor de poder “empezar de nuevo”; por cada matrimonio “convencional”, el valor del cuidado. Aquí nadie es excluido, nadie es juzgado; todos tienen un lugar, por mínimo que parezca y ese lugar es respetado, valorado.

La parte de los ángeles, En la casa:


La parte de los ángeles:

La primera parte adolece de fallas en la edición, de clichés en la representación de las difíciles situaciones que atraviesan cuatro jóvenes –uno ya no tanto– de una pequeña ciudad del Reino Unido por carecer de todos los recursos que, se supone, deberían ya estar resueltos en el “primer mundo”. La segunda parte, en cambio, no tiene ningún defecto –no que recuerde–. Con un argumento original y un guión que no decae, la historia continúa cuando los cuatro amigos deciden aprovechar, quizá, la única oportunidad para cambiar sus vidas, para tener un poco de suerte económica. Uno de ellos descubre que tiene un particular talento para ser catador de whiskey y, con los “talentos” que han aprendido en su trasegar por las calles y reformatorios de la ciudad, deciden adueñarse de un millonario tesoro: una cosecha de whiskey –¿se dice así?– que cuesta todo el dinero que ni siquiera ellos pueden imaginar, que ni siquiera saben que pueda existir.

El dinero hace lo que la imaginación permite, dice H. James y nada más cierto para estos cuatro personajes.


En la casa:

Dice Bourdieu que una de las grandes diferencias entre las clases sociales es su capital simbólico como marca de distinción y la capacidad que tengan para legitimar dicho capital.  La sociedad francesa es perfecta para ilustrar las francesas teorías del sociólogo y esta es la que muestra Ozon en En la casa.

A través de la historia de un adolescente de la clase popular y de la siempre presente tentación de confundir literatura y vida, Ozon muestra las “debilidades” de la clase media y de la media-alta. El adolescente es un aspirante –aunque no muy convencido de ello– a escritor que tiene especial sensibilidad para descubrir esas debilidades y mostrarlas desde un punto de vista irónico. Su profesor de francés será el destinatario de estos escritos y, a través de ellos, empieza a cuestionar su propia vida profesional e íntima, aunque sin que ni él ni el espectador sean muy conscientes de ello.


El adolescente habla de las copias de unas acuarelas de Klee colgadas en la sala de la familia de clase media, aprovechando que ninguno de sus miembros conoce el significado de las mismas; después, le escribirá un poema a la madre, de quien resulta enamorado, aprovechando que las palabras que no entiende ella le servirán a él para seducirla. La banal “perfección” de esta familia es anhelada y rechazada, al mismo tiempo, por el adolescente; la prestigiosa –culturalmente hablando– “perfección” de la familia que configuran su profesor y su esposa –administradora de una galería de arte– también. La “simpleza” de las aspiraciones de la clase media les servirá a los miembros de esta familia para salvaguardar su estabilidad, simpleza que los de la media-alta ya no tienen y cuya falta hará que ya no puedan seguir cerrando los ojos.