lunes, 30 de marzo de 2015

Maps to the stars:





Si uno va a Los Ángeles, puede alquilar una limusina para pasearse por las calles donde están ubicadas las casas de los “famosos” de Hollywood, de las “estrellas”. Pareciera que todos allí quisieran hacer parte de ese mundo, de esa galaxia: desde el conductor de la limusina, aspirante a guionista y a actor, hasta quien la alquila, una chica que acaba de cumplir 18 años y que regresa para terminar algo que dejó pendiente 7 años atrás.

David Cronenberg no demuestra ninguna señal de empatía con sus personajes (frágiles seres que se “rompen” al más mínimo impacto): ni con los padres para quienes es más importante mantener un estilo de vida envidiable y presentable en las pantallas de televisión, que cuidar de la salud mental y física de sus hijos; tampoco con esos hijos que son el resultado del secreto guardado por sus padres; mucho menos con esa actriz que es el anverso de Birdman: mientras su ego le habla de grandeza, de soberbia, de tener alas, de elevarse, el de ella le habla para exagerar lo “peor” que conoce de sí misma: sus miedos, sus inseguridades.

En la  misma fiesta, chicos de 14 años hablan como si se acercaran a los 30: las drogas, el alcohol y el sexo han hecho el trabajo suficiente para presentarlos al borde la locura, del hartazgo y de la muerte. Las caras de Britney Spears y Macaulay Culkin (para hablar sólo de dos de los “escándalos” de mi generación) pasan por la mente del espectador para recordarle lo canalla que puede ser tener cámaras encima la mitad del día. Más allá, una actriz que se acerca a los cincuenta, trata de comportarse como una de treinta (o de veinte) y su patetismo nos pone frente a nosotros mismos como espectadores: pedimos caras “armónicas”, cuerpos perfectos, pedimos talento y “glamour”.


Gustar y ser el centro de atención es la cotidiana enfermedad de nuestros días: las redes sociales son nuestra propia versión (mejorada o empeorada) del programa de chismes de las “estrellas”. Lo que sucede con estas es sólo una exacerbación de lo que cada uno de nosotros vive a diario (aún contra nuestra mejor voluntad): la presión por ser bello, armónico, talentoso, exitoso, reconocido, glamoroso y con estilo. Algunos acuden a terapias “alternativas” sólo como parte de una imagen que se debe mantener, que está de moda o que llega a ser el sustituto de lo que ninguno se atreve a asumir o a resolver de sí mismos. Otros tratan de ser coherentes y de buscar la “mejor” salida (no siempre) a tiempo.

viernes, 13 de marzo de 2015

The Pale Emperor:




Hace casi 20 años escuché el que fue para mí el primer álbum de Marilyn Manson: Antichrist superstar. Yo tenía 16 años; Manson era exactamente lo que necesitaban mis ansias adolescentes de ser distinta y me cayó como anillo al dedo después de mi decisión de no regresar a misa, gracias a la filosofía y a Borges. No sabía mucho de música –ahora tampoco–, pero había algo en Manson que no encontraba en los otros grupos que empezaba a escuchar en ese momento. Mi favorita nunca fue “The beautiful people”, sino “Tourniquet” –y aún lo sigue siendo–. De Manson nunca sus videos, pero sí su música. De Manson nunca la imagen que él mismo se ha querido crear ni mucho menos la que siempre han deseado crear y exagerar los medios –aunque no niego que para mis ansias adolescentes, la imagen de Manson nunca careció de atractivo (ahora tampoco)–; de Manson nunca sus letras –casi imposibles de conseguir en los años 90 del siglo XX (¿Estoy ya escribiendo esto?)–, sino sus sonidos: su voz y sus guitarras, las atmósferas densas –y sensuales– que crea con ellas.

No puedo decir mucho más. Mis reseñas sobre música no son tan buenas como quisiera. Me hacen falta la precisión del melómano o la técnica del músico o del aficionado, pero no podía dejar pasar este maravilloso momento de mi historia musical, el asombro ante el que ya considero el mejor álbum de este 2015 –a no ser que IAMX saque nuevo trabajo este año y, si es así, mi dicha en materia musical será completa–. Entre Antichrist superstar (1996) y The pale emperor (2015), Eat me, drink me (2007). Nada mal para mí que en 20 años de carrera, haya tres álbumes de Manson con canciones que no me canso de escuchar y que, en el caso de The Pale Emperor, no haya una canción en especial –de Eat me, drink me son casi todas– sino el álbum completo, una obra que se escucha como una unidad, entre lo mejor de lo que podría llamar el clásico rock and roll y el mejor sonido del rock más actual.


No les creo a los que dicen que Manson se cansó de asustar a los padres, a la sociedad adulta, para seguir encantando adolescentes; no les creo a los que hablan de su “madurez”. Es eso último, obviamente, pero también otra cosa: una apuesta por la música, por el sello de un sonido propio, una marca, y también algo que distingue al que disfruta de lo que hace: la necesidad de seguir buscando algo distinto –pero propio– dentro de ese sello. Rezo porque pueda ver a Manson en vivo (y a IAMX y a los Rolling Stones).