jueves, 5 de noviembre de 2015

Qué viva la música


La última vez que leí la novela fue hace ya más de una década. He olvidado detalles, también partes importantes –creo–, pero no olvido su tono, no olvido que copié fragmentos del libro en mis cuadernos, en mis bitácoras, que los leía una y otra vez, que estaba encantada con la idea de ser joven y de que hubiera alguien que hubiese escrito para esos “jovencitos” que no nos sentíamos bien en ninguna parte, con ningún grupo, que teníamos tanta hambre de tantas cosas y tantas veces también tantas ganas de morirnos.

La novela y toda la obra de Caicedo es importante en mi vida porque me convenció de que había que vivir de otra manera, de que era posible vivir de otra manera (y sin tener que suicidarme), que no tenía que ser como mis padres ni como mis profesores, que no tenía que ser como mis tíos o tías ni como los amigos de mis padres, que debía encontrar mi propio camino, mi propia manera de transitar la ciudad y el mundo (incluyendo todo tipo de trastabillazos).

Quizá por lealtad a Caicedo jamás escucho a The Beatles sino, siempre, siempre, a The Rolling Stones; quizá por lealtad a ese joven a quien empecé a leer siendo mucho más joven de lo que llegó a ser él, guardo en mi mente, en cualquier lugar donde esté, la imagen de las montañas de Cali; quizá por lealtad a su frenético modo de trabajo y a su amor al cine, mantengo este blog y sufro cada vez que veo una película o leo un libro y no escribo sobre eso.

Me alejé de él, de su influjo, porque me di cuenta de que yo quería vivir y en cambio él siempre se estaba muriendo sobre su máquina de escribir, después de escribirle una carta de amor a su Patricia Linda… Guardo en mi mente cada pedacito de la Cali de mi niñez, de mi adolescencia y de mi primera juventud (tengo muchas, tendré muchas, como Caicedo me enseñó); no guardo la Cali nocturna que no conocí (no esa de María del Carmen), sino la Cali de las tardes, de los atardeceres; guardo las salas de cine a las que iba siempre sola, una y otra vez; guardo las caminatas al lado de ese río que sigue ahí, a pesar de la mugre; guardo la literatura que se vivía en cada página y en cada larga conversación; guardo la tarde que leí las Ojo al Cine en la biblioteca de Univalle.

La película de Carlos Moreno no hará mella en mis recuerdos de Caicedo, no tocará a mi María del Carmen –ese alter ego de Caicedo–, no tocará a mi Cali. La película pasará como un intento de homenajear una ciudad y a dos de sus personajes más famosos: Caicedo y la salsa, pero nada más. Sé que vendrán otras.

La película no es desagradable; todo lo contrario: hay mujeres muy atractivas (y la protagonista se parece a Shakira) y toda la estética está pensada para agradar al espectador desde lo más actual y lo más comercial (y han acertado completamente quienes la han comparado con la estética del video clip), pero quien vea la película sin leer la novela se llevará una imagen errada de la estética caicediana y de la complejidad de lo que el autor propone en esa novela.

Trataron de hacer una actualización de la novela de Caicedo y no es tonto pensarlo, porque María del Carmen y su generación se repiten en cada generación de jóvenes y adolescentes, pero al hacerlo sin actualizar las problemáticas sociales e históricas, el guión pierde peso y ciertos detalles que el director quiso mantener de la novela también se pierden. La joven de la película no llega a ser una “desclasada”, en el sentido en el que Caicedo lo propone en la novela. Quizá Moreno y su equipo debían complacer a mucha gente, a toda la que invirtió en el proyecto y a todo lo que cada vez más significa el nombre de Andrés Caicedo Estela y, tal vez, allí estuvo el error: tratar de complacer a aquellos mismos a los que Caicedo criticó –aunque él mismo hiciera parte de ellos y hubiese necesitado de ellos hasta el fin de sus días–.


Me pregunto cómo hubiera podido hacerse, cómo escoger a la actriz para el papel de María del Carmen, cómo mostrar esa cultura de la salsa que hace a Cali tan particular, cómo hacer una crítica al arribismo sin caer en los lugares comunes o en la apología ciega de lo “popular”, cómo mostrar la noche de la rumba sin tantas imágenes de cuerpos “arrechos” ni tantas líneas de cocaína.