
...Volver a sentir ese algo que se mueve a la velocidad de las teclas, que intente sacudir por espasmos prolongados el pensamiento.
Cuando era niña, la gente a mi alrededor nombraba
“Todos los hombres son mentirosos, inconstantes, falsos, bastardos, hipócritas, orgullosos y cobardes, despreciables y sensuales: todas las mujeres son pérfidas, artificiosas, vanidosas, curiosas y depravadas: el mundo entero no es más que una cloaca sin fondo donde rampan las focas más informes y se revuelcan en montañas de fango; pero hay en el mundo una cosa santa y sublime, es la unión de dos de estos seres tan imperfectos y tan repugnantes. No pocas veces a uno lo engañan, lo hieren y lo hacen desdichado en el amor, pero se ama, y cuando se llega al borde de la tumba, uno se vuelve a mirar atrás y se dice: He sufrido no pocas veces, me he engañado algunas otras, pero he amado. Yo soy quien ha vencido y no un ser inventado por mi orgullo y mi aburrimiento”.
(Musset, On badine pas avec l’amour).
La primera obra que vi del Teatro Matacandelas fue “Angelitos empantanados” (Historias para jovencitos). Todavía recuerdo esa tarde caleña, hace ya doce años: tengo una blusa blanca, una minifalda a cuadros, escocesa, tal como se usaba en esos años, y las uñas pintadas de negro... Estoy sola y veo a un compañero de clase que se acerca a saludarme con desdén, que me sonríe con ironía, que me demuestra la poca confianza que tiene en mí (y la liberación que eso significa); luego se va al primer piso del teatro Jorge Isaacs, ese edificio blanco que inició mi fascinación por el teatro, mientras yo voy al “gallinero” (o tal vez fue al contrario...); inclino mi cabeza para ver mejor y nada más existe en ese momento: las voces, la música, los colores, las sensaciones y otra fascinación nueva: Andrés Caicedo... Luego vendría Fernando Pessoa y “O marinheiro”, el afiche que aún guardo, después de una función que destrozó nuestros nervios, nuestros ojos y nuestros oídos, que estalló en llanto (interno y externo), que hizo desaparecer la noción de escenario e instaló en su lugar ningún lugar, “otraparte”. Aún hoy es imposible olvidar las voces y las luces, la atmósfera de extrañamiento que me invadió, los sonidos y las sombras que aún resuenan, retumban en mi memoria... Más tarde vino Silvia Plath, su “querer ser horizontal”, su cabeza metida dentro del horno, sus ganas de desaparecer de este mundo...; una chica “agradable”, una rubia simpática que dejó todos los platos rotos, sin lavar...
Doce años después de ansiar por primera vez ese escenario, esas luces, esa música, esa atmósfera, esa experiencia absoluta, llega Fernando González. De Fernando escuché hablar en
Antioquia y el amor doloroso de los antioqueños, el amor que permite ser lúcido frente a las dinámicas de lo propio. “Velada metafísica” es un puño en la cara de los que hacen fáciles encomios del terruño, de los que reducen el “empuje” al aprovechamiento económico, y de los que angostan la búsqueda de sí mismos en sermones alejados de la vida, de lo cotidiano, en sermones que resultan ser sólo mandatos, órdenes sin sentido, temerosas de mirar de otra forma eso que vemos todos los días. Ahora es más cercano Fernando Vallejo, ahora sus improperios, sus diatribas, sus vejámenes, sus odios, tienen una historia más, un hilo más... Fernando González y Fernando Vallejo: hombres que viven plenamente en una contradicción, en una paradoja, tan humana, tan vital como la metafísica o la misma literatura.
En Sicko, Moore nos vuelve a cuestionar sobre otras enfermedades contemporáneas. Esta vez, el cuerpo humano se exhibe en toda su fragilidad y quienes se autodenominaron como sus ángeles guardianes, se han convertido en empresarios... ¿Cuándo sucedió esto? Se pregunta Moore, y su respuesta sobreviene mientras cruza el mar que lo llevará a Cuba: porque estamos en una sociedad que evade el “nosotros” y se concentra en la defensa del “yo”...
Un hombre debe escoger entre cuál de sus dedos salvar, porque no puede pagar la cirugía de los dos; una mujer llora porque su empresa de salud le negó a su esposo una operación que pudo haber salvado su vida; otra llora porque en Estados Unidos los medicamentos que la mantienen con vida son casi inaccesibles, y descubre que en
Cosas que no sabía, cosas que no nos cuentan: los fraudulentos negocios de Nixon con una empresa privada de salud para implantar en Estados Unidos este sistema; las jugosas tajadas que recibieron Bush y sus congresistas, gracias a la aprobación de una ley que daba infinitas ventajas a las empresas productoras de medicamentos; la “satanización” de la campaña que comenzó a hacer la esposa de Clinton para implementar un sistema de salud “universal” (para Estados Unidos)... La misma “satanización” a la que han sido sometidos muchos proyectos solidarios (que terminan siendo barquitos solitarios), por causa de los reduccionistas, de los extremistas, de los empresarios de la dignidad humana...
Esta película sería perfecta para presentar en todos los televisores de las EPS e IPS colombianas: mientras una mujer o un hombre firman una orden de rechazo para salvar la vida, la dignidad de alguien, mientras le “ahorran” dinero a su empresa, mientras ellos ascienden en el trepadero económico, los pacientes pacientes, los que esperan horas y horas a que alguien los escuche y los atienda honestamente, más allá de las pastillas para el dolor de cabeza o del estómago, llenan los formatos de sugerencias y reclamos, usan aquellos mecanismos que no sabemos usar por temor y por desesperanza; otros empezarán a soñar con irse a Gran Bretaña, Francia o Cuba, mientras la enfermedad sigue en nuestros cuerpos, expresándose en cada ilusión diaria...