
En Abraham entre bandidos, los bandoleros no pasan detrás de las fincas, no se escuchan sus noticias sólo cuando se baja a la ciudad o al pueblo. En este último libro de Tomás González, los bandoleros llegan a la casa, se sientan a la mesa, comen con los dueños, toman aguardiente con ellos. En Abraham entre bandidos, el bandolero se llama Pavor y con la sutileza de todo autoritarismo incuestionable –del que sabe que su interlocutor no se atreverá a cuestionarlo so pena de despertar al “gigante egoísta” que el otro lleva dentro–, se lleva a Abraham y a su amigo Saúl a caminar con toda la tropa…
González hace en esta novela algo que ya caracteriza su prosa: construye un equilibrio perfecto –humanamente perfecto– entre el horror de la violencia y el esplendor de la vida; la muerte violenta –no natural, como sí sería morir por viejos, por enfermos, por accidente–, la causada por los sentimientos negativos de los hombres, y la vida natural, la naturaleza abierta y constante en todos sus ciclos, en su perdurabilidad, dan el tono, el ritmo a la novela. Aquí, a diferencia de su última novela: Los caballitos del diablo, la naturaleza no es exuberante, la naturaleza no se desborda. La abundancia excesiva de la fortaleza construida por el personaje –“Él”– se transforma aquí en la naturaleza que existe sin más, tranquila y continuamente, sin excesos, con la certeza de lo cíclico, de lo imperecedero.
Tal vez había que esperar cincuenta años para escribir una novela que narrara estos episodios, tal vez el horror puede hacernos más humanos –si es que eso es posible–. Aquí, a diferencia de La historia de Horacio y de Los caballitos del diablo, el personaje –nuestro héroe– no está amenazado, la muerte parece rozarle los tobillos, pero no hacerlo trastabillar. Saúl y Abraham están ahí para ser testigos de masacres, de fusilamientos, de traiciones, pero también, pero sobre todo, para seguir cuidando la vida (los pies atacados por los hongos, las ampollas, el estómago revuelto), para entender como ella sigue, como puede seguir, lejos de –a pesar de, aún con– lo abstracto de un partido político, de las ideas empacadas en colores rojo o azul, cerca sí de lo concreto, de lo vivo, en los patios de las casas, en una gallina que pone un huevo, en un niño que toca el acordeón, en una mujer que deja de querer a un hombre, en un hombre que pierde su fortuna, en una mujer que trapea el piso, que pone la olla con agua para hacer el café…