Leila Guerriero, 2015, Zona
de obras, Bogotá, Anagrama, 192 p.
Me importa esto: que leí a Guerriero por primera vez una tarde de 2004,
en una ciudad en donde uno de mis pocos contactos con lo que ocurría más allá
de mi habitación, del televisor con cable, era El Malpensante (tenía a tres cuadras el Café Internet). En medio de
una de las peores crisis existenciales y profesionales que he tenido, apareció
ese texto publicado en aquella revista bogotana; pienso que en dos años tendré
la edad que tenía Leila cuando escribió ese texto y pienso también en si lo que
seré en dos años tendrá parte de aquello que tanto llegué a admirar en ese
texto de Leila: coraje, una visión nada ingenua de la vida ni de la condición
de ser mujer y una filosofía de vida: echar las puertas abajo, cuando golpeamos
y no nos abren.
Me
importa también esto: que encontré Zona
de obras hace un mes, exhibido en una vitrina de una pequeña librería de
Medellín, mientras esperaba que pasara el tiempo y mientras leía un libro de
otra autora argentina. Más interesada en la historia de un sub-subgénero narrativo
que lleva más de 200 años vigente, que en seguir rumiando una charla que debía
dar al día siguiente, abro el libro de Guerriero y leo:
Salvame de esperar que lo que escribo –o digo– le
importe a mucha gente. […]. Salvame de creer que nadie lo hace mejor que yo.
[…].
Salvame de perder la curiosidad por nada que no sea
yo. […].
Salvame de no querer tomar el riesgo. […].
Salvame de querer escuchar solo lo que me hace bien.
[…].
Salvame de necesitar la mirada de los otros. […].
Salvame de ambicionar el camino de los otros. […]. (66-67).
Cierro el libro y pienso que no podía ser más oportuno (en ese momento,
ahora y mañana). Me emociono pensando en lo que voy a encontrar, en lo que voy
a leer: una serie de artículos de Guerriero sobre el oficio de escribir textos
periodísticos (crónicas, perfiles). Hoy, después de terminar el libro, pienso
que Zona de obras no es un libro solo
para periodistas, sino para todos aquellos que se enfrentan regularmente con el
reto de escribir un texto para ser entregado a un público (diminuto, mediano,
enorme) y para aquellos que piensan que ese texto es una forma del arte (así
sea un texto periodístico, académico, ficcional o poético).
Leila
Guerriero desmitifica el acto de escribir: la escritura no se disfruta, no es
un acto placentero, no es fácil y, sin embargo, solo es para aquellos que
prefieren este “martirio” a “evitar la sensación de sinsentido de no hacerlo”
(91). La mayoría de los escritores elegirían hacer cualquier otra cosa, antes
de sentarse a escribir, antes de saber que van a pasar no se sabe cuántas horas
(después del proceso previo de investigación) encontrando las palabras
adecuadas, un ritmo, una armonía, un tono; antes de batallar con un animal
informe que al final podrá seguir siendo un gran monstruo o una obra de la que
sintamos algo de orgullo:
Escribir con la concentración de un monje y la
humildad de un aprendiz. Atravesar un campo de correcciones infinitas, buscar
palabras donde parece que ya no las hubiera. Llegar, después de días, a un
texto vivo, sin ripios, sin tics, sin autoplagios, que dude, que diga lo que
tiene que decir […], que sea inolvidable. Un texto que deje, en quien lo lea,
el rastro que dejan, también, el miedo o el amor, una enfermedad o una
catástrofe. […].
Atrévanse (65).
Hay que haber
mirado mucho para escribir tres líneas que lo digan todo. La confianza de un
lector es un acto de fe que se conquista no pidiendo un milagro a San Benito,
sino con una voz segura en la que cada palabra visible esté sostenida por
invisibles diez mil. (167-168).
Zona de obras sigue siendo para mí,
además, una continuación de ese texto leído en el 2004: un texto sobre la
necesidad del coraje y de una visión nada ingenua de la existencia. Hay un
artículo sobre Madame Bovary que me
ayuda a entender más que ningún otro, por qué la fascinación y la animadversión
por su protagonista: odié a Emma la primera vez que leí la novela de Flaubert y
me dio pena la segunda. El texto de Leila subraya el “estado de humillante
desnudez emocional en el que Emma Bovary se entregaba a sus amantes” (19), una
desnudez que le impedía ver las consecuencias de sus decisiones, los daños
colaterales. Esa desnudez puede ser confundida por los lectores con una actitud
romántica, pero Flaubert se encarga de convertirla en un “comentario implacable
sobre la humillación y el amor” (25), un “mecanismo, desorientado y caníbal,
que lo devoraba todo en pos de una ensoñación confusa” (26).
Lo
que mueve a Guerriero a escribir es su necesidad de entender, su monstruosa
curiosidad; cuando decidió ser periodista, se dio cuenta de que cada uno podía
elegir la vida que quería, si estaba dispuesto a asumir las consecuencias de
sus decisiones –todo lo contrario a Emma Bovary– y esa también ha sido una
enorme lección para mí. Al igual que Leila, la única forma de vida que me
interesa es aquella que me permita moverme, asumiendo las consecuencias, y nada
mejor para entenderlo que el acto de viajar:
Sé que no viajo para ver paisajes, para visitar
museos, para admirarme ante pirámides de miles de años. Viajo para leer, para
perderme. Para ejercitarme en la improvisación y el ascetismo. Viajo para no
volver atrás, para no llegar a ninguna parte, para habituarme a perder y a
despedir: lugares, cosas, gente. Viajo para recordar que no es bueno sentirse
seguro ni aún seguro, a salvo ni aún a salvo. Viajo para moverme, que es la
única forma de vida que respeto. (131).
Siempre
que no sé qué hacer, qué camino seguir; siempre que me siento insegura acerca
de mi trabajo, cada día que me pregunto por qué hago lo que hago, por qué sigo
insistiendo, recuerdo a Leila:
Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después
aprendan. […].
Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer y
háganlos bien […]. No se quejen. (14-15).
Entonces,
todo vuelve a estar en su lugar (por un tiempo). Sigo revisando archivos,
comparando fuentes, rumiando palabras de otros, escuchando a ciertas personas,
recordando ciertas situaciones, leyendo y leyendo más. Sé que luego vendrá el
encierro: los largos y numerosos días en los que no sucederá nada más que la
imagen de mí misma sentada frente a una pantalla, copiando palabras de otros,
trastabillando con ideas de otros hasta encontrar las propias (las que creo
propias), hasta dar con las palabras que traten de poner un orden que antes no
estaba (eso me parece), un sentido que hacía falta (eso creo). Y todo estará
bien hasta que aparezca ese “algo” que me hará cambiar de ruta, que me hará
mirar lo que antes no estaba allí, que me hará dejar atrás lo que antes era tan
importante, hasta que se sature mi nueva curiosidad; luego todo comenzará de
nuevo: abrir las cortinas, desear que se caiga el internet, que nadie me
escriba (aunque a veces todo lo contrario), que nadie llame (aunque a veces
todo lo contrario) y seguir, seguir y seguir, hasta hacer que todo aquello que
no son más que archivos y carpetas en una pantalla, apuntes y resaltados en
todos los colores en un cuaderno, en unas hojas, tenga la fuerza de algo vivo.