sábado, 25 de agosto de 2007

“Caminitos hacia el cosmos”

Este es un homenaje a Cali, porque tengo la goma de esa ciudad, sólo mía. La goma del champús que nunca tomé, la goma del río en el que tantas veces me bañé, la goma de la zariguëlla en el palo de mango, la goma de la entrada a un teatro, la goma de las tardes de cine, de la caminatas solitarias a la salida, la goma de una loma donde la brisa del mar llega, la goma de los libros que leía y no entendía, la goma del cóctel al que no quise asistir, la goma de mi cama a los doce años, muerta del miedo por la película de terror que acababa de ver, la goma de las palabras que me siguen llegando, la goma de las palabras que ahora puedo decir, la goma de mi amigo, de mi amigo que viene pronto a visitar a Bogotá, la goma de una bodega de paredes calientes, sudorosas, donde bailé muchos domingos, la goma de unos pasos que seguí de cerca, la goma de otro adiós, la goma de un pelao de mechas largas y gafas enormes, la goma de la mecedora los domingos por la mañana, la goma de Pancho Cristal y una voz hablándome de Borges, la goma del concierto al que no fui, la goma de las fotos que tomé, la goma de los ojos que reconocí bajo el sol, la goma de la música a la salida del colegio, la goma de la piscina en Jamundí, la goma de querer andar por esas calles, de ver las casas blancas de la Merced, la goma de ir hasta la Tertulia desde la 15 y pasar por la plaza San Francisco, la goma de comerme un cholao con mucha leche condensada, con mucho chocolisto, la goma de sentir la brisa en mi pelo y en mi cara, las ganas de abrazar a mi amigo... La goma de no querer soltar esta goma, la goma de mi itinerario personal, la goma de mi disco duro a prueba de virus, la goma de mis historias para ti, la goma de no querer ver el MIO, la goma caprichosa de no ver la 15 llena de vagones y buses verdes, la goma también de verla desde uno de ellos y aprenderla así, y recorrerla así, la goma de vivirla así, de llevarla en mí...
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Foto de Armando (de Cali -Venezuela- para Bogotá, con cariño).

domingo, 12 de agosto de 2007

De los congresos, otra vez

Alguna vez dije que la única certeza que tenía frente a los congresos de literatos era la posibilidad de acercar un poco a los escritores y sus lectores, pero cuando el congreso no incluye la invitación a escritores, queda la solitaria imagen de académicos hablando de obras, pero también diría que de sí mismos. No se trata de hacer psicoanálisis de los literatos, sino de mirar en su discurso aquello que nos mueve a asistir a este tipo de eventos. Somos humanistas, abogamos por un discurso que incluya al otro, pero la mayoría de las veces esto no sucede; por el contrario, lo que se ve en los solitarios congresos de académicos es una competencia de egos, de capitales simbólicos estáticos y de las primeras luchas por apropiarse de ese capital. No digo que esa sea la generalidad, pero hablo de mi experiencia.
¿Por qué asistimos a congresos? Porque ser literato es un oficio que tiende al aislamiento, al trabajo que se hace en solitario o en grupos metidos de cabeza en la biblioteca o en la red, entonces, los encuentros académicos se convierten en la posibilidad de salir de la febrilidad privada y compartirla –en cierto grado– con otros. Quiero creer que también asistimos a estos eventos movidos por un pensamiento que nunca se detiene, que busca renovar las palabras cansadas de tanto repetir lo mismo; quiero creer que nuestros nombres desaparecen cuando leemos, cuando hablamos de una producción cultural que ha conmovido nuestro ánimo y nuestras ideas; quiero creer que quienes nos escuchan atienden el hilo de quien habla desde la mesa y no sólo esperan la oportunidad de hablar para exponer que ellos también saben, que también han leído; quiero creer que seguirán atendiendo ese hilo por muchos días. Voto por el respeto de la palabra, por uno de los motivos más exultantes para seguir vivos.
Voy a recordar a cinco seres humanos hablando de crítica literaria, de la necesidad de renovar un discurso que se acostumbra muy fácilmente a la divagación y a las palabras que se usan para el elogio vacuo; voy a recordar la capacidad de creación que vi en esas palabras, la pasión rigurosa de aquello que se impone con claridad. También recordaré a un público que supo escuchar, que esperó su turno para hablar con la intención no de opacar al otro, sino de aportar a un discurso común que tenemos necesidad de formar, de afianzar, lejos de las modas, los prestigios infundados, las reflexiones superficiales, cerca de la “felicidad” del diálogo, de la posibilidad de llegar a una conclusión relativa, “y de qué lado / de la mesa llega eso, o de / qué boca, o de qué rostro, o / desde qué nombre es lo de menos” (Borges).
Mi ego salió bien librado de ese congreso, pero sigo buscando, voy encontrando; sigo pensando en mis fórmulas, en mis palabras convertidas en “moneditas”. Por ahora voy arriba a mirar el cielo reflejado en el agua, en el centro del edificio de postgrados de la Universidad Nacional, voy a acostarme sobre el prado y a apoyar la cabeza sobre una voz que me acompaña, voy a meter de nuevo la cucharita en un postre de maracuyá, voy a recordar las palabras de un hombre silencioso en la primera fila del salón, voy a recordar su mirada honesta diciéndome: “Fue una ponencia muy bonita”. No interesante, ni coherente, ni bien pensada, ni correcta; bonita. ¿Quién va a los congresos de literatos para encontrar la belleza, para encontrar una forma de la felicidad, una forma de la sensibilidad? Ignoro lo bello de mi ponencia; mi intermitente timidez sólo me dejó darle las gracias, pero quisiera saber, quisiera sentir, dónde está para él esa belleza –si es que para él lo bonito es bello–, si vio en mí esa forma de felicidad que me dan los libros y sobre todo ese libro angosto y basuriego del que hablé, en nombre de otros dos febriles lectores que andan sueltos y con quienes descubrí esa felicidad.

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Photo by Gonzzo (edificio de postgrados, UN).

viernes, 3 de agosto de 2007

De la precariedad del mundo

Releer un libro que nos ha gustado mucho puede tener las desventajas de lo que ya se ha convertido en pasado, de aquello que ha dejado de sorprender. Volver a leer El disparo de argón tiene el encanto de las cosas que se olvidan y que regresan como una forma del descubrimiento, de la entrega adolescente e íntima, del morbo de la enfermedad ajena y propia. No recordaba la mayoría de los detalles, sólo un ojo vago, un nosocomio y un barrio demasiado enclaustrado en sí mismo. Ahora Mónica aparece trayendo nuevos signos en un listón rojo amarrado a un cuello frágil; el doctor Balmes como un cuarentón demasiado pegado a su adolescencia, que otorga licencia para tratarlo como a un antiguo testigo; la idea que atrae como una tarde de largas caminatas: la vida que nunca sabremos si es la que debimos vivir, el camino que tal vez nunca elegimos, los destinos que se vuelven sombra de tanto pensar en ellos.
“Con la lógica artificial de todo destino que se piensa hacia atrás”, pienso en las decisiones que me han llevado a articular palabras, a cansarme de las fórmulas que he aprendido para hablar de lo que desvela sus contradicciones en el preciso momento en el que este acto se convierte en testimonio. Reanudar es darse cuenta que somos los mismos para los otros, que aquello que se ha asumido como un hecho no puede mover en un ápice el mundo del que salimos. La vida envuelve sus causalidades en nuestras pequeñas ficciones, en la forma en la que observo el libro cerrado, la mirada sesgada de la ilustración y recuerdo, reanudo, mis pasos flotantes, ingenuos sobre el asfalto.

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Photo by Gonzzo.