jueves, 14 de abril de 2016

Macbeth, la tragedia de William Shakespeare



Nada mejor para celebrar el aniversario de un autor que leer, releer o ver alguna de sus obras. La ventaja con Shakespeare es que sus obras, tan llenas de esa fuerza dramática y de esos personajes tan bien perfilados, pueden ser fácilmente adaptadas en cualquier lugar y en cualquier época. El Teatro Colón de Bogotá y la Compañía Estable hicieron lo propio con Macbeth y el resultado es asombroso.

No soy experta en Shakespeare, no he leído toda su obra, pero cada vez que tengo la oportunidad de ver alguna de sus obras en escena, no la pierdo; sobre todo, cuando, como en esta ocasión, el director trata de no excederse en la “actualización” de la historia, la escenografía o los diálogos. No se trata de ser “purista”, sino de destacar las inmensas posibilidades teatrales que presentan las obras clásicas, cuando se escogen buenos actores, se hace una buena adaptación y se elige una buena dirección artística.

Veía Macbeth y no podía dejar de hacer la relación con Labio de liebre, del Teatro Petra. Parece ya obvio, en este país, decir que una obra cuyo argumento gire alrededor del poder y la violencia, a través de la cual se busca ejercer y legitimar ese poder, no puede pasar desapercibida para los espectadores; a pesar de la probable obviedad, la elección de Macbeth, entre todas las tragedias de Shakespeare no deja de ser, precisamente por ello, significativa para un país como Colombia.

La ventaja para el espectador de Macbeth es que el final lo deja resarcido, reconciliado con el mundo, pero cuando cae el telón nos damos cuenta de que un final así se torna casi imposible para un país en el que ya no es fácil creer en que un nuevo mandatario cambiará las cosas, en que un grupo de valientes se enfrentará al “tirano” y habrá un nuevo amanecer que restituya a las víctimas, a las viudas y viudos, a los huérfanos, a los padres de los hijos asesinados.

La ventaja para el espectador es saber que las brujas hechizan a Macbeth, hinchan su ego, su ambición, su vanidad y ellas mismas vaticinan su derrota. La desventaja para alguien como yo es saber que las brujas actuales no están fuera, sino dentro de cada uno de nosotros y difícilmente vaticinan derrotas posibles.


Un montaje de dos horas y casi treinta minutos que, sin embargo, no decae en ningún momento. Excelente vestuario y escenografía, y memorables interpretaciones. El mejor efecto que puede causar ver una tragedia de Shakespeare, aparte de producir la catarsis correspondiente, es –como dijo C.– que den ganas de leerla; el montaje del Colón y Estable cumple, entonces, su cometido.

domingo, 10 de abril de 2016

Todo comenzó por el fin:



Hace tiempo no me emocionaba tanto con el estreno de una película. Como en cualquier documental, pensamos que saldríamos antes de dos horas. Cuando han pasado dos horas y media, la gente empieza a salir de la sala (quiero creer que es porque tienen otros compromisos y no porque les molesta que hablen de marihuana, cocaína y sexo), aunque la gran mayoría nos quedamos. Después de tres horas y treinta minutos, la película termina. Es triste pensar que, en este país, películas como esta que ha realizado Luis Ospina casi que tienen que rogar por conseguir un espacio de exhibición. En Cine Colombia, le han dado seis funciones; en otra sala algunas más. Eso es todo para una película que, creo, marca a toda una generación, es el testamento “vivo” de tres hombres, de un grupo sin el cual no se podría entender gran parte de la literatura, el cine, el teatro y hasta la televisión de este país.

La insoslayable figura de Andrés Caicedo, la querida figura de Carlos Mayolo, la imponente figura de Luis Ospina, y todos aquellos que han estado o estuvieron junto o alrededor de ellos en todos sus proyectos. Un apartamento en donde se reúnen a comer, a beber, a conversar y, sobre todo, a recordar, hombres y mujeres que han creído y trabajado en el arte, que han celebrado la vida en cada proyecto, en cada amor, en cada rumba. Ospina a punto de morir, pero quedando como el único sobreviviente de un trio que se atrevió a hacer algo diferente en una Cali de los años setenta del siglo pasado, a realizar su arte en la manera en la que creyeron que debía hacerse.

Crecí en Cali, en un momento en el que Caicedo –a quien no me enseñaron en el colegio– no tenía la consagración nacional ni la proyección internacional que tiene cada vez más desde hace algunos años, pero cuya obra atrapaba rápidamente a “jovencitos” que, como yo y como tantos otros, nos sentíamos incómodos, fuera de lugar y de tiempo. Algunos, con ánimo de subvalorar, llaman a la literatura de Caicedo una “literatura adolescente”, pero el adjetivo no la demerita; al contrario: esa claridad de hablar de esos personajes y solo de ellos muestra la coherencia de la obra de Caicedo ante la angustia, la ansiedad, por tantos cambios sociales, políticos y económicos que se estaban viviendo. Ahora, más que nunca, entiendo que la sociedad apenas soporta, sin mucho ánimo, a los “eternos adolescentes”, que escoger no casarse ante un sacerdote, no tener hijos, no comprar una casa ni un carro, no tener un trabajo de oficina ni de ocho horas diarias, sigue siendo un reto y una enseñanza de esas comunidades hippies y de todos aquellos “revolucionarios” que han trasegado y trasiegan cerca de nosotros. Pesa el mundo cuando hay que cederle tanto de nosotros mismos; Caicedo decidió no ceder más, Mayolo le hizo el quite todo lo que más pudo y Ospina, por su parte, lo ha conseguido con dignidad y hasta con elegancia.

Ahora que lo pienso, Mayolo marcó mi ojo, antes que Caicedo y Ospina. Lo primero que vi de él fue Azúcar y sé que aquellas imágenes me abrieron un poco más la manera de observar el mundo. Siguiendo los pasos de Caicedo, también trabajé en un cine club en Cali y asumí ver cine como parte de mi educación más vital. Mis maestros eran dos estudiantes de últimos semestres de psicología a quienes les interesaba más el cine que Freud; el cuerpo de uno de ellos fue hallado colgado de una de las vigas del techo de su casa. Cómo no pensar, entonces, en Caicedo, en esa juventud que yo también estaba dirigiendo hacia el cine, hacia el teatro y luego y hasta hoy hacia la literatura... Ospina llegó más tarde y sus documentales, su forma de ordenar y de hacer visible la memoria de lo invisible, son el amor que más ha durado, como él mismo.


La rumba, el amor y el arte (y los buenos amigos y no sé si en ese orden) han “salvado” al Grupo de Cali, a los que siguen aquí, a todos los que llegaron y se quedaron en Bogotá huyéndole a tanta salsa y tanto narcotráfico, aunque cada cierto tiempo sientan la necesidad de regresar sus pasos fijando nostálgicas imágenes. No los culpo; a veces, a mí me dan ganas de hacer lo mismo. 

jueves, 24 de marzo de 2016

Anomalisa




No suelo ver películas animadas, a no ser que vaya con mi sobrino a cine. Anomalisa es una de esas películas animadas para adultos, esta, en técnica stop motion. Quizá lo más interesante de ver una película así es que, de entrada, el espectador sabe que está viendo algo “ficticio”, aunque las representaciones que ve en la pantalla intentan asemejarse literalmente a la realidad.

De repente, y como una anomalía, el espectador se da cuenta de que todos los personajes, excepto el protagonista tienen la misma voz masculina; de repente, el espectador se da cuenta de que todos los personajes tienen por rostro una máscara, incluso el protagonista.

Una ciudad estadounidense y un hotel cinco estrellas son los escenarios de esta película. Michael Stone llega a Cincinnati para dar una conferencia sobre servicio al cliente y regresará a su ciudad al día siguiente, a su vida cotidiana con su esposa y su hijo. Michael ha escrito un libro famoso entre todos los empleados de servicio al cliente de Estados Unidos; es admirado por todos ellos, pero su rostro solo traduce un sentimiento de hartazgo inconmensurable.

Michael es ya un hombre que podríamos denominar “maduro”, pero sus relaciones con las mujeres (y quizá con la vida misma) se han estancado en eso que también podríamos denominar “inmadurez” emocional (y manipulación emocional, muy a su pesar). Michael se cree especial y busca a una mujer que también lo sea; la busca en una antigua pareja a la que abandonó sin más y la busca también en una recién conocida, admiradora de su trabajo y quien piensa que los hombres siempre se van a fijar más en su amiga que en ella. Así aparece Lisa.

Michael busca en Lisa una liberación de su matrimonio y de su hijo; Lisa ha aprendido a vivir con intensidad las cosas más simples y cotidianas de la vida, a vivir con honestidad cada instante de su vida. Me gustan esas escenas en las que ambos se atraen y solo media una invitación de por medio; me gustan esas escenas en las que una relación sexual muestra cuerpos más reales que los que vemos en las películas con cuerpos “reales”, en las que los movimientos, los sonidos, aquello que hace nuestro cuerpo y lo que hace el otro cuerpo o le hacemos hacer se ve más real que en las películas con cuerpos “reales”.


C. dice que hay escenas que sobran, que solo están ahí para mostrar la pericia técnica de los creadores; puede ser. En todo caso, todas las escenas guardan esa simplicidad de la vida cotidiana que, quizá, sería más lenta y casi insoportable en una película “real”. Me quedan varias cosas de esta película y, como espectadora “metafísica” que soy, varias reflexiones: somos nosotros quienes les ponemos máscaras a los demás, quienes somos incapaces de verlos como son, somos nosotros a los que nada ni nadie nos satisface, incapaces de satisfacernos a nosotros mismos.

martes, 29 de diciembre de 2015

Crimson Peak:



Guillermo del Toro ha hecho que me vuelvan los deseos de ver películas de “terror”, muy seguramente porque es un terror cuyas causas tienen un sentido que alcanzamos a comprender y no como en aquel con el que crecí en los 80 y principios de los 90: un terror porque sí.

No puedo aún quitarme de la cabeza la imagen del protagonista: Thomas Sharpe, una mezcla entre hombre seductor y víctima de un amor que a los ojos de casi todo el mundo, en casi todos los tiempos, siempre será una aberración.

Todavía temo a los fantasmas, a los ruidos, a la oscuridad. En Crimson Peak, los fantasmas son mujeres que advierten de peligros: una madre tratando de proteger a su hija, una esposa tratando de evitar una nueva muerte.
El peligro tiene forma de hombre que seduce aun a mujeres cuya prioridad nunca ha estado en ser esposas. Quizá esto es lo que más me llama la atención y me asusta de Crimson Peak: cómo un considerable número (me indica alguien con toda la autoridad del caso) de mujeres-intelectuales somos seducidas –nos dejamos seducir, anhelamos ser seducidas– por ese tipo de hombres-peligro. C. me dice que sucede así porque al no habernos ocupado mucho en las estrategias del coqueteo, del enamoramiento y de la búsqueda de marido, podemos caer más fácilmente en decisiones equivocadas. Puede ser, pero quizá haya algo más: ¿Qué busca una mujer-intelectual en un hombre seductor –y qué busca el “seductor” en una mujer-intelectual– (cuando la respuesta no es tan fácil como dinero o ascenso social)? Edith es escritora y escribe historias con fantasmas; desprecia las fiestas y prefiere quedarse en casa leyendo y escribiendo, pero es incapaz de advertir los peligros y confía en sus sentimientos por el desconocido interesante, extranjero y soñador.

¿Cuánto hace falta para darnos cuenta de que estamos en una situación dañina, desequilibrada? ¿Cuánto hace falta para poder tomar la decisión de marcharse, de dejar atrás?

No desconozco que hay otros aspectos en la película: el hecho de que la protagonista sea estadounidense y él inglés –al mejor estilo de Henry James–, la circunstancia de que el otro pretendiente sea estadounidense y médico. Tampoco desconozco los clichés (narrativos y visuales) de esta historia “gótica”, ubicada en la primera década del siglo XX, pero la belleza de la composición me hace olvidarlos y me pierdo en el vestuario, en los peinados, en esas casas con muchos salones y puertas, en las cartas escritas a mano.

¿Entre el chico “bueno” y el encantador, brillante, seductor, a quién escogeremos? Recuerdo Tesis, el thriller de Amenábar y me río de mí misma. A todas nos advierten, todas lo intuimos, pero la mayoría terminamos buscando validar nuestra feminidad y nuestro propio intelecto siguiendo la temeraria volatilidad de los sentimientos.


Quizá lo único importante sea cómo salimos de ese enamoramiento y qué tan honestas logramos ser con nosotras mismas.  

lunes, 28 de diciembre de 2015

Metanoia, de IAMX:




Después de Gustavo Cerati y de Soda Stereo, Chris Corner y IAMX.

Era el 2011 y yo andaba buscando en su cuenta de Facebook a quien estaba lejos. Así me topé con dos canciones, tocadas en vivo, de IAMX. Han sido cuatro años escuchando sus álbumes, sus 70 canciones, impresionada porque no hay una que sobre, una fuera de lugar, absolutamente enamorada de su voz y de sus armonías. Quien estaba lejos sigue aún distante, pero IAMX se quedó, creo que para siempre y eso es algo que le agradezco cada día.

Curiosamente, en 2011 ocurrió un cambio. Volatile times marca una transformación en el dark wave de IAMX, un giro hacia una mayor oscuridad, hacia golpes más secos, una voz más grave y un aire profundo de melancolía gótica que disfruto cada vez más. Entre el 2004 y el 2015, Corner y su grupo han publicado seis álbumes que se pueden escuchar uno detrás de otro sin temor a aburrirse, y de los cuales destaco especialmente The alternative y Kingdom of welcome addiction. Sin embargo, no podría excluirse de los trabajos de Corner el último álbum que grabó con Sneaker Pimps en el 2002: Bloodsport, cuyo hallazgo se lo debo a C., mi mayor cómplice en ese amor desmedido por las creaciones de este músico británico. Bloodsport es ya, en gran parte, lo que será IAMX, y tampoco tiene canciones prescindibles. 

Corner me hizo sentir de nuevo la maravilla de ser fan, la emoción de esperar un nuevo álbum, un nuevo video, un nuevo sencillo, la turbación de ver un concierto por YouTube y temer que jamás vayan a pasar por estas tierras y que lo más cerca que podrán estar aún es muy lejos de aquí (pero ahora está radicado en Los Ángeles; algo podrá hacerse, me digo), la conmoción por ver o leer una entrevista y entender mejor su música…

Podría escuchar todos los días IAMX. Corner crea canciones que parecen nuevas cada vez que se escuchan, logra crear atmósferas que llevan a nuevos pensamientos y sensaciones. Es bello cuando se encuentra esa música, cuando se siente que se ha hallado la banda sonora de nuestros días.

Su más reciente trabajo: Metanoia, es, quizá, su trabajo más personal. Creado luego de una honda depresión, el álbum resume los diferentes síntomas de ese estado, pero también la transformación de la psique, luego de él. Las letras de Corner son profundas, críticas y poéticas; sus melodías van de lo más vital y festivo hasta lo más emotivo e introspectivo, una añoranza de algo impreciso, de alguien impreciso.


Temo que algún día una de esas grandes industrias musicales lo atrape y se vuelva un reproductor de su arte; temo que algún día deje de hacer conciertos en lugares pequeños; temo que algún día pierda esa independencia que ha nutrido la genialidad de su música. Temo, pero en el fondo confío en que la “metanoia” sigue su curso y no le permitirá retroceder en sus búsquedas.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Qué viva la música


La última vez que leí la novela fue hace ya más de una década. He olvidado detalles, también partes importantes –creo–, pero no olvido su tono, no olvido que copié fragmentos del libro en mis cuadernos, en mis bitácoras, que los leía una y otra vez, que estaba encantada con la idea de ser joven y de que hubiera alguien que hubiese escrito para esos “jovencitos” que no nos sentíamos bien en ninguna parte, con ningún grupo, que teníamos tanta hambre de tantas cosas y tantas veces también tantas ganas de morirnos.

La novela y toda la obra de Caicedo es importante en mi vida porque me convenció de que había que vivir de otra manera, de que era posible vivir de otra manera (y sin tener que suicidarme), que no tenía que ser como mis padres ni como mis profesores, que no tenía que ser como mis tíos o tías ni como los amigos de mis padres, que debía encontrar mi propio camino, mi propia manera de transitar la ciudad y el mundo (incluyendo todo tipo de trastabillazos).

Quizá por lealtad a Caicedo jamás escucho a The Beatles sino, siempre, siempre, a The Rolling Stones; quizá por lealtad a ese joven a quien empecé a leer siendo mucho más joven de lo que llegó a ser él, guardo en mi mente, en cualquier lugar donde esté, la imagen de las montañas de Cali; quizá por lealtad a su frenético modo de trabajo y a su amor al cine, mantengo este blog y sufro cada vez que veo una película o leo un libro y no escribo sobre eso.

Me alejé de él, de su influjo, porque me di cuenta de que yo quería vivir y en cambio él siempre se estaba muriendo sobre su máquina de escribir, después de escribirle una carta de amor a su Patricia Linda… Guardo en mi mente cada pedacito de la Cali de mi niñez, de mi adolescencia y de mi primera juventud (tengo muchas, tendré muchas, como Caicedo me enseñó); no guardo la Cali nocturna que no conocí (no esa de María del Carmen), sino la Cali de las tardes, de los atardeceres; guardo las salas de cine a las que iba siempre sola, una y otra vez; guardo las caminatas al lado de ese río que sigue ahí, a pesar de la mugre; guardo la literatura que se vivía en cada página y en cada larga conversación; guardo la tarde que leí las Ojo al Cine en la biblioteca de Univalle.

La película de Carlos Moreno no hará mella en mis recuerdos de Caicedo, no tocará a mi María del Carmen –ese alter ego de Caicedo–, no tocará a mi Cali. La película pasará como un intento de homenajear una ciudad y a dos de sus personajes más famosos: Caicedo y la salsa, pero nada más. Sé que vendrán otras.

La película no es desagradable; todo lo contrario: hay mujeres muy atractivas (y la protagonista se parece a Shakira) y toda la estética está pensada para agradar al espectador desde lo más actual y lo más comercial (y han acertado completamente quienes la han comparado con la estética del video clip), pero quien vea la película sin leer la novela se llevará una imagen errada de la estética caicediana y de la complejidad de lo que el autor propone en esa novela.

Trataron de hacer una actualización de la novela de Caicedo y no es tonto pensarlo, porque María del Carmen y su generación se repiten en cada generación de jóvenes y adolescentes, pero al hacerlo sin actualizar las problemáticas sociales e históricas, el guión pierde peso y ciertos detalles que el director quiso mantener de la novela también se pierden. La joven de la película no llega a ser una “desclasada”, en el sentido en el que Caicedo lo propone en la novela. Quizá Moreno y su equipo debían complacer a mucha gente, a toda la que invirtió en el proyecto y a todo lo que cada vez más significa el nombre de Andrés Caicedo Estela y, tal vez, allí estuvo el error: tratar de complacer a aquellos mismos a los que Caicedo criticó –aunque él mismo hiciera parte de ellos y hubiese necesitado de ellos hasta el fin de sus días–.


Me pregunto cómo hubiera podido hacerse, cómo escoger a la actriz para el papel de María del Carmen, cómo mostrar esa cultura de la salsa que hace a Cali tan particular, cómo hacer una crítica al arribismo sin caer en los lugares comunes o en la apología ciega de lo “popular”, cómo mostrar la noche de la rumba sin tantas imágenes de cuerpos “arrechos” ni tantas líneas de cocaína.  

jueves, 22 de octubre de 2015

Monte adentro:




Cuando veía este documental, recordaba y agradecía de dónde vengo (vengo de muchas partes, y esta es una de las más importantes), recordaba a los abuelos, a los bisabuelos, a los tíos y a mi papá en su niñez, a quienes vi –y he visto- (en la realidad y en sus recuerdos contados), gran parte de su vida, metidos entre un cafetal, montados en un Willys, caminando con las botas de caucho, montando a caballo, ordeñando una vaca, consiguiendo un plátano en el “monte” para echarle a la sopa. Recordaba a las abuelas, a las bisabuelas, a las tías y a mi mamá en su niñez, prendiendo el fogón, juntando la leña, moliendo el maíz, armando las arepas, preparando el sancocho o los fríjoles, lavando la ropa manchada de todo contra una piedra, caminando horas para llegar a la escuela. Recordaba las historias de mi mamá y el poco tiempo que duraban en cada finca o en cada casa, porque mi abuelo decidía, por enésima vez, “coger camino”. Me recordaba a mí misma en las vacaciones de mi niñez en varias fincas, montada en las ancas de un caballo, mientras miraba atrás el abismo, tomando leche recién ordeñada, con un frío atroz; me recordaba cruzando un río, huyendo de los gansos o tomando el sol acostada sobre el café seco; me recordaba inventando historias en mi cabeza y, una tarde, llorando a mares por una novela que encontré en la pequeña biblioteca de mis primas.
            Recordaba todo eso y recordaba lo importante que han sido los arrieros para el desarrollo de este país, para la historia de este país. Recordaba cómo ante la falta de buenas vías de comunicación, en medio de nuestra accidentada geografía (y la negligencia e indiferencia de nuestros funcionarios públicos), han sido los arrieros los que han transportado comida, enseres, correo, libros, encomiendas, objetos importados y productos de exportación. Monte adentro es un homenaje a estos hombres que han dedicado su vida a transportar esos objetos encima de mulas, que ellos arrean en medio de todas las condiciones climáticas, de todos los “riesgos profesionales” y de un pago irrisorio para todo lo que arriesgan y todo lo que invierten; un oficio que está llegando a su fin, aunque muchísimos de nuestros caminos sigan igual que en la Colonia, que en la Independencia, que en la República, aunque tan poco se haya hecho por hacerle más fácil y más productiva la vida a los campesinos de este país.
            En medio del monte, está la casa, las mujeres y los niños que ven llegar y partir a los hombres; las mujeres que cuidan la casa, que la barren, que mantienen encendido el fuego, que están tristes cuando no ven las flores, las montañas, las nubes, los animales en el potrero. Está la casa que necesita el trabajo de los hombres para mantenerse en pie. Están los hombres que cuidan las mulas, que les dan de comer y de beber, que les dan descanso, porque son su medio de trabajo; estás estos hombres que llevan la carga y regresan para clavar una puntilla, una tabla que mantenga en pie la casa.

                        

sábado, 17 de octubre de 2015

Güeros:




Bella, bella. Salir de la sala de cine y sentir que has tenido una experiencia estética, que el mundo es más bello y que te sientes mejor con él, porque has visto esta película.

De Veracruz al Distrito Federal, de poniente a oriente, de norte a sur, al centro. Los “citámbulos” deciden salir de su guarida y recorrer la ciudad para encontrar al cantante que habría podido cambiar la historia del rock nacional: Epigmenio Cruz.

Nada más normal que sufrir ataques de pánico porque la U. está cerrada, porque no puedes terminar la tesis, porque la “chava” que te gusta sale con otro; nada más normal que estudiar Letras y ser “güera” y que te traten de “fresa”, creer en la huelga, creer en el derecho a la educación pública, pintarte los labios y los ojos y hablar de cine con los más hipster de la fiesta; nada más normal que hablar con los animales y con las plantas, y estar triste porque no puedes cuidarlas, observarlas, porque las ves morirse detrás de una reja a la que antes llamabas “mi tesis”; nada más normal que arrojar globos llenos de agua a los transeúntes, escuchar todo el día el mismo viejo casete en la misma vieja casetera; nada más normal que extrañar a tu padre y hablar con él a través de la música.


Nada más normal que perderse en el D.F., que caer en las manos de “chavos” que solo quieren una cerveza y un amigo, pero que matarían si no se las das; nada más normal que ver al tigre enjaulado en el zoológico y recordar a Rilke; nada más normal que contarle a la niña el cuento del dinosaurio que nunca se va; nada más normal que seducir a los lobos marinos con tenues movimientos; nada más normal que ir al hospital y ver a la mujer que llora cuando escucha que alguien desconocido va a morirse, al médico que debe salvarle la vida a quien días antes lo amenazó con un arma en la sien; nada más normal que ir a la pulquería y escuchar a Juan Gabriel, mientras caminas para verle la cara al hombre que cambió su fama por una mujer; nada más normal que recorrer la ciudad universitaria que no se acaba; nada más normal que unirse a la marcha, dejar los labios que has besado hace dos minutos, sin mirar atrás; nada más normal que quedarse varado en el centro y escuchar las historias de los sobrevivientes; nada más normal que caiga un ladrillo encima del “coche” y que solo así encuentres lo que no andabas buscando; nada más normal que una fotografía en blanco y negro que quedará en tu cámara para guardar el amor de los hermanos, de los hombres y de las mujeres, y el amor por las enormes ciudades.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Escritores trabajando

Leila Guerriero, 2015, Zona de obras, Bogotá, Anagrama, 192 p.

Me importa esto: que leí a Guerriero por primera vez una tarde de 2004, en una ciudad en donde uno de mis pocos contactos con lo que ocurría más allá de mi habitación, del televisor con cable, era El Malpensante (tenía a tres cuadras el Café Internet). En medio de una de las peores crisis existenciales y profesionales que he tenido, apareció ese texto publicado en aquella revista bogotana; pienso que en dos años tendré la edad que tenía Leila cuando escribió ese texto y pienso también en si lo que seré en dos años tendrá parte de aquello que tanto llegué a admirar en ese texto de Leila: coraje, una visión nada ingenua de la vida ni de la condición de ser mujer y una filosofía de vida: echar las puertas abajo, cuando golpeamos y no nos abren.
            Me importa también esto: que encontré Zona de obras hace un mes, exhibido en una vitrina de una pequeña librería de Medellín, mientras esperaba que pasara el tiempo y mientras leía un libro de otra autora argentina. Más interesada en la historia de un sub-subgénero narrativo que lleva más de 200 años vigente, que en seguir rumiando una charla que debía dar al día siguiente, abro el libro de Guerriero y leo:

Salvame de esperar que lo que escribo –o digo– le importe a mucha gente. […]. Salvame de creer que nadie lo hace mejor que yo. […].
Salvame de perder la curiosidad por nada que no sea yo. […].
Salvame de no querer tomar el riesgo. […].
Salvame de querer escuchar solo lo que me hace bien. […].
Salvame de necesitar la mirada de los otros. […].
Salvame de ambicionar el camino de los otros. […]. (66-67).

Cierro el libro y pienso que no podía ser más oportuno (en ese momento, ahora y mañana). Me emociono pensando en lo que voy a encontrar, en lo que voy a leer: una serie de artículos de Guerriero sobre el oficio de escribir textos periodísticos (crónicas, perfiles). Hoy, después de terminar el libro, pienso que Zona de obras no es un libro solo para periodistas, sino para todos aquellos que se enfrentan regularmente con el reto de escribir un texto para ser entregado a un público (diminuto, mediano, enorme) y para aquellos que piensan que ese texto es una forma del arte (así sea un texto periodístico, académico, ficcional o poético).
            Leila Guerriero desmitifica el acto de escribir: la escritura no se disfruta, no es un acto placentero, no es fácil y, sin embargo, solo es para aquellos que prefieren este “martirio” a “evitar la sensación de sinsentido de no hacerlo” (91). La mayoría de los escritores elegirían hacer cualquier otra cosa, antes de sentarse a escribir, antes de saber que van a pasar no se sabe cuántas horas (después del proceso previo de investigación) encontrando las palabras adecuadas, un ritmo, una armonía, un tono; antes de batallar con un animal informe que al final podrá seguir siendo un gran monstruo o una obra de la que sintamos algo de orgullo:

Escribir con la concentración de un monje y la humildad de un aprendiz. Atravesar un campo de correcciones infinitas, buscar palabras donde parece que ya no las hubiera. Llegar, después de días, a un texto vivo, sin ripios, sin tics, sin autoplagios, que dude, que diga lo que tiene que decir […], que sea inolvidable. Un texto que deje, en quien lo lea, el rastro que dejan, también, el miedo o el amor, una enfermedad o una catástrofe. […].
Atrévanse (65).
   Hay que haber mirado mucho para escribir tres líneas que lo digan todo. La confianza de un lector es un acto de fe que se conquista no pidiendo un milagro a San Benito, sino con una voz segura en la que cada palabra visible esté sostenida por invisibles diez mil. (167-168).

            Zona de obras sigue siendo para mí, además, una continuación de ese texto leído en el 2004: un texto sobre la necesidad del coraje y de una visión nada ingenua de la existencia. Hay un artículo sobre Madame Bovary que me ayuda a entender más que ningún otro, por qué la fascinación y la animadversión por su protagonista: odié a Emma la primera vez que leí la novela de Flaubert y me dio pena la segunda. El texto de Leila subraya el “estado de humillante desnudez emocional en el que Emma Bovary se entregaba a sus amantes” (19), una desnudez que le impedía ver las consecuencias de sus decisiones, los daños colaterales. Esa desnudez puede ser confundida por los lectores con una actitud romántica, pero Flaubert se encarga de convertirla en un “comentario implacable sobre la humillación y el amor” (25), un “mecanismo, desorientado y caníbal, que lo devoraba todo en pos de una ensoñación confusa” (26).
            Lo que mueve a Guerriero a escribir es su necesidad de entender, su monstruosa curiosidad; cuando decidió ser periodista, se dio cuenta de que cada uno podía elegir la vida que quería, si estaba dispuesto a asumir las consecuencias de sus decisiones –todo lo contrario a Emma Bovary– y esa también ha sido una enorme lección para mí. Al igual que Leila, la única forma de vida que me interesa es aquella que me permita moverme, asumiendo las consecuencias, y nada mejor para entenderlo que el acto de viajar:

Sé que no viajo para ver paisajes, para visitar museos, para admirarme ante pirámides de miles de años. Viajo para leer, para perderme. Para ejercitarme en la improvisación y el ascetismo. Viajo para no volver atrás, para no llegar a ninguna parte, para habituarme a perder y a despedir: lugares, cosas, gente. Viajo para recordar que no es bueno sentirse seguro ni aún seguro, a salvo ni aún a salvo. Viajo para moverme, que es la única forma de vida que respeto. (131).

            Siempre que no sé qué hacer, qué camino seguir; siempre que me siento insegura acerca de mi trabajo, cada día que me pregunto por qué hago lo que hago, por qué sigo insistiendo, recuerdo a Leila:

Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan. […].
Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer y háganlos bien […]. No se quejen. (14-15).


            Entonces, todo vuelve a estar en su lugar (por un tiempo). Sigo revisando archivos, comparando fuentes, rumiando palabras de otros, escuchando a ciertas personas, recordando ciertas situaciones, leyendo y leyendo más. Sé que luego vendrá el encierro: los largos y numerosos días en los que no sucederá nada más que la imagen de mí misma sentada frente a una pantalla, copiando palabras de otros, trastabillando con ideas de otros hasta encontrar las propias (las que creo propias), hasta dar con las palabras que traten de poner un orden que antes no estaba (eso me parece), un sentido que hacía falta (eso creo). Y todo estará bien hasta que aparezca ese “algo” que me hará cambiar de ruta, que me hará mirar lo que antes no estaba allí, que me hará dejar atrás lo que antes era tan importante, hasta que se sature mi nueva curiosidad; luego todo comenzará de nuevo: abrir las cortinas, desear que se caiga el internet, que nadie me escriba (aunque a veces todo lo contrario), que nadie llame (aunque a veces todo lo contrario) y seguir, seguir y seguir, hasta hacer que todo aquello que no son más que archivos y carpetas en una pantalla, apuntes y resaltados en todos los colores en un cuaderno, en unas hojas, tenga la fuerza de algo vivo. 

lunes, 14 de septiembre de 2015

Hombre irracional




Si Media noche en París fue la delicia de quienes se creen –nos creemos– intelectuales con bastante cultura literaria, Hombre irracional hace lo propio con la cultura filosófica; los nombres de Kant, Kierkegaard, Arendt, Beauvoir, Sartre, Husserl y Heidegger se pasean por los labios de un profesor de filosofía y su alumna más avezada. Sin embargo, la “delicia” será solo aparente, porque durante toda la película, Woody Allen (su guión) mostrará que la filosofía es lo más parecido a una “masturbación mental” (mucha de la crítica literaria también lo es, claro) y que un libro como Crimen y Castigo –ya un referente recurrente en Allen– produce más reflexiones e ideas en el personaje principal que leer sobre el imperativo categórico de Kant. También es aparente porque así como en Media noche en París con las referencias literarias, aquí las filosóficas aluden a las ideas más propagadas-conocidas sobre las teorías de esos filósofos, así que las “grandes” frases o conceptos que aparecen diseminados en la película, funcionan más para que el espectador se sienta “inteligente” (el supuesto tipo de espectador promedio de las películas de Woody Allen) cuando entiende de qué se está hablando y menos para darle un sentido más profundo a la película.

En general, el dilema es sencillo: se trata de llevar hasta sus últimas consecuencias la contraposición entre la teoría y la práctica, entre lo abstracto y lo real de la existencia humana; la cuestión de quien estudia la vida a partir de reflexiones librescas y quien atraviesa la línea en donde esas ideas se llevan a la práctica. El filósofo quiere contribuir en algo a mejorar el mundo, a cambiarlo, pero se siente impotente porque cree que sus artículos, sus libros, sus clases, sus conferencias, son insuficientes para cumplir su objetivo. Entonces, aparece la idea de la libertad para cumplir su voluntad y, por supuesto, la moral; Allen elige la idea de un asesinato como motivo privilegiado en el que confluyen más claramente estas cuestiones. ¿Dónde queda la racionalidad cuando cumplir nuestra voluntad (a la que se ha llegado racionalmente) implica ir en contra de la razón de la otra persona?, ¿dónde está la libertad cuando solo uno de los dos implicados puede elegir?

Pero si fuera solo una película “filosófica” no sería Allen y no iríamos a verla (no yo, por lo menos), así que, por supuesto, está también el tema amoroso. Dos modelos de mujer y dos tipos de amor: una joven e inteligente estudiante (atractiva; hay que enfatizar en esto) enamorada de su brillante y arrebatador (y apuesto; hay que enfatizar en esto) profesor, y a quien su novio (de su misma edad, apuesto y estudiante como ella) empieza a parecerle menos “inspirador”, ante la personalidad del profesor. Por otro lado, una profesora infelizmente casada que no se atreve a dejar a su marido y a cumplir su sueño de vivir en el exterior, a no ser que encuentre un hombre que se quiera “escapar” con ella. El profesor de filosofía parece reunir las imágenes de hombre que ambas mujeres buscan: un ser que parece concretar sus ansias de nuevas experiencias, de aventura, de “romanticismo”. Dos generaciones de mujeres que han aprendido a enamorarse de maneras similares, pero que han aprendido a resolver sus historias de amor de maneras distintas: es triste ver a la profesora (que está en sus cuarenta) conscientemente buscando “aventuras”, pero inconsciente e ingenuamente tratando de encontrar un hombre que resuelva las situaciones que no se atreve a cambiar por sí misma; es admirable ver a una estudiante (en su veintena recién estrenada) que sabe qué quiere, cómo lo quiere y en qué momento lo quiere, y que, más sorprendentemente, sabe cuándo no lo quiere más. Claro, la juventud ayuda, claro, es otra generación, claro, ayuda también ser atractiva, pero se nota que Allen siente empatía por este personaje: ella está por encima de las abstracciones, ella va por la vida defendiendo su racionalidad y respetando (sacando ventaja primero de sus habilidades, como cualquiera lo haría, claro) la libertad del otro.