jueves, 29 de diciembre de 2011

Incendies:



“La muerte no es el fin de la historia”. Esta frase podría resumir esta película (basada en una obra de teatro), ésta y una ecuación: uno más uno es igual a uno… Parece un anacronismo hablar de las luchas entre musulmanes y cristianos, y es una lástima que no lo sea, más aún cuando esta película recuerda las guerras civiles que han atravesado varios países del Medio Oriente por ese anhelado anacronismo.


Estampas de la Virgen adheridas a los fusiles, hombres, mujeres, niños y ancianos acribillados una y otra vez a la vista de la cámara, casas y buses ardiendo al sur del país y una madre buscando a su hijo, ese que nació del amor, pero creció entre la guerra para convertirse en una máquina del terror… Cierro los ojos y oigo los tiros, las granadas explotando, el fuego atravesando las telas, la madera, consumiéndolo todo; me pregunto si es necesario mostrar la sangre, el fusil apuntando y la niña cayendo, el niño cayendo, el amante cayendo… Cierro los ojos y pienso en este país que habito, en las fotografías que he visto, en el dolor que he visto y sentido…


El amor puede producir monstruos y éstos pueden crear, de nuevo, amor. La verdad aparece para cerrar círculos de rabia y dolor, para que un cuerpo pueda mostrar su cara al sol; la verdad aparece para mostrar qué poco conocemos a nuestros padres, para enseñar su resistencia, su valentía y la historia de un país desconocido, para mostrar que el objetivo de un largo viaje es regresar a darnos cuenta de lo que hay a nuestro lado.


Nada como una canción de Radiohead para acompañar este viaje…

viernes, 23 de diciembre de 2011

Cartografías literarias: P.N.N. Cueva de los Guácharos (o La vorágine para adolescentes)





Dormir en carpa, amanecer con el sonido de los gallos, los patos, los gansos y otras aves más pequeñas, bañarse viendo pasar las nubes sobre la cabeza, ver las cabras desperezándose, escuchar ese dialecto que sólo era una broma en los programas de televisión… Salir de allí y seguir la ruta señalada por el mapa; llegar a un pueblo que lleva el nombre de un país del Medio Oriente, ver los rostros con rasgos indígenas, saber que estamos al sur del Huila, pero más cerca del Caquetá y del Putumayo. Es domingo y todos salen a hacer mercado, pero, sobre todo, a tomar aguardiente y cerveza, a bailar en las discotecas de la plaza que están abiertas desde el medio día…


Nos internamos más en la montaña, me hablan de osos de anteojos, de dantas, de micos, de murciélagos, de guácharos (que escucho nombrar por primera vez); dicen que hay mucho pantano, que el camino no es fácil, que hay personas que se quedan y otras que se tienen que devolver. Decidimos partir, decido partir… El camino de cuatro horas, lo hago en seis, insultando (absurdamente), por momentos, el barro en el que mis piernas se entierran casi hasta la rodilla, donde, por poco, pierdo mi zapato; hay caídas, hay mosquitos, hay tábanos que entierran su “aguijón” por encima de la ropa. Me quedo sola, por momentos y tengo miedo, entonces, pienso en Alicia, en Arturo Cova, en los andaquíes, los indígenas que poblaron estos espacios y que acosaron los colonos traficando la quina y el caucho… Grito y una voz me contesta; trato de ir más rápido y, por fin, veo un rostro conocido…


Nos internamos en una cueva; la leyenda dice que en ella vivió un indígena que desapareció sin dejar rastro. Nos metemos en túneles, en sus cámaras que nos muestran estalactitas y estalagmitas, los racimos de murciélagos colgando del techo y volando sobre nuestras cabezas. Pensé que les temería, pero sé que huyen de nosotros… Salimos de la cueva (yo doy las gracias, porque ya quiero sentir la luz). Veo micos y un guatín, veo loros, llueve, trato de bajar por una pendiente, resbalo y caigo algunos metros abajo, escucho mi cuerpo caer contra un colchón de pasto; el tobillo duele y se inflama.


Mientras miro mi tobillo, un hombre me habla de minas quiebrapatas, de alguien que pisó una, de su muerte esperando un helicóptero; mientras miro mi tobillo, una mujer me habla de cómo lo dejó todo para salvar a sus hijos de tener que irse con un grupo armado, de cómo hacía tamales en una esquina de un barrio bogotano, de cómo recogía la ropa que otros botaban, de cómo volvió al campo para sembrar la tierra, de cómo la necesidad tiene cara de perro, de cómo extraña “su tierra”, de cómo se siente mejor estando un poco más cerca de ella… Dejo de ver mi tobillo para escuchar las voces de quienes anhelan la belleza de los centros comerciales bogotanos, de quienes cuando vienen aquí evitan pararse delante de las vitrinas demasiado tiempo para que no los señalen como provincianos…


Salgo de este 80% de bosque tropical y de este 20% de selva húmeda (sin entender bien la diferencia) a caballo; llegando a mi destino, empiezo a ver las casas en las orillas de la trocha, los techos de plástico, los fogones de leña, los conejos debajo de las camas, los niños de tres y cinco años acostados en los corredores, una niña de cuatro años con un cuchillo en la mano, “jugando” sobre una tabla, el bebé de seis meses columpiándose dentro de una red en uno de los cuartos, la emisora cristiana a todo volumen, la hora del almuerzo y los hombres que empiezan a llegar caminado a través de la montaña…


Pienso que yo ya me voy, pienso en las vidas que veo sobre un caballo, al otro lado de la baranda, desde la ventana del carro, a través de la pantalla del computador o del televisor y me siento un poco canalla; mientras voy por el camino de herradura, sin desviarme, me siento la turista que viene a conocer el país tropical… Todos preguntan si regresaremos; todos decimos que sí, pero, por dentro, yo sólo tengo dudas. Me siento débil, cobarde y, por momentos, cínica. Tal vez estos caminos, estos parques nacionales naturales sólo deban ser visitados por biólogos, por investigadores, expedicionarios, caminantes profesionales, estudiantes, no por turistas que buscan su cuota anual o semestral de “aire puro” y descanso de la “agitada vida citadina”… Pero también puedo estar equivocada y, tal vez, regrese algún día en una época en la que llueva menos…

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Fotos por Paula.

Cartografías literarias: Desierto de la Tatacoa





Todo es nuevo: el clima, el paisaje, la forma como hablan las personas, la comida. Cuando pasamos por Neiva o por Pitalito o por Gigante, veo varios lugares que llevan un nombre conocido: José Eustasio Rivera… Desde el páramo, pasando por la humedad pegajosa del río Magdalena y llegando al calor casi insoportable del desierto, el Huila permite que resuene en mi cabeza el nombre de ese hombre que dejó “su tierra” para hacerse un letrado de la capital, pero también para hacerse un intelectual y no un simple servidor de la letra oficial.


Por el antiguo camino de los trenes, atravesamos pueblos en medio de la nada en donde la antigua estación del tren queda para rememorar tiempos mejores, tiempos que anunciaban el “progreso”; atravesamos quebradas y túneles angostos hasta llegar al Desierto de la Tatacoa. Curiosamente, estas formas las he visto antes fuera de Colombia y ahora mi referente es ese paisaje sonorense que roza Arizona. Aquí, los “terrones” son más pequeños y angostos, pero, igual, las formas son impresionantes, tierra erosionada por años y años, el color del polvo, del barro, de la arcilla con la que jugaba cuando era niña, los cactus altos y otros pequeños que producen un fruto con sabor a kiwi y a pitaya.


Dicen que hay un puerto para OVNIS, dicen que los han visto; decidimos no ir y prepararnos para ver las estrellas como si el cielo fuera un tablero que Javier señala con su rayo láser; imagino películas de ciencia ficción (que no suelo ver, pero que vienen a mi memoria), imagino tener uno de esos rayos en mis manos, como una espada, y jugar con alguien a luchas intergalácticas… Aprendo el nombre de una estrella, la única que me interesa; veo las constelaciones, pero ninguna de las formas que sugiere el guía, me sorprendo descubriendo que el cielo nunca es el mismo, que nunca vemos las mismas estrellas, que todo es continuo movimiento; con grandes telescopios y binoculares, veo los anillos de Júpiter y algunas nebulosas, aprendo que hay estrellas azules y otras cobrizas, aprendo la diferencia entre el brillo de una estrella y el de un planeta… De ahora en adelante, busco en el cielo la estrella que puedo nombrar y recuerdo a una mujer del siglo XIX que llevó su nombre…

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Fotos por Paula.

Silencio en el paraíso:



Hace algún tiempo me había dicho que no volvería a ver una película cuyo tema fuera el conflicto armado, la violencia, y mucho menos si era colombiana… No se trata de ser ciega o ser como se supone lo es el avestruz… Mostrar la supuesta realidad, a veces, lo único que produce es naturalizar esa violencia, esos conflictos, y esto es lo que menos le conviene a un país que desde hace siglos espera conocer una verdad.


Toda esta introducción para hablar de una película que habla de los “falsos positivos” que nos dejó la última etapa del gobierno de Uribe Vélez y cuya responsabilidad mayor recayó en el actual presidente Santos (no soy ingenua; sé que los “falsos positivos” continúan…). La película duele por muchos motivos, pero el principal es la falta de alternativas que padecen millones de personas en este país, la pobreza que parece cerrar puertas, una tras otra, hasta dejar contra la pared, contra un abismo o contra un fusil. En mejores días, tiendo a pensar que siempre hay alternativas, que siempre se puede escapar de una situación que nos apabulla, que nos atormenta, pero hoy no, después de esta película, no. La desesperanza que recorre este país se resume en cerrar el camino, cada vez más, en dejar cada vez menos encrucijadas posibles.


Aquí, la vida se consume en su lenta y absurda monotonía. La ciudad abajo son luces titilantes como estrellas o atardeceres que matizan los colores de los edificios; el aquí y ahora, en cambio, es polvo cuando hace sol y barro cuando llueve, es estudiar el bachillerato sabiendo que ir a la universidad suena a imposible, es trabajar para ayudar en una casa con papá ausente, con una hermana quien ha dado a luz a un sobrino que hay que ayudar a mantener, es tener sexo o hablar de sexo porque no hay nada más en qué pensar, nada más qué hacer, es trabajar y conseguir la cuota para la pandilla del barrio, es escapar de una golpiza, de un robo, de una amenaza, es escapar de tanto polvo y barro, de tantos golpes, de tantas ausencias, creyendo en el amor, decidiendo creer en él, en las cartas dejadas debajo de la puerta, en la invitación a la fiesta, en el regalo de despedida, en la promesa del regreso…


Me explican que el Plan Colombia es la principal causa de estos “falsos positivos”, la exigencia de estadísticas, de resultados, de rendirle cuentas a quien patrocina la guerra… Al igual que la educación, el desempleo, los niveles de lectura y tantos otros “índices”, las personas se vuelven números vestidos de camuflado y botas de caucho.


Me siento culpable, porque por un momento lloré por la suerte del protagonista de la película y no por la de uno de los que cobraban la “vacuna” a los comerciantes y trabajadores del barrio; me sentí, por un momento, un poco fascista, pero, tal vez, lo que quiera decir la película es que cualquiera está expuesto a ser víctima del orden impuesto por estadísticas inhumanas.


Lloro porque la realidad es peor que esta película, lloro porque, por ahora, no veo qué otra cosa puedo hacer… Creo que la película logra su cometido, no porque me haga llorar a mí (que es tan fácil), sino porque escoge un conflicto que logra mostrar la complejidad del problema, el dilema moral de quienes participan en él (aunque el actor que encarna al encargado de conseguir los “positivos” parezca de mármol) sin excesos, con toda la mesura y el respeto del caso para las víctimas, sus madres, los amores que dejaron, las esperanzas rotas…

viernes, 9 de diciembre de 2011

Villa Amalia:





Basada también en una novela, Villa Amalia cuenta la historia de una pianista quien una noche descubre que su pareja por quince años le es infiel; ella decide terminar la relación y empezar otra vida (el espectador no puede estar más de acuerdo, porque el actor sólo expresa pusilanimidad). Hasta allí no hay nada extraordinario; parecería otra historia más de la mujer que lo deja todo atrás para encontrar una vida en la que pueda reconocerse más fielmente representada. Vender el apartamento, vaciar las cuentas bancarias, abandonar la carrera profesional, dejar la pareja, cambiar de guardarropa, cortarse el pelo, buscar una ciudad con mar y sol, viajar sola, tener amantes (mujeres y hombres), encontrar un viejo amigo, perder a la madre y reencontrar al padre, ser reconocida por él, al fin.


En el preciso momento en el que se decide cerrar una puerta, otra se abre para confirmar el conocido refrán. La segunda secuencia de la película parece injustificada porque nunca sabemos cómo apareció ese viejo amigo que ofrece una taza de té y una tostada a la mujer que acaba de perder una ilusión; lo que sabe el espectador es que este hombre le permitirá a ella seguir con el relato de su vida, aunque ese relato no lo incluya a él del todo.


A ella, a Eliane (que ha decidido ser Anne) le interesa señalar la diferencia entre un Madeimoselle y un Madame; a una edad en la que fácilmente se relaciona a una mujer con esta última categoría social, ella sigue afirmando su derecho a ser Madeimoselle… Me gusta la imagen de ella nadando (en piscinas, en el mar azul profundo) y componiendo canciones en un piano imaginario, me gusta la limpieza de sus decisiones, su elección por el no y por el sí cuando y como lo prefiere.


Estamos en una película francesa, asistimos a diálogos escuetos, pero honestos (un sinónimo de escueto es desnudo –según me señala el diccionario– y nada más acorde con la forma como hablan estos personajes), a escenas cortas que se van vinculando con aparente fragilidad-gratuidad. Ella va dejando maletas y vestidos en todo su recorrido hasta Villa Amalia, habla todos los idiomas perfectamente y sabe exactamente qué hacer en cada uno de los destinos elegidos. A veces, esta especie de fluidez programada llega a ser antipática para el espectador (para mí); también la imperturbabilidad del carácter de Eliane-Ann, la serenidad de su ánimo, su capacidad para estar sola y en silencio. Sin embargo, estas antipatías pueden ser sólo el resultado de una cultura en la que no nos enseñan a viajar solos, a estar solos, a sentirnos bien en silencio…

domingo, 4 de diciembre de 2011

Coco Chanel e Igor Stravinski:







Basada en una novela, Coco e Igor cuenta la historia de ¿amor? entre estos dos famosos y talentosos personajes en la París de entreguerras. Aún no veo Coco Chanel, la película basada en la vida de esa mujer que hoy me permite usar pantalones tan ajustados o sueltos como los quiera, minifaldas tan altas como quiera permitírmelo y el pelo tan corto como me apetezca. Este hecho me permite no comparar las dos interpretaciones hechas por las actrices sobre esta mujer, sino centrarme en lo que vi, en lo que sentí y pensé.



No es extraño que, después de verla, las mujeres quieran salir a encontrar un vestido o un perfume Chanel; la actriz modela toda la película hermosos vestidos que le sientan de maravilla y pasa noches en vela buscando la esencia perfecta: Nº 5. Esta es la Gabrielle exitosa, dueña de una tienda de ropa femenina, la empresaria visionaria, independiente, segura de sí misma, hermosa, quien puede tener al hombre que prefiera… El que quiere se llama Igor, es ruso, está casado y tiene cuatro hijos. La película hace ver como si pareciera inevitable que dos seres tan brillantes se enamoraran, pero aquí el amor se reduce a cuatro escenas de un erotismo bastante sugerente.


Coco no quiere ser una amante e Igor no puede decidirse; Coco admira su música e Igor, en el fondo, piensa que ella es sólo una “vendedora”… Ella crea, ella sigue creando formas que hacen ver diferente a la mujer, el cuerpo (cuando no se tenía criada, ¿cómo ponerse un corsé? Entonces, apareció Coco), que construyen identidad e independencia. Al final sólo quedan objetos que recuerdan caminos no elegidos…



El uso de algunas foto-fija es innecesario o no logra un efecto en el espectador (o al menos en mí); algunas escenas finales parecen más un capricho del director y se nota demasiado impostada la composición. Me quedo con el recuerdo de la interpretación de Coco: la mujer que amó cuando y como quiso, aunque su moral fuera mal vista por algunas “damas”, la mujer que creó una imagen para sí misma; Chanel supo cómo hacer época, cómo imponer un estilo: el suyo.