Vivo en un país, en una ciudad de
ese país, en la que cada día se debe luchar por mantener la vida. Pasar la
calle y caminar pueden traer fatales consecuencias; salir de la casa y hablar,
también. Ni se diga de pensar distinto a la gran mayoría y de atreverse a decir
y a hacer cosas distintas a las que habla y hace la mayoría (aunque lo más
seguro es que no sean la mayoría, sino solo aquellos que hacen creer que son la
mayoría). Vivo en un país, pues, en el que agradezco cada día que logro vivir y
cada día que veo llegar al abrigo de una casa que amo, de la vista de un
paisaje que me llena de alegría, de la proyección de unas horas que siento que,
en realidad, me pertenecen, pero a menudo me gustaría pensar en esas cosas no como
si fueran un privilegio, sino un derecho natural, fundamental, como lo enseñó
Héctor Abad Gómez.
Abad Gómez (una pregunta lingüística que tal
vez solo me importa a mí: ¿Por qué su dialecto no era paisa?), asesinado en
1987 en Medellín por orden de “oscuras” fuerzas de ultraderecha (los
paramilitares, los militares, los políticos, los terratenientes), fue uno de
aquellos a quienes aplastó “la gran mayoría” de este país (los paramilitares,
los militares, los políticos, los terratenientes) y, quizá lo que más me duele,
a quien aplastó la ignorancia de “la gran mayoría” de este país.
Alguien es ignorante si su mente
solo puede pensar en dicotomías, en blancos y negros. Bien sé que nuestros
padres y nuestros abuelos fueron educados en una forma de pensamiento así y que
por eso su mundo es tan distinto al mío y que su falta de comprensión de los
muchos cambios de nuestro ahora se basan en esa imposibilidad de ver los
matices; así se los enseñó la religión y la política, esa “gran mayoría” de
este país. Acepto y respeto la ignorancia de mis padres y de mis abuelos, pero
no la de la “gran mayoría” de este país, porque su responsabilidad, es
precisamente, concebir la sociedad como un todo complejo, lleno de variaciones
que no caben en una disyunción.
Esa “gran mayoría” nos ha ido
convirtiendo a todos los que vivimos en este país en “amantes de la muerte”;
sin darnos cuenta, nos vemos perdiendo el amor por la vida, el sentido de la
vida, la alegría de estar vivos. Por eso es tan necesario que nos recuerden a
menudo que esos “amantes de la muerte”, en realidad, no son mayoría; que tenemos
derecho a vivir como queremos, como lo hizo Héctor Abad Gómez. Su muerte vuelve
a conmocionar, esta vez, a través de este documental, de esta “carta a una
sombra”, para insistir en el absurdo de esa muerte.
Daniela Abad (nieta de Abad
Gómez) y Miguel Salazar realizaron este documental basado en el libro de Héctor
Abad Faciolince, El olvido que seremos
(2006). A muchos no les gustará que la voz predominante de la narración sea la
del escritor medellinense; a muchos les molestará (porque así nos hemos
acostumbrado) ver el almuerzo con vino, con postre, el carro en el que el
escritor se mueve por los paisajes antioqueños, la finca (La Oculta, La Inés)
en la que pueden disfrutar del paisaje (entre el valle, la selva y la montaña),
los elegantes vestidos de las señoras, el desayuno en la cama; a muchos les
molestará el dialecto paisa; muchos notarán ciertas ingenuidades técnicas y
criticarán ciertos momentos en los que la objetividad tiende a desaparecer del
encuadre... A otros muchos (ojalá) les gustará salir pensando que no se trata
de clases sociales, de cuándo es mayor el dolor, de quién se lo merece y quién
no, sino que la forma como esta familia se abraza, llora y trata de sanarse a
sí misma es también la manera como toda una sociedad sigue intentando sanarse
de tanta muerte para que la vida también tenga su lugar.