viernes, 31 de julio de 2015

La tierra y la sombra:





Un nudo en la garganta. Nada asombra y todo duele.

Todos tenemos, en nuestra historia familiar, alguien que se apega a la tierra, alguien que no se quiere ir. Todos tenemos una historia de “fidelidades” e “infidelidades” amargas y felices hacia nuestros padres. Todos tenemos una historia de rencores y perdón entre los lazos de la sangre, de la vida, de los tiempos.

Una casa en medio de los cañadulzales; las luces de la ciudad brillan al fondo.
Las pavesas caen sobre la casa, sobre las vidas: tierra quemada y sombra.

Aquí todo es mesurado, todo tiene su exacta medida: los diálogos, las imágenes, los sonidos, las actuaciones, el argumento. Nada falta, nada sobra. Una buena historia no necesita descuidar la imagen; una buena fotografía no necesita descuidar la historia; una historia dolorosa no tiene por qué ser solo amarga, no tiene por qué exagerar para abrumar innecesariamente al espectador.

Aquí está la historia familiar de tantos de nosotros: los abuelos que lucharon por tener un espacio de tierra propio; los padres que trabajaron toda su vida en empresas, en fábricas, en instituciones para los que solo existieron mientras fueron útiles; la industrialización que poco a poco se ha llevado tantos paisajes conocidos; la muerte que avanza tan indignamente entre aquellos que solo cuentan con el cinismo y las miserias del Estado.


Cierro los ojos y vuelvo a recorrer la carretera rodeada de cañadulzales; vuelvo a estar a salvo del polvo y del fuego dentro del bus; vuelvo a ver el ojo de la tormenta al fondo; más allá están el sudor, el cansancio, la espera del dinero que siempre falta. Más allá está el niño elevando la cometa, esperando que bajen los pájaros a comer bananos y mandarinas, el niño que besa a su abuela y va con su madre, dejando tras de sí la puerta de la casa entreabierta.

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