Un nudo en la garganta. Nada
asombra y todo duele.
Todos tenemos, en nuestra
historia familiar, alguien que se apega a la tierra, alguien que no se quiere
ir. Todos tenemos una historia de “fidelidades” e “infidelidades” amargas y
felices hacia nuestros padres. Todos tenemos una historia de rencores y perdón
entre los lazos de la sangre, de la vida, de los tiempos.
Una casa en medio de los
cañadulzales; las luces de la ciudad brillan al fondo.
Las pavesas caen sobre la casa,
sobre las vidas: tierra quemada y sombra.
Aquí todo es mesurado, todo tiene
su exacta medida: los diálogos, las imágenes, los sonidos, las actuaciones, el
argumento. Nada falta, nada sobra. Una buena historia no necesita descuidar la
imagen; una buena fotografía no necesita descuidar la historia; una historia
dolorosa no tiene por qué ser solo amarga, no tiene por qué exagerar para
abrumar innecesariamente al espectador.
Aquí está la historia familiar de
tantos de nosotros: los abuelos que lucharon por tener un espacio de tierra
propio; los padres que trabajaron toda su vida en empresas, en fábricas, en
instituciones para los que solo existieron mientras fueron útiles; la
industrialización que poco a poco se ha llevado tantos paisajes conocidos; la
muerte que avanza tan indignamente entre aquellos que solo cuentan con el
cinismo y las miserias del Estado.
Cierro los ojos y vuelvo a
recorrer la carretera rodeada de cañadulzales; vuelvo a estar a salvo del polvo
y del fuego dentro del bus; vuelvo a ver el ojo de la tormenta al fondo; más
allá están el sudor, el cansancio, la espera del dinero que siempre falta. Más
allá está el niño elevando la cometa, esperando que bajen los pájaros a comer
bananos y mandarinas, el niño que besa a su abuela y va con su madre, dejando tras de sí la puerta
de la casa entreabierta.
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