sábado, 24 de julio de 2010

Otra argentina: Dos hermanos


Ella llama a su casa y nadie contesta; simula hablar con un hombre que no existe, simula vivir en una época barrida ya por los años y sigue viviendo en ella con pastillas, con copas llenas… Él le lava el pelo a su madre, le sirve la comida, ve con ella a Mirtha Legrand en la televisión, admiran sus vestidos, su peinado, la forma en la que lleva las joyas. Los dos llevan la Argentina de los 50 y los 60 en sus cuerpos, en sus mentes; la tía Lala vive en la casona de aquella calle, usa pelucas y vestidos pasados de moda que no han perdido brillo, que se conservan como los de las vitrinas de los locales de alquiler de trajes… Los dos se encuentran en un funeral justo con la vida que debe continuar, que se renueva y vuelve a empezar. Él llora y ella sólo pregunta por qué nadie más llega. Él acepta cruzar el río y pasar a Uruguay, a Villa Laura, e iniciar la vida, y la vida es una partida de ajedrez, el termo del mate, la bombilla, sus herramientas de orfebre, el vino, la comida, la música, una moto, la compañía, el teatro y Edipo rey. Él asume las decisiones de su vida; ella aún no las acepta y escapa de su presente…

Daniel Burman (o el autor cuya novela es la base para el guión de esta película) pudo elegir que él (Marcos) ocupara el papel de Edipo en la obra, pudo elegir que él se encerrara en sí mismo y creyera en el fin de la vida, pudo elegir mostrar las imágenes de un padre demasiado “duro” con su hijo, demasiado “blando” con su hija, demasiado “macho” con su esposa, pudo elegir mostrar más imágenes de la madre-niña, de la madre-víctima que se niega a hacer algo por sí misma, para sí misma. Nada de esto sucede y las imágenes son apenas las necesarias; los recuerdos están allí, pero no paralizan, no se convierten en una deuda. La vida va hacia delante –como me lo dice una amorosa voz que ahora puedo recibir–, los padres no son ya un freno automático ni de mano; los padres sólo son padres, los hermanos comparten una historia y hacen también una propia...

Ella por fin aplaude, se levanta de su silla para ver a su hermano, para reconocerlo, para verlo como un igual… Ya tengo ganas de embarcarme, de cruzar el Río de la Plata y llegar a Montevideo, tomar un taxi y llegar a un pueblo que se parezca a Villa Laura, sólo para ver desde allí un río que parece el mar…

viernes, 9 de julio de 2010

Cartografías literarias: Capurganá





Hace tal vez quince años escuché este nombre por primera vez en la televisión, lo pronunciaba una actriz de telenovela; las imágenes eran hermosas: me hablaban de un paraíso rodeado de verde, verde agua y verde selva. Lo escuché de nuevo hace cuatro años, cuando me acerqué a la obra de Tomás González y su Primero estaba el mar… Imaginé muchas veces la llegada a Turbo, el abordaje de la lancha, la suciedad de las aguas, el olor a putrefacción, el calor húmedo, y luego el mar en toda su inmensidad, en toda su infinitud, en su nada y origen de todo… Entrar en el mítico Darién, atravesar la difícil zona del Urabá, la ya histórica región del banano, de la violencia, de la muerte, y luego dejarla atrás (“salvaguardada” por un numeroso ejército sentado al borde de la carretera, o sobre hamacas, entre las risas con las muchachas de la zona, los niños que corren alrededor, los jornaleros que salen de las matas de plátano), y surcar el golfo hasta ver el verde agua, el azul agua, y el verde selva…

Caminar sobre las calles empedradas, ver los caballos, los coches –ninguna moto cercana, ningún automóvil–, observar de lejos la pequeña playa, el color de la arena que ya es la del cercano Pacífico, la transparencia del agua…

En Capurganá, la gente no se reúne alrededor de la iglesia ni de la casa de gobierno; la gente del pueblo se reúne en la cancha de fútbol, junto a los bailaderos, las sillas se ponen afuera y el cuerpo baila, el brazo el extiende y el licor llega… Los paisas dicen que es difícil encontrar entre los habitantes propios del lugar, personas a quienes les guste trabajar; los nativos dicen que los paisas quieren decidir sobre un territorio que solamente les pertenece a ellos; los indígenas Kuna se ponen su uniforme de soldados y las indígenas abandonan en las calles sus blusas de molas… Como dice Abad F., esta es la otra forma de la colonización antioqueña: de las montañas hacia arriba aún se encuentran el blanco y el negro, aún miden sus fuerzas, aún intentan convivir y muchas veces lo logran; sin embargo, allí están, por todos lados, las formas de resistencia de ambos lados, las formas en las que deciden su propio camino, en las que defienden su particular manera de orientarse en el mundo. El pescado se sirve con patacón, arepa y fríjoles, la mayoría de turistas vienen de Medellín, y en las calles se venden bollos y cocadas…

A quince minutos en lancha está Panamá y en lo alto de la montaña el obelisco que marca la frontera: del lado de allá (La Miel) escaleras en asfalto; del lado de acá (Sapzurro) algunas tablas de madera y sogas sostienen el camino… Sapos, cangrejos azules y pájaros acompañan las rutas; la bahía parece una piscina gigante y yo me subo contigo a una bicicleta para dos aunque sea para cuatro…

Llegamos a un Cielo de agua dulce, una cascada que ya hemos visto en una foto que queremos mucho; tomamos varias, pero ninguna parece atraparla, así que sólo disfrutamos del agua que cae, que golpea, recoge y lleva, viaja…

Puedo quedarme quieta, frente al mar, por mucho tiempo, puedo ver en mis pies cómo sube la marea, puedo escuchar los pájaros en los árboles y la oscuridad que va llegando despacio; puedo quedarme sentada aquí escuchando los pájaros cada mañana mientras me baño, mientras no me da pereza ni frío abrir la llave, meter la cabeza y salir luego a ver el sol o la lluvia que se impone con la misma fuerza…
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Fotos por César y Paula.

miércoles, 7 de julio de 2010

La noche navegable:

A los 24 años, Juan Villoro publicó éste, su primer libro de cuentos, en Ciudad de México. La cuentística de Villoro ha llegado a mí, “con la lógica artificial de todo destino que se piensa hacia atrás”; la edición de Joaquín Mortiz (2005) llega a mis manos treinta años después de su primera publicación, como un regalo de cumpleaños… Leer hacia atrás es descubrir sin asombro, pero con absoluta empatía, la genealogía de la obra de este escritor mexicano al que tanto admiro y aprecio.

Encontré en La noche navegable los cuentos (“Huellas de caracol”, “Yambalalón y sus siete perros”, “El mariscal de campo”, “La ciudad peligrosa”) que luego harían parte de sus libros “infantiles” (sobre todo, de El libro salvaje, 2008) y que dejan ver su fascinación por el fútbol (fascinación que no comparto, pero que a veces echo de menos como se puede echar de menos aquello que no podemos disfrutar, que no nos nace disfrutar, la sed con la que otro bebe, etc., etc.); es curioso que en este libro aparezcan mezclados estos cuentos con otros más “adultos” (como pueden ser los adultos de 22 o 23 años), sobre todo, porque luego ya no volverán a aparecer así y la narrativa de Villoro tendrá que encontrar su espacio “infantil” y su espacio “adulto”. Es así como en 1985 aparece su primer libro para niños (Las golosinas secretas), luego vendría el simpatiquísimo personaje de El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica (1991) y un viaje que cambia –o ratifica–, define, un destino –como lo hacía también para mí, mi viaje de ese entonces–, y después la para mí sorprendente historia de Autopista sanguijuela (1998).
La lectura de este último libro me hizo cambiar mi forma de ver la literatura y me hizo cambiar mi visión de la docencia de la literatura; en un colegio con pocas sillas y muchos niños, niños con pocos cuadernos, pocos lápices y muchas ganas de aprender, ese libro de Villoro logró que su historia en mi voz hiciera realidad un poco del “optimismo de la voluntad”… Me fui de allí hace mucho, pero no tanto como para olvidar lo que significaba llegar con el libro de tapa roja a un salón de pizarrón verde y tiza de colores… Y aquí es necesario también nombrar a Rosero Diago, quien me enseñó que no hay diferencia entre escribir para niños o escribir para adultos… Me gustaría preguntarle a Villoro lo mismo, saber qué significa para él escribir para niños…

Gracias a mi sobrino, ahora leo más libros para niños que antes, que siempre; en mis años de niñez sólo conocía a Bambi y a los hermanos Grimm, después, mucho después, a Wilde y luego, luego, luego, a Villoro. Los libros de la biblioteca que visito con mi sobrino están al alcance de sus manitas, tienen las hojas ajadas, rotas, sucias, rayadas, reparadas con cintas de todos los tamaños; es inevitable y los bibliotecarios lo saben… Gracias a mi sobrino sé que los libros para niños son menos bambis y más mamás, papás, hermanos que nacen, colegios que atemorizan, casas que se quedan vacías, viajes que transforman… Así también los libros de Villoro; sus protagonistas son niños y sus viajes, sus aventuras los convierten en otros, los hacen más ellos mismos…

Hay una palabra que quiere escribirse: ingenuidad (de espontaneidad, de sencillez)… La siento al pensar en mi lectura de este primer libro de Villoro; sus personajes a la distancia de sí mismo, sus personajes sin esposa, sin hijos, sin profesión, sin muchos recuerdos, sus personajes estudiantes, viajeros tipo turista sin mucho dinero, pero con ganas de recorrer, de ver, de escuchar a su grupo de rock favorito, con el recuerdo de una novia lejana en la cabeza, o de una novia deseada en una muchacha apenas entrevista, o de una chica tal vez en peligro al otro lado de la acera, o de la muchacha que empieza a ser ajena en los brazos de un amigo, o la que empieza a sentirse propia y se va de los brazos de otro amigo…
Personajes con el triunfo como sueño irrevocable, concentrado en una patineta, en un balón de fútbol o en las luchas a muerte creadas al entrar en la tina. Entre pertenecer y no pertenecer se define la identidad de estos personajes, la identidad resuelta a veces en una traición, en un acto pusilánime, mezquino, la identidad cuestionada y afirmada en la distancia de un país extranjero (“Un pez fuera del agua”, “El verano y sus mosquitos”, “El cielo desnudo”, “La época anaranjada de Alejandro”), en Europa o en Estados Unidos, con una acción arriesgada, abandonando los pocos prejuicios de la juventud, o impertérrita, estoica, tanto como puede ser estoico quien aún no puede ver otra alternativa; la distancia que separa al niño del joven-adulto es la capacidad de ver triunfos, de sentir cerca la victoria, de creer en ella. El último cuento del libro (“Comando de fantasmas”) exhibe a este personaje cuyo signo de crecimiento es ver en todo siempre lo mismo y expresar su descontento con un postizo “puaj”… Allí, con ese gesto de descreimiento, de desapasionamiento, empieza Albercas, el siguiente libro de cuentos de Villoro...

Sé -quiero creer que sé-, porque yo también leí Rayuela como un libro metafísico, como un libro, el único que podía mostrarme una senda de claridad o, al menos, de ceguera merecida, que “Después de la lluvia” es la voz de Villoro buscando a Cortázar, es una declaración de rendición ante un influjo que de ninguna manera se intenta ocultar; supongo que habrá otras voces (la de Agustín, a quien aún no termino de leer, por ejemplo), pero no las conozco tanto como la de Cortázar, mi primer amor literario, ese que nunca se olvida (los otros tampoco…)… Sé también que mi cuento favorito es “La noche navegable”, que alguna vez estaré sobre Monte Albán y dejaré que oscurezca para empezar a descender, para empezar a sentir la noche como un gran mar a través del cual avanzo y veo cómo los demás se convierten en barcos… “La noche navegable” como un viaje incidental que se vuelve un punto de giro, un puerto de adioses y, como diría Cerati, de nuevos crecimientos…

El secreto de sus ojos:



Ganadora del Oscar, de factura perfecta, de casting inmejorable… ¿Por qué en 1974-1976? Escoger esta fecha le sirve al autor de la novela y al director de la película para establecer su crítica de la dictadura argentina –o al menos así lo pienso yo– a través de la creación de un personaje abominable, mezquino, contrario al amor y a la libertad de la que puede disfrutar, de la que debería disfrutar, cualquier ser humano. Benjamín (nombre a través del cual se denomina al miembro más joven de un grupo) Expósito (que significa huérfano, desamparado, abandonado) busca sin descanso al asesino de la esposa de un hombre en quien ve la representación del amor más puro, más real que haya conocido. La violenta e indigna muerte de esta mujer y el dolor de su esposo, llevan a Benjamín a apegarse a esta causa y a encontrar la propia, el sentido de su existencia… ¿Quién pudo asesinar a esta mujer joven, hermosa, feliz? Únicamente alguien que también es capaz de asesinar a alguien sólo porque es sospechoso de llevar a cabo actividades de izquierda, porque es sospechoso de ser un “rebelde”.

El secreto de sus ojos se podría leer como la venganza de la Historia argentina o como la venganza de un hombre que decidió no olvidar, no perdonar, no reanudar…

¿Y la justicia? Un edificio de demasiado colosales columnas, intimidantes en su fachada, lleno de cerros de papeles, de folios puestos como dejados a la inercia del tiempo y del ánimo de los encargados... La intuición y la obstinación pueden más que un decreto, una ley, una firma, la terquedad de un amor del que se huye, que se anhela y se teme…

Ella es hermosa, rica, inteligente, tiene un cargo superior, viene del extranjero, va a casarse con un ingeniero; él… es Expósito, alguien que se piensa a sí mismo como un tal… La estación del tren se llena de lágrimas, de tacones que corren, que se desesperan, de palabras no dichas, de besos no dados, de años de espera, de amores que no nos dejan “en la mitad del patio como después de un rayo”… Jujuy suena como un punto que queda muy lejos…

¿Alguien se acordará de Pablo? Los recuerdos tienen la forma que queremos darles; Pablo será siempre el porteño, expósito también, muy a su modo, colgado de un vaso de alcohol, en un café oscuro lleno de borrachos –como él–, dándose golpes –como él– y dándole golpes al viento, protegiendo a su amigo y olvidándose, al fin, de sí mismo…