miércoles, 18 de junio de 2008

El factor Solano: “La pesca está salá”


En el 2005, Mauricio Becerra presenta esta novela con olor a salitre, a sal que lo oxida todo. Arturo Solano carga sobre sí, como una condena, el factor Solano, una fórmula verbal fatalista que signa su existencia, que inevitablemente convertirá la búsqueda de su paraíso en un infierno.

J y Solano son dos personajes que buscan en el mar la solución a su malestar. En Primero estaba el mar (1983), Tomás González le da a J la visión del mar como un útero al que su personaje regresará como en un remoto e intemporal comienzo de la vida. La muerte como un origen, el espacio impreciso donde todo es posible de nuevo o en donde nada es necesariamente posible... En El factor Solano, Becerra le da a su personaje una imagen, un paraíso anhelado al que jamás arribará.

El lector sólo puede sentir impotencia. ¿Qué haríamos si un día nos dijeran que nos quedaremos totalmente ciegos en algunos meses? Solano decide darle la espalda a su vida tal como la conocía, decirle adiós a su trabajo como editor, a su madre como fuente de culpas hiperbolizadas; decirle sí a su hijo, un joven extrañamente desconocido, decirle sí a otra manera de grabar en su memoria las formas del mundo. Pero hay hambre, vasijas vacías, dinámicas que Solano desconoce; “la pesca está salá” y hay que conseguir algo qué comer. La miseria corrompe los rostros, empieza a corroer desde adentro y emergen las formas del resentimiento. Solano solamente espera y luego desespera...

Duele ver a un padre mintiendo a su hijo para convencerlo de que pasen algún tiempo juntos, duele ver a un hijo golpeando a su padre, duele ver a una madre pensando en la inutilidad de su vida y en la soledad de sus hijos, duele ver a una madre que, pese a esto, no renuncia a su rígida manera de sentarse a la mesa y compartir una comida con su familia que luego irá a parar a la basura. Duele ver los documentos que se extravían a la vista de todos los que hacen “justicia”. Duele ver a un hombre ciego luchando contra nada, contra la tormenta estival, contra la soledad y el olvido de quienes ya no lo visitan. Duele ver las luces apareciendo poco a poco en la ciudad que se extiende más allá de la ventana y que Solano ya no puede ver.

Lejos de casa, lejos de lo rutinariamente conocido, el deseo se alza como el territorio de toda esperanza. ¿Dónde está la voz de la certeza?, “¿qué vilezas viven debajo de nuestras buenas intenciones?”. El corazón del hombre viaja entre brumas, entre una sustancia neblinosa como la ceguera de Borges o la de Arturo Solano. Si la ceguera es otra manera de ver, ¿qué figuras dibujan el fracaso de un hombre, la pérdida de su brújula, su bitácora sin viajes posibles?

domingo, 8 de junio de 2008

Pat-agonía: Los suicidas del fin del mundo

A veces me pregunto qué habría sucedido si mi familia hubiera decidido que nos quedaríamos a vivir en Fusagasugá, en Silvania, en Quimbaya, en Chinchiná, en Buenaventura o en Arauca... Pero mi papá siguió su trasegar, pero luego llegamos a Cali y después yo llegué a Bogotá... Pasé más de un año en Armenia (una ciudad intermedia) y el tedio fue un síntoma constante, pero había Internet, algunos libros y revistas, un cuarto propio, una casa cálida y algunos viajes (pocos y a veces tristes, pero posibilidades al fin) a la “gran ciudad”... En Las Heras no hay ni siquiera esto; no hay nada. La palabra futuro es un lugar sin conjugaciones verbales posibles. Al sur, siempre más allá de Caminito, del obelisco, de la Casa Rosada, del River, del Boca, de Boedo, de Florida, de El Cacerolazo, de los chorizos, del churrasco, existe un pueblo que hace poco empezó a aparecer en el mapa argentino, un pueblo patagónico, una enfermedad agónica, un síntoma del olvido, de la indiferencia y de un desarrollo “nacional” siempre lleno de baches.

Cuando era niña, la gente a mi alrededor nombraba la Patagonia –y la Cochinchina– como un lugar demasiado lejano, el fin del mundo, un lugar infantil, mítico y amenazante que en realidad no quería que existiera, que en realidad no podía existir... En medio del desierto, de inviernos atroces y vientos interminables, cientos de hombres trabajan extrayendo petróleo, decenas de mujeres trabajan en lugares oscuros, moviendo con desgano sus cuerpos al ritmo de una cumbia, cientos de familias resuelven sus conflictos como mejor pueden o simplemente como pueden, con las soluciones que aprendieron de otros o sencillamente las que tienen más a mano...

“En la Patagonia la agresión natural del paisaje y la soledad histórica aumentan la posibilidad de malestar, generando este tipo de salidas. Esto se repite en otros pueblos con falta de arraigo, falta de calidad en las relaciones. Aparece todo lo erótico agresivo y empiezan a darse relaciones cruzadas, sin lugar a oxigenarse. En lugares grandes como Buenos Aires, una persona cambia de grupo, de lugar y renueva su historia, ensaya conductas nuevas. En esos pueblos la persona queda reverberando siempre en el mismo circuito, y encima con un alto nivel de prejuicio y de incomunicación en las familias. Cuando en una comunidad como Las Heras los suicidios aumentan de forma tan alarmante, quiere decir que algo anda mal en el sistema. Y esta urbanopatía tiene como síntoma principal la pérdida del impulso vital. Es un sistema jodido que te deja expuesto, sin posibilidad de sostén. Hay un vacío, un dolor, y no hay sentido. La gente no es de ahí, de esa tierra. Muchos vienen de otros sitios, y se habla del síndrome de la valija: la valija lista atrás de la puerta, para irse. [...] En una estructura donde están todos sostenidos muy frágilmente y en una situación social con alta desocupación, se genera silencio, frialdad, reclamo de atención a través de conductas autoagresivas muy fuertes”.

Dice Leila Guerriero que, en realidad, las respuestas a estas muertes no están entre los vivos; quizá tampoco entre los muertos. El suicidio, como tantas otras cosas, se “empeña en no tener respuestas”. Dice Leila: “Me pregunté, con cierta ira, cómo era vivir en un lugar donde la vida del otro ocupa tanto tiempo. Donde el guión de los demás se come tanta parte del propio guión”. A veces no hace falta vivir en un lugar como el desierto para estar insistentemente dentro de los guiones de los otros o para sentir el malestar o el desarraigo; en Las Heras, esta situación termina haciendo parte de tantas teorías para explicar las decenas de suicidios que se presentaron antes y después del fin del milenio. Creo que todos hemos vivido alguna vez dentro de esa pérdida del impulso vital, creo que todos tenemos formas singulares de hacer el duelo por esa pérdida, otras valijas... En un mundo donde el sentimiento de exclusión, de rechazo, signa la inserción social de todos, hace falta quien hable de los que deciden autoexcluirse, sobre todo, cuando las noticias oficiales (como en la Alemania Oriental) insisten –o desisten– en ignorarlos.

“Miráme esta belleza”:

A él lo encontré en mi adolescencia, detrás de un cuerpo, una nariz y una voz descomunal, que despertaron -y despiertan- mis más prístinas sensaciones... Gérard Depardieu ama especialmente estas palabras, según cuenta alguien muy cercano a sus vivencias:

“Todos los hombres son mentirosos, inconstantes, falsos, bastardos, hipócritas, orgullosos y cobardes, despreciables y sensuales: todas las mujeres son pérfidas, artificiosas, vanidosas, curiosas y depravadas: el mundo entero no es más que una cloaca sin fondo donde rampan las focas más informes y se revuelcan en montañas de fango; pero hay en el mundo una cosa santa y sublime, es la unión de dos de estos seres tan imperfectos y tan repugnantes. No pocas veces a uno lo engañan, lo hieren y lo hacen desdichado en el amor, pero se ama, y cuando se llega al borde de la tumba, uno se vuelve a mirar atrás y se dice: He sufrido no pocas veces, me he engañado algunas otras, pero he amado. Yo soy quien ha vencido y no un ser inventado por mi orgullo y mi aburrimiento”.

(Musset, On badine pas avec l’amour).

lunes, 2 de junio de 2008

Semblanza de una vida entregada a sí misma: Marguerite Duras

De padres franceses, Marguerite Duras (1914-1996) nace en Saigón (hoy Ho Chi Minh), Cochinchina (Indochina francesa: Vietnam del Sur-Camboya), y se traslada a París a los dieciséis años. Duras se siente separada de esa sociedad blanca a la que se refiere como “ratería colonialista”: “Éramos más vietnamitas que franceses”. De su llegada a París recuerda: “Cuando llegué a Francia había que abrazarse, preguntarse cómo andaban, todo ese circo; a mí no me salía”. Duras se siente extraña en un lugar donde habita el tipo de personas que llevó a su familia a la quiebra, que engañó a su madre con la compra de unos terrenos que el mar se iba tragando poco a poco.

De la vida familiar, Duras dice: “En una familia, cuando las relaciones son buenas, amigables, encantadoras, es porque la naturaleza fue soslayada. La vocación natural es una vocación animal, espantosa. Vivir juntos no es un destino común”; Duras expresa su negativa a ser dependiente-obediente a los condicionamientos sociales, a las instituciones sociales –en este caso, la familia–. En un primer momento, Marguerite siente “pena por haber sido tan reglamentaria, por no haber estado nunca contenta. Pena de una concesión al conformismo, pena de dejar delimitar en sí la parte donde se afila la personalidad que, poco a poco, es consolidada por la práctica de la escritura hasta hacerle recuperar su impetuosidad natural” (Duras); la manera en la puede resolver este bloqueo es lo que le permite dar una forma: escribir. Duras rechaza la nominación tradicional, “ella no quiere más que aullar su espanto” (Duras), hablar desde el dolor, desde el malestar del hombre contemporáneo (las guerras, el capitalismo salvaje, el espacio psíquico horadado), resucitar las angustias que quiere borrar el “hermoso” presente de entretenimiento televisado, pero también decir la perseverancia de sobrevivir (aunque mostrando la grieta).

En El camión, Duras escribe: “Todo lo que hay que hacer es intentar cosas, aunque estén hechas para fracasar. Aunque fracasadas, son las únicas que hacen avanzar el espíritu revolucionario”. Duras realiza estudios de Derecho y Ciencias Políticas, desarrolla actividades en la Resistencia durante la II Guerra Mundial, lucha contra la Guerra de Argelia y se adhiere al Partido Comunista en calidad de secretaria para “romper con el viejo mundo” (Duras). Marguerite es excluida del partido, y en mayo de 1968 redacta un texto político que es rechazado por el Comité de estudiantes-escritores; a lo largo de su vida sostendrá varias polémicas con feministas: “Una feminista es alguien de quien uno debe escapar. No es un buen medio si se quieren cambiar las cosas” (Duras). A pesar de las acciones que lleva a cabo para hacer avanzar “el espíritu revolucionario”, Duras se percata del reduccionismo al que la puede llevar ese tipo de acciones, lo que la conduce a expresar su desacuerdo con las feministas y su ira contra el comunismo, una práctica social que ahoga la creación literaria y artística, debido a su simplificación y a su “rigidez cadavérica” –que compara con la del freudismo–, y que, según ella, conduce a la “muerte del deseo”.


Duras quiere un izquierdismo desprovisto de discurso teórico, un espíritu revolucionario sin las trabas de los dogmas (“También existe un racismo para con los ricos”, afirma Duras), un feminismo que no se centre en las diferencias entre el hombre y la mujer: “Creo que esa energía que tienen era común a los hombres y a las mujeres antes y que fue a partir de la corrupción progresiva del hombre como ellas la perdieron. No es energía masculina ni femenina” (Duras). Duras elige la escritura: “Escribir es la mejor opción política” (Duras); la escritura es el espacio privilegiado del deseo, de la intimidad, del antimaniqueísmo. El cuerpo como espacio del deseo se convierte en la forma de Duras, aquella que permite “abrir la Ley y dejarla abierta para que algo entre y perturbe el juego habitual de la libertad. Habría que abrir también a lo impío, a lo prohibido, para que lo desconocido de las cosas entre y se muestre” (Duras). “Digo lo experimentado por todos, aunque no sepamos vivirlo”, dice Duras; lo experimentado por todos como malestar, la inadecuación del cuerpo ante esta situación. Escribir el cuerpo desde el deseo es decir su inadecuación.


La literatura de Duras es una literatura no conforme, no convencional, no buscadora del lenguaje “correcto”; la literatura de Duras no es literatura de entretenimiento, sino de silencios, de huecos, de oscuridades, de lo que hay en el espacio psíquico del sujeto que habla desde su propio duelo, desde su propia pérdida, y que la asume en su discurso, la desnuda, la des-anuda y prepara la reestructuración de la intimidad. Duras vincula en su escritura un sujeto no unitario, un sujeto “a la deriva”, “ser cuyo revés herido ella devela”. Este sujeto es expuesto en una total desnudez que no concilia con la desnudez
show, la desnudez que muestra para entretener, sino con aquella que también tiene la facultad de distanciarse de sí misma y ver sus dinámicas lejos de todo idealismo o banalización.

domingo, 1 de junio de 2008

Velada cotidianamente metafísica


La primera obra que vi del Teatro Matacandelas fue “Angelitos empantanados” (Historias para jovencitos). Todavía recuerdo esa tarde caleña, hace ya doce años: tengo una blusa blanca, una minifalda a cuadros, escocesa, tal como se usaba en esos años, y las uñas pintadas de negro... Estoy sola y veo a un compañero de clase que se acerca a saludarme con desdén, que me sonríe con ironía, que me demuestra la poca confianza que tiene en mí (y la liberación que eso significa); luego se va al primer piso del teatro Jorge Isaacs, ese edificio blanco que inició mi fascinación por el teatro, mientras yo voy al “gallinero” (o tal vez fue al contrario...); inclino mi cabeza para ver mejor y nada más existe en ese momento: las voces, la música, los colores, las sensaciones y otra fascinación nueva: Andrés Caicedo... Luego vendría Fernando Pessoa y “O marinheiro”, el afiche que aún guardo, después de una función que destrozó nuestros nervios, nuestros ojos y nuestros oídos, que estalló en llanto (interno y externo), que hizo desaparecer la noción de escenario e instaló en su lugar ningún lugar, “otraparte”. Aún hoy es imposible olvidar las voces y las luces, la atmósfera de extrañamiento que me invadió, los sonidos y las sombras que aún resuenan, retumban en mi memoria... Más tarde vino Silvia Plath, su “querer ser horizontal”, su cabeza metida dentro del horno, sus ganas de desaparecer de este mundo...; una chica “agradable”, una rubia simpática que dejó todos los platos rotos, sin lavar...

Doce años después de ansiar por primera vez ese escenario, esas luces, esa música, esa atmósfera, esa experiencia absoluta, llega Fernando González. De Fernando escuché hablar en la Univalle, cuando empecé a leer a Estanislao Zuleta, entre palos de mango y zarigüellas que me hacían salir corriendo... Fernando y Estanislao: dos hombres con un proyecto demasiado visionario para nuestra angosta sociedad des-animada... Los rostros han cambiado, son nuevos, conforman un colectivo, una manera singular de hacernos sentir “otraparte”; de nuevo son las voces, los sonidos, la música, las palabras, un texto que cobra vida, que se convierte en una experiencia, como diría la búlgara aquella, porque “todo lo que está muy bien escrito es detestable. Cada cosa debe aparecer con el vestido que tenía mientras era vivida. El vestido y la música de su mundo propio” (Fernando González). Todo esto y, además, una sensación más nueva aún: los olores, a aguardiente, a incienso, a polvo, a cigarrillo Piel Roja sin filtro; la metafísica también está en la fuerza de lo vivido...

Antioquia y el amor doloroso de los antioqueños, el amor que permite ser lúcido frente a las dinámicas de lo propio. “Velada metafísica” es un puño en la cara de los que hacen fáciles encomios del terruño, de los que reducen el “empuje” al aprovechamiento económico, y de los que angostan la búsqueda de sí mismos en sermones alejados de la vida, de lo cotidiano, en sermones que resultan ser sólo mandatos, órdenes sin sentido, temerosas de mirar de otra forma eso que vemos todos los días. Ahora es más cercano Fernando Vallejo, ahora sus improperios, sus diatribas, sus vejámenes, sus odios, tienen una historia más, un hilo más... Fernando González y Fernando Vallejo: hombres que viven plenamente en una contradicción, en una paradoja, tan humana, tan vital como la metafísica o la misma literatura.

DOG EAT DOG FILMS again


En Sicko, Moore nos vuelve a cuestionar sobre otras enfermedades contemporáneas. Esta vez, el cuerpo humano se exhibe en toda su fragilidad y quienes se autodenominaron como sus ángeles guardianes, se han convertido en empresarios... ¿Cuándo sucedió esto? Se pregunta Moore, y su respuesta sobreviene mientras cruza el mar que lo llevará a Cuba: porque estamos en una sociedad que evade el “nosotros” y se concentra en la defensa del “yo”...

Un hombre debe escoger entre cuál de sus dedos salvar, porque no puede pagar la cirugía de los dos; una mujer llora porque su empresa de salud le negó a su esposo una operación que pudo haber salvado su vida; otra llora porque en Estados Unidos los medicamentos que la mantienen con vida son casi inaccesibles, y descubre que en La Habana cuestan cinco centavos de dólar... “Es un insulto”, dice la mujer; sí, es el insulto de una sociedad para quien el bienestar de sus ciudadanos es, sobre todas las cosas, evitable, porque “una sociedad desesperanzada, temerosa, derrotista”, enferma y endeudada, es más fácil de “gobernar”, que una sociedad que no tenga miedo de salir a las calles a decir lo que piensa, que no tenga miedo de vivir en la plena búsqueda de su realización.

Cosas que no sabía, cosas que no nos cuentan: los fraudulentos negocios de Nixon con una empresa privada de salud para implantar en Estados Unidos este sistema; las jugosas tajadas que recibieron Bush y sus congresistas, gracias a la aprobación de una ley que daba infinitas ventajas a las empresas productoras de medicamentos; la “satanización” de la campaña que comenzó a hacer la esposa de Clinton para implementar un sistema de salud “universal” (para Estados Unidos)... La misma “satanización” a la que han sido sometidos muchos proyectos solidarios (que terminan siendo barquitos solitarios), por causa de los reduccionistas, de los extremistas, de los empresarios de la dignidad humana...

Esta película sería perfecta para presentar en todos los televisores de las EPS e IPS colombianas: mientras una mujer o un hombre firman una orden de rechazo para salvar la vida, la dignidad de alguien, mientras le “ahorran” dinero a su empresa, mientras ellos ascienden en el trepadero económico, los pacientes pacientes, los que esperan horas y horas a que alguien los escuche y los atienda honestamente, más allá de las pastillas para el dolor de cabeza o del estómago, llenan los formatos de sugerencias y reclamos, usan aquellos mecanismos que no sabemos usar por temor y por desesperanza; otros empezarán a soñar con irse a Gran Bretaña, Francia o Cuba, mientras la enfermedad sigue en nuestros cuerpos, expresándose en cada ilusión diaria...