domingo, 1 de junio de 2008

Velada cotidianamente metafísica


La primera obra que vi del Teatro Matacandelas fue “Angelitos empantanados” (Historias para jovencitos). Todavía recuerdo esa tarde caleña, hace ya doce años: tengo una blusa blanca, una minifalda a cuadros, escocesa, tal como se usaba en esos años, y las uñas pintadas de negro... Estoy sola y veo a un compañero de clase que se acerca a saludarme con desdén, que me sonríe con ironía, que me demuestra la poca confianza que tiene en mí (y la liberación que eso significa); luego se va al primer piso del teatro Jorge Isaacs, ese edificio blanco que inició mi fascinación por el teatro, mientras yo voy al “gallinero” (o tal vez fue al contrario...); inclino mi cabeza para ver mejor y nada más existe en ese momento: las voces, la música, los colores, las sensaciones y otra fascinación nueva: Andrés Caicedo... Luego vendría Fernando Pessoa y “O marinheiro”, el afiche que aún guardo, después de una función que destrozó nuestros nervios, nuestros ojos y nuestros oídos, que estalló en llanto (interno y externo), que hizo desaparecer la noción de escenario e instaló en su lugar ningún lugar, “otraparte”. Aún hoy es imposible olvidar las voces y las luces, la atmósfera de extrañamiento que me invadió, los sonidos y las sombras que aún resuenan, retumban en mi memoria... Más tarde vino Silvia Plath, su “querer ser horizontal”, su cabeza metida dentro del horno, sus ganas de desaparecer de este mundo...; una chica “agradable”, una rubia simpática que dejó todos los platos rotos, sin lavar...

Doce años después de ansiar por primera vez ese escenario, esas luces, esa música, esa atmósfera, esa experiencia absoluta, llega Fernando González. De Fernando escuché hablar en la Univalle, cuando empecé a leer a Estanislao Zuleta, entre palos de mango y zarigüellas que me hacían salir corriendo... Fernando y Estanislao: dos hombres con un proyecto demasiado visionario para nuestra angosta sociedad des-animada... Los rostros han cambiado, son nuevos, conforman un colectivo, una manera singular de hacernos sentir “otraparte”; de nuevo son las voces, los sonidos, la música, las palabras, un texto que cobra vida, que se convierte en una experiencia, como diría la búlgara aquella, porque “todo lo que está muy bien escrito es detestable. Cada cosa debe aparecer con el vestido que tenía mientras era vivida. El vestido y la música de su mundo propio” (Fernando González). Todo esto y, además, una sensación más nueva aún: los olores, a aguardiente, a incienso, a polvo, a cigarrillo Piel Roja sin filtro; la metafísica también está en la fuerza de lo vivido...

Antioquia y el amor doloroso de los antioqueños, el amor que permite ser lúcido frente a las dinámicas de lo propio. “Velada metafísica” es un puño en la cara de los que hacen fáciles encomios del terruño, de los que reducen el “empuje” al aprovechamiento económico, y de los que angostan la búsqueda de sí mismos en sermones alejados de la vida, de lo cotidiano, en sermones que resultan ser sólo mandatos, órdenes sin sentido, temerosas de mirar de otra forma eso que vemos todos los días. Ahora es más cercano Fernando Vallejo, ahora sus improperios, sus diatribas, sus vejámenes, sus odios, tienen una historia más, un hilo más... Fernando González y Fernando Vallejo: hombres que viven plenamente en una contradicción, en una paradoja, tan humana, tan vital como la metafísica o la misma literatura.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo la disfruté mucho, aunque claro, duele escuchar algunas cosas. Lo de los olores me encantó, lo hace sentir a uno ahí metido con los personajes, muy bonito.

También me dí cuenta de una cosa: sólo los paisas pueden hablan paisas... no traten de imitarlos, nunca lo lograrán... jajaja!!!

Un beso...