viernes, 4 de junio de 2010

El optimismo de la voluntad. Experiencias editoriales en América Latina:

Esta frase de Gramsci (“pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”) define la posición de Jorge Herralde en el mundo editorial hispanomericano. Desde 1969, Herralde, desde la ya mítica editorial Anagrama, ha sido un punto imprescindible de resistencia frente a la censura y frente a la torpeza del mercado cuando se trata de textos literarios. Es grato, muy grato, encontrar afirmaciones explícitas de Herralde en este sentido, en un momento en el que la literatura y el libro, en general, se vende y se compra como un objeto más de consumo. Dice Herralde: “La labor de un editor literario no consiste en vender productos sino en descubrir a los mejores escritores de su tiempo y editar libros de la forma más cuidada y exigente posible. Con la esperanza y la obstinación infatigables de convencer a los lectores de que también para ellos serán libros necesarios”. Y también: “Me siento impelido, quizá demasiado a menudo, a incorporar a nuestro catálogo a aquellos autores y aquellos textos que contribuyan a iluminar nuestros tiempos inciertos, a combatir aunque mínimamente las injusticias, a ampliar y profundizar el ámbito del saber. Y pienso que Anagrama quedaría mutilada sin esas aportaciones”. La ética de un catálogo necesario frente a la “ética” de un catálogo que señala sólo índices de ventas... Publicar libros necesarios para la cultura de un país, de un continente, necesarios para la pervivencia y la salud de un idioma… Herralde está lejos de la ingenuidad de publicar por publicar; este editor sabe que los libros se publican para ser leídos, para ser conocidos, y que esto depende de la relación entre el autor, el editor, el distribuidor y el librero.

En este orden de ideas, es “curioso” que, precisamente, Herralde narre en este libro los demasiados tropiezos de su relación editorial con Colombia, los cuales fueron superados, en parte, sólo hasta esta década que ya termina. Es curioso y más que ello, diciente, que esta difícil relación se dé con un país en el que las empresas editoriales más bien han sido pocas y en el que sólo en los últimos años se presenten fenómenos como la fundación de la Red de Editoriales Independientes Colombianas (REIC). El fenómeno de los grandes grupos editoriales que desplazan las editoriales nacionales o locales es un hecho de todos los países, pero también es un hecho que a la par de este “engullimiento” editorial, cultural, se den también acciones de resistencia ante el mercado que homogeniza las propuestas literarias y los lectores.

El capítulo “Colombia, con apostillas sobre Ecuador y Venezuela” habla de esa relación difícil con un país y los intentos fallidos de la distribución de los libros de Anagrama en nuestras librerías. Así comienza el capítulo: “La historia de nuestra distribución en Colombia es la más desdichada en América Latina”… Desde ahí y pasando por la debacle de Oveja Negra, las visitas a la Lerner o la Buchholz “en el centro cada vez más peligroso de Bogotá”, la decepción por la “belleza más bien maquillada” de una Cartagena de Indias, la venta de El Tiempo (que en asocio con Círculo de Lectores distribuía los libros de Anagrama) al grupo Planeta, se llega a una cierta reconciliación en el 2007 cuando Herralde fue invitado a la Feria del Libro de Bogotá. Así recuerda Herralde la Feria: “Estaba atestada de público que también seguía todos los actos: así, tanto una charla mía como luego otra de Jaume Vallcorba estuvieron muy concurridas, y seguidas ambas de un largo coloquio con los asistentes, ávidos de noticias culturales: un admirable afán de saber. (Años antes Enzensberger me había contado su sorpresa cuando participó en Medellín, en un atestado estadio de fútbol, en un festival de poesía, durante un período políticamente tan difícil como sangriento)”. Nuestro admirable afán de saber que es proporcional, tal vez, a nuestro afán de desprendernos (no sin conciencia) de nuestra historia de destrucción y desilusión. La cultura, el arte, la literatura siempre serán una opción contra la muerte, contra los discursos repetidos, contra el poder que no quiere envejecer… A los ojos de Herralde y Enzensberger seguimos teniendo algo de esa “Atenas Suramericana” que ya no por imitación, sino por necesidad, por la obligación de respirar y seguir viviendo, busca noticias culturales, busca saber, busca la literatura, la palabra que puede seguir diciendo…

En un reciente artículo (publicado en El Malpensante), Juan Villoro planteaba la posibilidad de pensar en el libro impreso como un invento de este siglo (posterior a la Internet, a los lectores de libros digitales); cuando describía las maravillas de este “invento”, todas sus ventajas frente a las tecnologías conocidas, realmente sentía todo lo novedoso que ofrece siempre este particular objeto de nuestra cultura. Herralde también ve en el libro impreso algo parecido: “Toda una serie de cambios de alcance todavía inimaginable, aunque Robert McCrum piensa (como yo) que todavía no hay que despedirse de Gutenberg y que los editores, como escribe un colega, deben publicar libros cada vez más deseables como objetos”… Entregarse al fetichismo del libro, entregarse a esa relación que no permite la pantalla del computador (así venga en tamaño de bolsillo)…

La credibilidad en un sello como Anagrama reside, creo, en estas afirmaciones de Herralde: “He dejado de publicar libros que han tenido fortuna comercial, a veces muy previsible, pero que no me parecieron adecuados para el catálogo” y esta otra: “Una petición editorial sería absurda y condenada al fracaso literario”; afirmaciones lejanas a la mentalidad de gerente de muchos editores actuales, afirmaciones que me dejan los ecos de varios nombres que buscaré en los ya reconocibles libros de Anagrama en las librerías que visito: Copi, Lemebel, Enrigue y Gutiérrez…

Salón de belleza:

No es la belleza sino la fealdad la que recorre las páginas de esta novela de Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960). En sólo 74 páginas este autor redefine lo que es una novela: el relato de una vida que se escribe sin sobresaltos… Un hombre administra un salón de belleza y tres noches por semana se viste de mujer y sale con dos amigos a esperar sobre las calles a alguien que lo recoja, lo lleve, lo acaricie, lo recueste sobre el prado, sobre el cemento, lo devuelva a su lugar sobre la acera, que no lo golpee, que no lo hiera, que no lo deje inconsciente en cualquier sitio… Los peces en los acuarios del salón de belleza son testigos de la muerte de los dos amigos y luego de la muerte de decenas de hombres que llegan a morir, sólo a morir. El salón de belleza se transforma en el Moridero: catres cubiertos con una sábana, una sopa diaria, el cambio de pañales o la ida al “excusado” (baño, lavabo, retrete, inodoro); nada más. Aquí no hay una “muerte digna”, aquí sólo está la muerte: las pieles pegadas a los huesos, la diarrea eterna, las llagas, los ganglios inflamados, los peces que pierden sus formas en un agua que ya no es vida, que ya no es origen de nada, que ya no es retorno a nada; sólo la lama, las “algas” que van cubriendo el acuario y se van tragando también la vida que allí se mueve cada vez en menor espacio…

Este hombre, solitario entre los solitarios, quien decidió irse a los 16 años a negociar su cuerpo en una ciudad del norte del país, quien aprendió rápidamente que su juventud duraba lo que el cierre de un trato, que volvió para saber que tenía “buena mano” con las clientas, que se aburrió, que iba a los baños de los japoneses sólo para despojarse de sus toallas y dejar que su cuerpo se entregara a otras manos, quien sin rastro de compasión, de bondad o de altruismo envuelve en sábanas los cuerpos que mueren en su casa para que vayan directo a una fosa común, quien sin ese mismo atisbo de compasión mira su propio cuerpo invadido… Este hombre me muestra el rostro de nuestra abyección, el rostro de una enfermedad de nuestro tiempo; en la literatura, la enfermedad es la forma en la que se muestra una cara de la fragilidad humana, el rostro de aquellos seres que no pueden vincularse del todo a un tipo de sociedad, aquellos a quienes la sociedad declara “no aptos”, “no funcionales”, un símbolo del estado del ser humano en un momento histórico determinado. La enfermedad con su rostro más crudo, muestra a un ser humano abyecto, muestra una cara del horror de nuestros días; fealdad, muerte y enfermedad como una tripleta que conjuga la incertidumbre, el miedo, la soledad y la desilusión de seres de nuestro tiempo… Desahuciados de la vida van al Moridero, y aquí es inevitable hacer la relación con El desbarrancadero de Vallejo (la de Bellatin es de 1994; la de Vallejo es del 2001): “La vida es un sida”… Fernando ve morir a su hermano sin poder hacer nada por impedirlo, pero queriendo hacer algo para impedirlo; la muerte de este hombre sólo confirma el sentimiento de Fernando acerca de que su país va directo al desbarrancadero, la vida se escurre por allí sin poder hacer más sino dar la vuelta. Salón de belleza no ayuda a morir a nadie, sólo espera la muerte lo más rápido que se pueda…