jueves, 16 de septiembre de 2010

Abraham entre bandidos:

Caminar por entre los pabellones de la Feria, ver los miles de libros exhibidos y comprar sólo cuando algo tiente mucho, cuando el deseo se transforme en necesidad… Esperaba con mucha expectativa la nueva novela de Tomás González –otro escritor que pasa de Norma a Alfaguara– y no me decepciona. Ya González había hablado de la violencia colombiana de mitad de siglo XX en La historia de Horacio, ese personaje para mí tan querido que sufría porque su vaca no paría, porque el ternero venía enredado en el cordón umbilical, porque su automóvil querido estaba siendo objeto de vejaciones en una estación de policía… Ese personaje hipersensible, enfermo del corazón de tanto sentir… Horacio pasea por su finca y la de sus hermanos, ve las naranjas caer de los árboles, ve las vacas apareándose con los toros, ve un ternero pararse sobre sus patas no sin dificultad, ve a su mujer aplicándose crema en todo su cuerpo, la ve en su vestido de flores o tomando agua de apio todas las mañanas para tener el aliento fresco… Detrás pasan los bandoleros y los descuartizadores de vacas…

En Abraham entre bandidos, los bandoleros no pasan detrás de las fincas, no se escuchan sus noticias sólo cuando se baja a la ciudad o al pueblo. En este último libro de Tomás González, los bandoleros llegan a la casa, se sientan a la mesa, comen con los dueños, toman aguardiente con ellos. En Abraham entre bandidos, el bandolero se llama Pavor y con la sutileza de todo autoritarismo incuestionable –del que sabe que su interlocutor no se atreverá a cuestionarlo so pena de despertar al “gigante egoísta” que el otro lleva dentro–, se lleva a Abraham y a su amigo Saúl a caminar con toda la tropa…

González hace en esta novela algo que ya caracteriza su prosa: construye un equilibrio perfecto –humanamente perfecto– entre el horror de la violencia y el esplendor de la vida; la muerte violenta –no natural, como sí sería morir por viejos, por enfermos, por accidente–, la causada por los sentimientos negativos de los hombres, y la vida natural, la naturaleza abierta y constante en todos sus ciclos, en su perdurabilidad, dan el tono, el ritmo a la novela. Aquí, a diferencia de su última novela: Los caballitos del diablo, la naturaleza no es exuberante, la naturaleza no se desborda. La abundancia excesiva de la fortaleza construida por el personaje –“Él”– se transforma aquí en la naturaleza que existe sin más, tranquila y continuamente, sin excesos, con la certeza de lo cíclico, de lo imperecedero.

Tal vez había que esperar cincuenta años para escribir una novela que narrara estos episodios, tal vez el horror puede hacernos más humanos –si es que eso es posible–. Aquí, a diferencia de La historia de Horacio y de Los caballitos del diablo, el personaje –nuestro héroe– no está amenazado, la muerte parece rozarle los tobillos, pero no hacerlo trastabillar. Saúl y Abraham están ahí para ser testigos de masacres, de fusilamientos, de traiciones, pero también, pero sobre todo, para seguir cuidando la vida (los pies atacados por los hongos, las ampollas, el estómago revuelto), para entender como ella sigue, como puede seguir, lejos de –a pesar de, aún con– lo abstracto de un partido político, de las ideas empacadas en colores rojo o azul, cerca sí de lo concreto, de lo vivo, en los patios de las casas, en una gallina que pone un huevo, en un niño que toca el acordeón, en una mujer que deja de querer a un hombre, en un hombre que pierde su fortuna, en una mujer que trapea el piso, que pone la olla con agua para hacer el café…

Cerezos en flor:





Es Berlín, son dos. Es Berlín, lejos de casa, lejos del pueblo donde ellos conocen a todos y todos los conocen a ellos, lejos de las pantuflas puestas en la entrada para quitarse los zapatos, para quitarse el mundo del afuera, apenas se cierra la puerta, como en Japón, como en Tokio, la ciudad de los sueños de ella. Es Berlín y parece que él va a morir y sólo ella lo sabe. Es Berlín y pasean por la ciudad, pero sus hijos están ocupados, pero para sus hijos son un estorbo, un imprevisto que no se quiere afrontar, algo que se supone ya había quedado atrás; en realidad, sólo se tienen el uno al otro. Padres e hijos son desconocidos, sólo adultos que alguna vez cruzaron sus vidas, pero que ahora no se reconocen. Uno de ellos se va a Tokio para huir de ella, para huir de los brazos tan protectores, tan cálidos, tan confortables de su madre, para hacerse independiente… La huida lo acerca a lo que ella es en lo más profundo de su ser, pero es una revelación que no acepta, que sólo puede seguir rechazando…

Ella sueña con ser una bailarina de butoh, pero a él nunca le agrada mucho la idea… Ella y lo que sueña quedan guardados en una caja con fotografías, en su kimono para estar en la cocina, en su libro como habitante de su mesa de noche, con el monte Fuji en la portada… Ella no avisa, pero se va; él no entiende, él ahora quiere cumplir los sueños de ella, quiere demostrarle ahora, sí, ahora, que estaba con ella, que su vida era ella. Él, ahora, viaja a Tokio, ahora se viste con las ropas de ella para que vea, para que sienta la ciudad a través de su cuerpo que ya no la puede sentir, de sus ojos que ya no la pueden ver; ahora, camina por la enorme ciudad; su hijo no entiende, su hijo le dice a los hermanos que es un desconocido… Él se va a buscar el monte Fuji, él baila la danza para encontrar a sus muertos, baila la danza de la reconciliación y el encuentro… Ella, la otra, danza ahora con dos teléfonos, dos líneas que la comunican con lo que la vida le ha dado y le ha quitado para acercarla más al baile de las sombras…

De Berlín a Tokio, de padres a hijos y de hijos a padres… ¿Dónde están los lazos que nos unen a ellos?, ¿dónde estamos cuando no somos hijos ni padres? Esta no es una película de nuevos comienzos, tampoco es una película de arrepentimientos. El ciclo se cierra y otra vida –no ya la de ellos– es la que ahora comienza…