sábado, 20 de diciembre de 2008

Las vírgenes suicidas: “una casa ataúd”


Hace quince años Jeffrey Eugenides publicó una novela que fue llevada al cine (1999) por Sofia Coppola. En una solitaria y monótona tarde bogotana, hace cuatro años, yo vi esa película y sus imágenes siguen rondando mi cabeza, también la música de Air, los trozos de chicle (no puedo decir goma de mascar) que aprovechaban para hablar mientras sus dueños los dejaban olvidados en algún rincón de una fiesta de colegio que ahora sé que se llama Homecoming.

Las vírgenes suicidas me recuerda (más la novela que la película) las imágenes del video de una canción de los Smashing Pumpkins: “Try, try, try”... Una canción que no he podido volver a escuchar, un video que mucho menos he podido repetir... Al principio, recuerdo las imágenes de una típica familia estadounidense frente a su casa color pastel y a su piscina color pastel y a sus dientes color blanqueamiento de sonrisa; luego, esas mismas blancas y superficiales sonrisas desfiguradas, como una figura de plastilina fundiéndose con otras... Luego las calles, tal vez de Nueva York, las agujas, el alcohol, las sobredosis, un embarazo como la figura más triste de la desesperanza...

Las vírgenes suicidas también me recuerda un documental de Michael Moore que vi hace poco: Roger y yo. La eterna Flint (Michigan), sus veinte mil desempleados de la General Motors, los desalojos, las casas abandonadas, derruidas, las inversiones en grandes y lujosos hoteles que luego deben cerrar por falta de turistas, los parques temáticos y los centros comerciales que deben cerrar por falta de visitantes, porque no pueden comprar las entradas, porque no pueden consumir; los que sí tienen trabajo y tiempo para ir a jugar golf mientras dicen: “América es el país de la libertad. Cada día es una nueva oportunidad. En lugar de seguir quejándose porque ya no tienen trabajo, podrían pensar en una idea original para tener su propia empresa”.

De los setenta a los noventa, Eugenides, Moore y los Smashing muestran esa otra cara de la sociedad estadounidense: “Lo que mi yia yia no llegó a entender jamás de este país es por qué la gente se empeña en ser constantemente feliz”. Las cinco adolescentes Lisbon se convierten en un tabú para su comunidad, en la contraparte de esa pequeña sociedad correcta y aparentemente feliz que prepara fiestas para la presentación de sus hijas en sociedad y acata obedientemente las leyes que son “para el bien de la comunidad”.

Al igual que en el libro de Guerriero (Los suicidas del fin del mundo), la narración en el libro de Eugenides (las suicidas del primer mundo) deja al lector con la sensación de que la respuesta a esas muertes no está entre los vivos... Se podrían dar muchas explicaciones: “Se habían matado por nuestros bosques moribundos, por los manatíes que mutilaban las hélices cuando se asomaban al agua para beber de las mangueras de los jardines, por montañas de neumáticos viejos más altas que las pirámides. Se habían matado por la imposibilidad de encontrar un amor que ninguno de nosotros ha encontrado jamás. Al final, la tortura que había destrozado a las hermanas Lisbon indicaba una renuncia razonada a aceptar el mundo tal como se les concedía, tan lleno de defectos”... Sin embargo, la misma narración (un narrador que se asume como una voz colectiva: la de aquellos muchachos enamorados de las hermanas Lisbon que buscan reconstruir la historia de sus vidas) es un discurso lleno de vacíos, de fuentes inciertas, de fragmentos, de suposiciones, de documentos inexistentes...

El distinguido barrio se va transformando, los padres de las Lisbon van reduciendo su mundo cada vez más; separadas del colegio, de las fiestas adolescentes, de las actividades al aire libre, de la música, del sexo opuesto, las Lisbon se van encerrando cada vez más y cada vez más desean irse... La casa Lisbon se llena de objetos podridos, inservibles, la vida se detiene en un pozo; las Lisbon van a huir...

Aquí recuerdo una frase que leí en un novela de McCullers y que tal vez resume en algún sentido lo que se siente en la adolescencia: “Tú piensas que todo acabó, pero eso sólo demuestra lo poco que sabes”. Hace algunos años, esa frase era una especie de mantra y otras veces una bofetada... La adolescencia y la grandilocuencia de los sentimientos; la adolescencia y la fuerza de su desazón, la fiereza de sus sueños y sus resistencias...

sábado, 13 de diciembre de 2008

Divertimentos de un hombre (in)fiel:

Al principio fue eso, la sensación de estar leyendo un Abad Faciolince que simplemente había tenido que cumplir con su contrato con Seix Barral y había enviado a la editorial lo primero que tenía a la mano: sus impertérritas reflexiones sobre la infidelidad y sobre nuestra doble moral frente a la verdad. Pero no, definitivamente no es así, o no es tan así.

En El amanecer de un marido, Abad Faciolince nos presenta un libro de cuentos, algunos ya habían aparecido publicados en algunas páginas de Internet (“Álbum”, “La guaca”), otros en novelas suyas (“Balada del viejo pendejo”, en Basura). Abad tiene una virtud que conozco en algunos paisas: decir verdades en forma de sátiras, con humor, creativa, escueta y a veces tan cruelmente que duele, no a la manera de Vallejo, pero sí como él mismo decía alguna vez, aunque no de sí mismo: un “odiador amable”. En El amanecer de un marido, Abad desnuda las relaciones amorosas, los celos, las infidelidades, la intimidad, los cuerpos, el amor, el sexo, con cierto consentimiento hacia las mujeres, con cierta displicencia hacia los hombres... En las primeras páginas van apareciendo memoriales de agravios, cartas de despedida, correos electrónicos que desvelan lo que nuestros sentimientos no quieren ver... La escritura como un puente que aparece cuando no se sostienen las palabras ni las miradas...

Luego va apareciendo lo otro, lo que va descubriendo nuestra hipocresía, nuestros deseos de pequeños monstruos, a veces tan necesarios para poder vivir en un país como el nuestro, para poder sacar la cabeza y seguir caminando... Recomiendo especialmente dos: “Novena” y “La señorita Antioquia”. A pesar de todo lo que se ha escrito y se sigue escribiendo sobre nuestra violencia, nuestras guerras, y a pesar de que ya se ha escrito una excelente novela sobre este tema (Los ejércitos), la narración de Abad hacía falta... Desde hace dos años me preguntaba qué seguiría para Abad después de darle forma literaria a la muerte de su padre en manos de los paramilitares, después de asumir su cargo en El Espectador. No esperaba cuentos sino una novela, pero la inocencia (y el trabajo sobre los tiempos narrativos) del narrador de “Novena” hace más dolorosa la verdad de su ficción, y la cotidianidad de “La señorita Antioquia”, hace odiar aún más a esas figuras de los narcotraficantes, con sus cadenas, sus anillos, su música, su ruido, sus armas, sus guardaespaldas, sus fincas arribistas, su hambre de tener en poco tiempo lo que jamás han tenido, su torpe hambre de demostrar a cualquiera su omnipotencia...

Divertimento y no tanto, para eso está “Mientras tanto”, como cierre del libro, como grito para no olvidar y vivir, sin embargo, “en medio de esta tierra que da lo que le siembren, flores o espinas, odio o amor, malezas o manzanas, y hasta lo que uno no siembra: vientos y tempestades”...

La otra Bolena


La imagen de unos niños jugando en medio del campo inicia y finaliza la película. La imagen de la infancia y de lo que aún no adquiere forma definida, el futuro como un todo posible e inocente...

La Historia siempre ha recordado a la segunda esposa de Enrique VIII: Ana Bolena (la primera vez que escuché ese nombre fue en una actriz de la televisión colombiana que se llama Ana Bolena Mesa...) y también la importancia que tiene para la Historia de Inglaterra el divorcio del rey y Catalina de Aragón, y su posterior matrimonio con una de las damas de honor de la reina: el paso del catolicismo al protestantismo (la Historia del poder tan asociada con la historia de la sexualidad...). Lo que no sabía –aunque ignoro demasiadas cosas de la Historia– era que Ana tuvo una hermana y un hermano, y que su familia se fue degradando poco a poco por la ambición de escalar una posición dentro de la corte: “Quien entra en la corte jamás puede volver a ser el mismo”.

Ignoro qué es real y qué hace parte de la ficción, pero la ficción de La otra reina logra unas interpretaciones admirables (Johanson, Portman), logra una historia impecablemente verosímil y absolutamente conmovedora, no en el sentido sentimental, sino en cómo todo en el espectador se conmociona, se perturba, se impresiona... Casi siempre que voy a ver una película “de época”, histórica, temo que la historia permanezca en una meseta por mucho tiempo, pero eso no sucede en La otra reina; al contrario, el espectador –yo– se mantiene todo el tiempo pendiente de la historia: dos hermanas que, sin proponérselo, se ven abocadas a distanciarse por el amor de un hombre (Enrique VIII), un hombre (Enrique VIII) lujurioso y calculador que anhela tener un hijo varón; matrimonios por conveniencia, matrimonios sin amor, hijos “bastardos” nacidos del amor, pero expulsados del sacrosanto poder de la monarquía, una madre que sufre porque sus hijos se pierden a sí mismos poco a poco, porque la mujer, en este capítulo de la Historia, puede manejar el reino desde su cama o puede perder la cabeza...

La traducción del título no es precisa, La otra reina no es lo mismo que La otra Bolena y es la otra Bolena: María Bolena, la que lleva en sus manos la historia, pero la que también sabe cuando alejarse, cuando decir no, aunque ame, aunque tenga que alejarse del hombre que ama...

Hijos varones anhelados y la Historia de Inglaterra que se definirá en manos de dos mujeres: María Tudor e Isabel I (ahora sí quiero ver Elizabeth).

domingo, 7 de diciembre de 2008

“Los cigarrillos sublimes”

No soy una fumadora muy activa; sólo sé que la cerveza sabe mejor acompañada con un cigarrillo y sabe muy bien en las noches bogotanas, sola o mientras camino y hablo con alguien... Aún así, cuando entró en vigencia la ley que prohíbe fumar en sitios públicos, recordé muchísimo un artículo publicado por la revista El Malpensante en el año 1997 (No. 4); el artículo hace parte de un libro publicado en 1993 por el ensayista norteamericano Richard Klein en donde expone sus consideraciones sobre la campaña antitabaco llevada a cabo por Estados Unidos. Aquí presento algunos apartes de ese artículo que hace diez años me pareció tan interesante aún para mí que ni siquiera sabía fumar, y que hoy me parece tan absolutamente vigente para mirar con otros ojos esta situación y para preguntarnos que hay detrás de esta decisión:

“La represión del tabaco suele garantizar su regreso bajo una forma mucho más virulenta”.

“En el momento actual, el hecho de fumar se ha convertido en una especie de obscenidad, del mismo modo que la obscenidad se ha convertido en una cuestión de salud pública”.

“La campaña antitabaco se presta al fanatismo cruel y a la indignación farisaica”.

“Fumar genera formas de satisfacción estética y estados de conciencia propios de las más irresistibles variedades de experiencia artística o religiosa”.

“Para eliminarlos basta con decir que los cigarrillos son muy perjudiciales para la salud. Pero esto nos lleva a preguntarnos: ¿se atribuye hoy a la salud tanto valor como para convertirla en el único criterio válido a la hora de definir lo que es bueno y lo que es hermoso?”.

“Lo sublime del tabaco reside precisamente en la conciencia del peligro que entraña”.

“En los países donde fumar resulta más caro se da el mayor porcentaje de mujeres fumadoras”.

“Ninguna sociedad ha conseguido vivir sin tabaco, lo que parece indicar que el hábito sobrevivirá a la actual ola de antitabaquismo o bien coexistirá con ella como ha hecho hasta el momento”.

“El culto a la salud en Estados Unidos pretende convertir la longevidad en el principal indicador de la calidad de vida. Ser un superviviente es adquirir distinción moral. Sin embargo, para otros,... el valor de la vida, en oposición al de la supervivencia, reside en los riesgos y los sacrificios que tienden a acortarla”.

“Si no les interesa estimular de manera subrepticia lo que al parecer aborrecen, su objetivo es ampliar la capacidad de vigilancia, intensificar la reglamentación y aumentar en general el control sobre la población”.

Ojalá esa ampliación de la capacidad de vigilancia y la intensificación de la reglamentación se diera en todas las esferas en las que en realidad hace más falta que esta persecución, discriminación y trato como delincuentes a los fumadores.

El nido vacío

Corre el año 2004 y estoy en Bogotá. Quiero ir a cine, hago varias llamadas, toco varias puertas, pero la respuesta es la misma: no estoy, no puedo, no tengo... En el Teatro Teusaquillo están pasando una película argentina: El abrazo partido, de Daniel Burman. Hago el último intento antes de entrar; hay un no más del otro lado del teléfono... Entro en la sala. No podría narrar completa ninguna de las escenas; sólo recuerdo la sencillez de la historia y de los espacios: un hijo que quiere saber quién es su padre, un pequeño centro comercial que en Buenos Aires se llama galería. Sólo recuerdo que salí feliz de aquel teatro y con una sensación de tristeza por todos aquellos a quienes esa película les habría gustado tanto o más que a mí... Un abrazo partido...

El nido vacío es otra película de Daniel Burman protagonizada por la amada por unos y odiada por otros muchos más: Cecilia Roth. ¿Pensamos alguna vez en cómo será la relación de nuestros padres cuando (nos hemos o) nos hayamos ido de la casa?, ¿pensamos alguna vez en cómo retomarán el hilo de sus vidas?, ¿sabemos si tal hilo existe? Para Marta (Roth), los hijos lejos significa volver a la universidad, retomar sus estudios de Sociología; para Leonardo, sus hijos lejanos significan un viaje hacia atrás, hacia la recuperación de los recuerdos... ¿Qué sucede cuando una pareja no coincide en su línea del tiempo, en su devenir? Marta va al pasado, pero sólo para continuar su presente, para “reanudar”; Leonardo va al pasado y no puede moverse: aparecen las fantasías y los actos desesperados... Marta y Leonardo pocas veces coinciden en la casa... Hay un viaje a Israel, un viaje lleno de sol y arena, agua salada, cuerpos que flotan... Marta está allí, simplemente; Leonardo quiere salirse, quiere comprender en qué momento sus hijos empezaron a borrarlo de las fotos, en qué momento sus recuerdos se convirtieron en ficciones...

El dedo índice de Mao

Juancho tiene al Gordo y el Mono tiene sus recuerdos. El Gordo tiene su ventana y Claudia tiene palabras que no se dicen...

Esta es una Medellín de la década de los setenta, esta es la historia de una generación (otra más) que intentó hacer la revolución en Colombia desde la Universidad (la de Antioquia). Esta es una Colombia: la del Frente Nacional; éstas son sus contradicciones.

El dedo índice de Mao, novela del paisa Juan Diego Mejía, es una historia de amor: la de Juancho y Claudia, la del Gordo y Juancho, y es otra historia: la historia de las ilusiones de una generación que veía en el campo la esperanza para lograr una transformación radical del país, tan radical que muchos, poco a poco, fueron enderezando cada vez más su dedo índice para señalar, para distinguir La Verdad, para separarla de las “banalidades” en las que viven los aún no iniciados en libros rojos. El dedo índice también sirve para hipnotizar mujeres ingenuas, de largas piernas, para saber cómo echar aguardiente en su cerveza, llevarlas a un apartamento y hacer una reunión a puertas cerradas: tres maoístas y una joven ávida de aprender o de “pertenecer”... La mujer de largas piernas no querrá volver a salir de su cuarto luego de la clase práctica de maoísmo...

Mi primer día en una Universidad pública, cuentan los que aún recuerdan que fue en un gran auditorio, un extraño espacio abismal, en donde algunos encapuchados nos dieron la bienvenida como primíparos; los memoriosos dicen que los encapuchados salieron desnudos del cuello hacia abajo, pero mi memoria no funciona igual porque yo tengo otro recuerdo: tengo puesta mi blusa favorita de la época, estoy sola, sentada sobre un muro de la universidad desde donde podía observar gran parte de la ciudad que se extendía allá abajo, recuerdo el sol y recuerdo la sensación que tenía ese día, esa sensación que me dio fuerzas para quedarme en esta ciudad por lo que yo pensaba que serían sólo cuatro años...

De las marchas de la Universidad sólo recuerdo una: recuerdo mi cuerpo tirado en mitad de la carrera Séptima, cerca de la Plaza de Bolívar, sin poder respirar bien, recuerdo las decenas de muchachos corriendo por encima de mí, por los lados, recuerdo a una muchacha encapuchada que, en medio de la huida, paró para ayudarme, recuerdo que me levantó y me dio leche o me untó leche –ya no recuerdo bien–, recuerdo que me dejó en el andén, a salvo de las piernas que corrían, y ella siguió su marcha, la larga marcha... Recuerdo que ninguno de mis compañeros estaba cerca, recuerdo la sensación de soledad y orfandad, recuerdo que cuando tuve más fuerzas emprendí el camino hacia atrás, hacia la 19; sé que mi rostro estaba rojo y que mi nariz y mi garganta eran más nariz y garganta que siempre, recuerdo que la gente me miraba: las mujeres de sastres oscuros, los hombres de corbata, recuerdo que tomé el colectivo, recuerdo que llegué a un cuarto y allí, en medio de la misma sensación de orfandad, decidí en silencio que mi marcha sería otra...

Juancho no quiere ser como los maoístas porque Claudia cree que todos son igualitos, que todos cerrarán la puerta con llave y la seducirán con discursos abstractos o a la fuerza; Juancho no está seguro de ser un maoísta porque su realidad es otra: Juancho unido a su hermano con “retardo mental de moderado a leve”, Juancho que no puede ir a las marchas porque su hermano lo necesita... “Sólo piensan en la Bota Militar, el Imperialismo Yanqui, el Rector Policía, el Gobierno Títere y nada de la vida real, son personas sin familia, ninguno tiene un caso de Erre Eme de Ele a Eme en su casa, con razón a Claudia todos le parecen iguales”... Hay un viaje y un libro que rondan la cabeza de Juancho, la idea de una muerte digna y de un pasaje a una libertad que apoye los sacrificios de sus amigos por la “causa”; hay un padre con sueños rotos y una hermana que crece y se va de la casa en silencio, hay siempre una ventana que separa el adentro controlable y el afuera incierto...

domingo, 16 de noviembre de 2008

"Polifarmacodependencia"


Yo tenía diez años y no me perdía Azúcar por nada del mundo. Allí la vi por primera vez... Alejandra Borrero entra en el escenario por la puerta que minutos antes todos cruzamos para ocupar nuestros asientos de espectadores buenos. Ella empuja una silla de ruedas, sube al escenario, a su cuarto de paciente, habla, habla y se pierde en sus silencios. Alejandra es un hombre y una mujer, es un ser humano. “Antes de nacer ya estaba aburrido”, nos grita el personaje... Marihuana, cocaína, formas de evadir la monotonía, la normalidad institucional; “¿no habrá otra forma de hacerlo?”, se pregunta el personaje... El cuerpo pesado, cimas y simas de sus estados de ánimo, ojos pasmados, ojos tristes, ojos-llanto, ojos irónicos, ojos juguetones, ojos fuera de sí, ojos fuera del tiempo.

Pharmakon, una obra escrita por Carlos Mayolo y dirigida por otro caleño: Sandro Romero, es un homenaje a este creador a quien la realidad no le gustaba y para quien el cine era el servicio militar de la poesía. De Mayolo tengo el recuerdo de su figura caminando por la Macarena, cerca de la Universidad Distrital, con su gabán, su paso lento, su mentón algo levantado, sus pasos seguros, desatendiendo un poco las calles por las que podía pasar un carro a toda velocidad en cualquier momento. Mayolo, claro, por Andrés Caicedo, Mayolo y Ospina a la sombra del suicida. Pero ellos continuaron la vida, siguieron creando y creyendo, lejos de la Cali de su juventud, tan metida en todo lo que hacían, lo que construían (lo que siguen construyendo). Carne de tu carne y Agarrando pueblo... El “gótico tropical” en el que tantos han querido ver sólo personajes “oscuros”, siniestros, perversiones de un latinoamericano, pero ante el que tan pocos se detienen para ver la degradación, la metáfora de la violencia y las culturas endógenas, temerosas de la mezcla, del cambio; la “pornomiseria” sacudida, destrabada, desconstruida, burlada, para mostrar su indignidad y su simplismo.

Las luces se apagan, la gente empieza a aplaudir; la obra no tiene un final preciso, la obra sigue de otra forma, en otro tiempo, en otro lugar. Algo ha cambiado en nosotros, algo se ha movido dentro de nosotros. Mi amor está a mi lado y Alejandra me ha cogido la mano, ¿qué más puedo pedir? Nuestros cuerpos están cansados; es el cansancio del personaje que también nos toca a nosotros, que ella hizo que nos tocara a nosotros. No queremos oír los murmullos de los que sólo buscan robar un poco de la “fama” de otros, no queremos el frío de los mercenarios. Yo sólo quiero verla otra vez, sus ojos, su voz y su risa, sus manos blancas y suaves, fuertes y seguras; decirle en silencio gracias, gracias por hacer lo que hace, por ser quien es, por cantar con tanto amor “usted abusó, sacó partido de mí, abusó...”...

DOG EAT DOG FILMS: The big one


En esta película de 1998, Michael Moore expone la gran contradicción de nuestro “poderoso” sistema neoliberal, capitalista acérrimo: ¿libertad de empresa?, ¿libertad de pensamiento político?
En Estados Unidos, sólo parece haber un partido que lo controla todo, un sistema empresarial que lo controla todo: The Big One. Para Moore, ése debería ser el nombre de Estados Unidos (¿qué pensará hoy?).


Moore recorre cincuenta ciudades de su país para promocionar el libro que una editorial muy reconocida se atreve a publicar con mucho, mucho éxito. Las ciudades son muy parecidas a la Springfield de Los Simpson, la Flint que tanto le duele a Moore: ciudades “intermedias”, pequeñas ciudades que dependen de los pocos centros industriales o empresariales que abren allí sus puertas. Algo hace entrar en un constante estado de sospecha a Moore: ¿por qué entre mayores son las ganancias de la empresa, más despidos hacen? El presidente nunca da la cara, sus asesores nunca están autorizados para hablar; otros aceptan con cinismo descarado que son las reglas del mercado, la forma de ser más “competitivos” (¿para eso la educación forma por “competencias”?).


Hay empleados a quienes les tienen prohibido ver a Moore, asistir a sus charlas; les dicen que “los están protegiendo”... En secreto, ellos se reúnen, crean sindicatos, exigen sus derechos, trabajan por su dignidad, por calidad humana (aunque sea una redundancia), se dan cuenta de que todos están en la misma situación...


Casi al final, Moore vuelve a intentarlo; el presidente de Nike ha accedido a verlo. Moore lleva dos pasajes de avión para Indonesia; le propone al presidente que vayan a visitar sus fábricas en las que muchachos de catorce años arman zapatillas por menos de un dólar la hora. El presidente dice que no tiene tiempo... Moore intenta convencerlo de que en Estados Unidos hay mucha gente dispuesta a trabajar haciendo zapatillas; el presidente dice que en realidad los estadounidenses no quieren trabajar haciendo zapatillas... Moore le propone una carrera de atletismo, un pulso; si el presidente gana, Moore no se quitará jamás unas zapatillas Nike, si pierde, tendrá que abrir fábricas de Nike en Estados Unidos, en Flint, Michigan; el presidente no acepta... Moore le propone hacer una donación para las escuelas de Flint; por fin, el presidente acepta... No sólo Nike busca la manera de encontrar mano de obra barata (indignamente barata); otras empresas hacen acuerdos con las cárceles para que los presos atiendan sus líneas telefónicas y las solicitudes o reservas de sus clientes...


Lo que más admiro en Moore es su firme creencia (sustentada en la acción) en que el estado del mundo no es algo petrificado, no es una roca que una gota de agua no pueda empezar a cambiar... Las paupérrimas condiciones de trabajo incineran poco a poco el bienestar que todos merecemos, vuelven aún más abismal la relación entre vida personal, familia y creación (que es lo que debería ser siempre un trabajo), menoscaban poco a poco aquello que día a día nos mantiene vivos...


De ciudad a ciudad, en autos o en aviones, se siente esa vida estadounidense que las películas hollywoodenses poco muestran. Country, sonidos sureños, olor a smog, colores grises, música surf sin mar cerca, asfalto, desempleados, pero, al mismo tiempo, una cotidianidad, una atmósfera que nos acerca y que es lo que más recordaré de esta película.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Los falsificadores


Esta es una película sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre un campo de concentración. Un judío cuyo único interés en la vida es cómo conseguir dinero; su respuesta es clara: haciéndolo. Hay un epígrafe en Plata quemada, de R. Piglia, que siempre recuerdo (también a Arlt): “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”. Robar no es ningún delito comparado con el delito que representa tener un banco. Hacer dinero es la mejor manera de contrarrestar ese sistema vampiro de los bancos. Hay otra película que vi en televisión sobre tres mujeres que trabajaban como aseadoras en un banco y eran las encargadas de destruir los billetes que salían de circulación por su deterioro, ¿quién podría dudar de ellas? Ignoro el nombre de la película porque llegué justo cuando comenzaba el desenlace, pero las mujeres acumularon mucho dinero y cuando fueron descubiertas, ese mismo dinero les sirvió para pagar un abogado que demostrara la falta de pruebas para inculparlas. Las mujeres, precavidas como casi siempre, habían dejado unos cuantos fajos de billetes muy bien escondidos dentro de un barril en un bar. Allí se reúnen y celebran, claro, algunos meses después. ¿Dónde está el delito? En que una aseadora no puede ser tan inteligente... En que una aseadora no podría compararse con el fundador de un banco.

En Los falsificadores, un alemán traiciona a un judío y lo encarcela por sus excelentes falsificaciones de pasaportes. En el campo de concentración, el judío sirve a la causa alemana, menoscabando el sistema financiero inglés y estadounidense, para salvar su vida. El judío consigue diseñar la mejor falsificación de letras de cambio inglesas; los alemanes logran infiltrar esos documentos falsos en la banca inglesa. El próximo paso es el dólar, pero la guerra está por terminar y Alemania está arruinada... Ignoraba cuán importante fue este aspecto económico dentro de la Segunda Guerra y cómo fue tan decisivo para la finalización de la misma.

¿Cómo saber hasta cuándo resistir?, ¿qué hacer cuando un hombre de botas negras orina sobre nuestra cabeza?, ¿qué hacer cuando ese mismo hombre asesina a un chico débil? El judío salva la vida de sus compañeros falsificando documentos; algunos de ellos lo odian porque es un “vendido”, una “putica judía”; ¿cómo distinguir cuándo es eficiente gritar, huir?, ¿cómo distinguir cuándo es eficiente dar un paso al frente? El judío pasa las noches en vela, en su escritorio, pensando cómo diseñar el dólar, un dólar falso perfecto; el judío baila solo un tango, escucha en su cabeza un tango, recuerda un cuerpo de mujer, pone un tango en el tocadiscos y algún judío lejano renace por tres minutos.

Caramelo


Los colores cálidos, la luz de oriente, el desierto cercano, el mediterráneo tan deseado...
Los detalles femeninos que a veces algunas mujeres despreciamos sin detenernos a observar la enorme fuerza que hay en ellos, la tenacidad con la que sostienen el universo... Los accesorios femeninos: los anillos, las pulseras, los aretes, los collares, el maquillaje, la depilación, el pastel, la “virginidad”, el matrimonio, los globos de colores, el esmalte, las flores, los vestidos, los cantos, hablar, hablar, hablar... Y tal vez ningún hombre jamás entenderá la importancia que puede llegar a tener para una mujer un nuevo corte de pelo, un vestido nuevo...
Beirut tan lejos, pero su calor tan cercano... El mundo se sostiene en la fragilidad de los detalles; las mujeres que cosen una media rota, el ruedo de un pantalón, aquellos capaces de detenerse un momento en el ojo de una aguja, en la forma de un bigote.
Nuestras “pequeñas resistencias”... La valentía de un “no” dicho a tiempo y claramente para evitar ser atrapados, para evitar morir en vida. Admiro eso sobre cualquier otra cosa que pueda existir en este mundo...
Caramel, una película de miradas femeninas, un hombre ausente, sin rostro, un hombre como tantos, un hombre “pescador”, un hombre-teléfono, un hombre-claxon, un hombre triangulado, un hombre que deja la responsabilidad de decidir a los demás, a las mujeres... Un hombre cualquiera, uno como tantos otros que todavía no merecen un rostro... Otro que simplemente se va y se lleva los años, la piel de una mujer, ¿cómo fabricarse otra? Pero otro hombre, uno que usa pantalones cortos sólo para ver de nuevo a su dama... Pero otro hombre, una presencia sutil, una sonrisa honesta, vitalidad que no se impone, vitalidad que es, hombre en universos femeninos, hombre que escucha y observa, bello hombre, que no sabe bailar y que baila...
Un sí que no puedo entender aún, un sacrificio que no comprendo y que es bello y triste, sin embargo... Tomarte de la mano para recoger papelitos en medio de la calle... La soledad como resignación, mártires que se eligen a sí mismos...

domingo, 2 de noviembre de 2008

La sombra del caminante de Ciro Guerra (tres años después)


El cuerpo y sus huellas: una bala incrustada en el cerebro, una pierna que falta.

El país y sus mentiras: “Deme diez mil pesos para hacerle los exámenes médicos y nosotros lo estamos llamando para decirle qué trabajo hay disponible para usted” (esa mentira también me la dijeron a mí, poco tiempo después de llegar a esta ciudad, y yo, incauta, caí y di no diez sino veinticinco mil)...

El país y sus absurdos: permiso para trabajar, permiso para vivir...

La ciudad y a lo que aún no me acostumbro: los “gamines”, los “raponeros”, los indigentes, los limosneros que exigen y ya no piden, la agresividad, la violencia, la injusticia, las ofensas, la intimidación, la fuerza de un arma empuñada con odio, el arrebato de lo poco y lo mucho, el desconocimiento del otro, la rabia de lo que no se tiene, pero sobre todo, de lo que no se sabe cómo conseguir, la humillación y el miedo, el bóxer, el bazuco, la marihuana y no sé qué otras más; quedarse ahí, no poder salir, y también mi rabia, mi indignación porque no quiero dar bajo ninguna presión...

El país y sus caras: “Lo difícil no es entender que una víctima puede no ser monolíticamente un santo, sino entender que un dictador puede no ser monolíticamente un hijo de puta” (Leila Guerriero).

En La sombra del caminante todo es austero, la fuerza frágil y constante de los que han decidido que no necesitan: una estera, una fogata, una planta, una silla, unas gafas, un cofre y un secreto; eso es todo y es mucho. Aquí, el antiguo motivo del asesino que trata de huir de su pasado se hace presente; también la imposibilidad de huir de lo que uno fue. La solidaridad sin nombres, la amistad sin palabras y sin explicaciones, sin pedir cuentas ni demostraciones en efectivo. Una figurita de origami contra el viento...

En el país de las reparaciones, las víctimas donan su perdón sólo a quien es capaz de aceptar su responsabilidad, sólo a quien puede llevar la verdad consigo y desbloquear el pasado.

La silla en la espalda del hombre nos hace sentir culpables; a él no hace más que recordarle su culpa y es su tesoro, su dignidad. No hay "química" posible para el olvido de lo que está incrustado en lo más hondo de nuestra Historia. Blanco y negro, música sutil y perentoria es esta película de Ciro Guerra.

Otro muy esperado: Calamaro en Bogotá (21-10-08)


Son los noventa y voy en un taxi con mi mamá, mi papá y mi hermano. Es domingo y llueve sobre la ciudad; venimos de estar en piscina, de comer chuleta de cerdo apanada, como en ese entonces eran los domingos familiares en Cali. Pasamos por la Sexta, por un Dunkin Donuts; pedimos donuts de arequipe y sigue lloviendo... Antes de llegar a la casa, escucho una canción en la radio: suena algo flamenca, suena algo rock, la voz suena ronca, aguardientosa, sensual y llena de energía; no sé quiénes son ni cómo se llama la canción, pero aunque ya todos se han bajado del carro y han buscado sus cuartos para descansar, yo sigo metida en el taxi hasta que finaliza la canción... Mucho tiempo después, sé que eran Los Rodríguez y desde ese día sé que la voz de Calamaro me acompaña...

Después de casi quince años de esperar este concierto, veo a Calamaro a muchos metros de mí, pero, como siempre, su voz lo abarca todo y el Simón Bolívar se sigue impregnando de sonidos del sur, de buenos aires... “Sin documentos”, “Los aviones” y “La espuma de las orillas” las más esperadas; los tangos lo más sentido, sin que yo me diera cuenta: “Es inmoral sentirse mal por haber querido tanto / debería estar prohibido haber vivido y no haber amado”... “Estadio azteca”. Mujeres que van y vienen en las imágenes del fondo, un corazón que “ya no tiene espinas clavadas” y que con una sola jugada esquiva un chiste flojo...

En alguna ocasión, hace años, en un programa de televisión entrevistaban a un músico peruano de quien no recuerdo el nombre, pero sí las palabras que pronunció: contaba que Calamaro estaba lejos de la ciudad, deliberadamente aislado en una casa perdida entre las montañas, componiendo, pensando... Y algo más que dijo que no he podido olvidar: “No le voy a dar consejos a los que quieren hacer música, porque si en realidad desean hacerlo, lo harán así nadie les dé nunca una palabra de apoyo”...

“Destinitos fatales”


Andrés Caicedo llegó a mí en la Cali de los noventa como una idea robada. Me veo de nuevo agazapada entre un grupo de personas a quienes no presto atención, tratando de atrapar la dirección, el día y la hora de una función de teatro: Angelitos empantanados. Hago la fila bajo un sol soportable, un sol de las cinco de la tarde en el centro de la ciudad; sé que no entiendo nada, sé que es la primera vez que voy a teatro, sé que todo es extraño y solitario y, sin embargo, todo, a partir de allí, adquiere un nuevo significado... Veo a mi madre preocupada por oírme hablar de un hombre que se suicidó a los veinticinco años; nos vuelvo a ver a las dos en un bus urbano, oyendo hablar a dos señoras de las pastillas de Seconal que Andrés decidió ingerir después de terminar su novela y, ahora, sé también que después de escribir dos cartas: una a un amigo crítico de cine, otra para su amor, su amor que acababa de dejarlo...

El cuento de mi vida es un libro que a mis dieciséis años nunca esperé encontrar y que siempre esperé en ese momento; ahora la sensación es distinta, una tristeza inmensa... Tal vez si lo hubiera leído en los noventa me hubiera hecho mucho daño, tal vez... Ahora produce un dolor, la verdad sobre las cegueras humanas, que pueden ser muchas... Es sabido que lo que más debe importar para un lector es la obra y no su autor, pero yo jamás he estado de acuerdo con este axioma. En la adolescencia estuve rodeada de gigantes y su presencia nunca me molestó; al contrario: su presencia fue siempre una manera de mirar más allá. Caicedo fue uno de estos gigantes que hoy, con la lectura de este libro se hace humano, demasiado humano, demasiado cercano, demasiado visceral, vulnerable, pero también queda la imagen de un hombre lúcido, de un creador.

¿Qué hacer cuando nuestros héroes, nuestros gigantes, aparecen débiles, humanos, imperfectos, incoherentes, desintegrados, inciertos?, ¿qué hacer cuando se parecen tanto a nosotros y no queremos ser como nosotros? Más allá de su soledad, de su imposibilidad para consumir drogas, pero también para abstenerse de ellas, más allá de su lucha entre la inercia y la actividad frenética, más allá de su miedo al fracaso y de la lúcida visión de su obra como algo necesario para esa (esta) generación, más allá de su cuerpo frágil, de su sexualidad incierta, de su Patricia que ya se va, que ya se queda, más allá de su miedo, de sus fantasmas, más allá de su autodestrucción, más allá de su madre amorosa, de su padre silencioso, más allá de sus amigos no tan amigos, de su trabajo agotador como publicista, más allá de su necesidad de una caricia y también allí mismo, está su escritura, vida renovada, poso del que tantos hemos bebido, consumido, para salir un poco menos limpios, pero más cerca de lo que pocos aceptan como propio...

lunes, 6 de octubre de 2008

Un cover de Soda...


La entrañable intimidad de lo conocido, de lo reconocido
las fotos escondidas para que los niños no las vean
una piedra
una gorra
un corazón
un cuerpo, diferentes reacciones ante otra desnudez
pasos torpes envueltos en la misma camisa de cuadros
la pintura de Renoir
la pintura de Renoir
“cuando miro a través del vaso”
la invisibilidad de un grito
bailar en la punta de los pies
sin ruido
triste y largamente
“hasta desvariar”
las mismas imágenes en sueños
tratando de alcanzar la punta de una nube
pocos gestos
pocas letras
“toda esa gente dice que te ama
toda esa gente dice que te odia
y te vas dividiendo”
¿hacia dónde correr?
“es como ser ameba”
es como ser la oreja invisible de un planeta
“y te vas repitiendo”
“y te vas repitiendo”.

Otra mujer:




Creo que tengo catorce años y voy a un salón de belleza; él-ella se llama F. y me encanta, me siento como Lol V. la noche del baile, en El arrebato de Lol V. Stein, de Duras. Miro las fotografías colgadas en las paredes: Madonna se repite en todas sus formas, en todas sus metamorfosis, en todos sus renacimientos. F. me habla de ella, pero yo sólo veo a F. A F. se le ve un buen bulto entre las piernas, ajustado por los jeanes, y dos medianas protuberancias en el pecho, resaltadas por un discreto, pero sensual escote. F. tiene ojos claros, gracias a sus lentes de contacto, y también hay fotografías suyas junto a las de Madonna; todo el tiempo hay videos de ella en los televisores altos, y su música, a un volumen discreto, se oye mientras cierro los ojos y F. masajea mi cabeza y pasa las tijeras y el cepillo por mi pelo...


Cada vez que entro en un salón de belleza recuerdo a F. y el nombre del lugar en el que podía verlo (Madonna). Por mucho tiempo Madonna siempre fue F., como antes había sido un video con un negro hermoso incluido que parecía no gustarle a nadie, después fue un libro que nunca vi, luego un video que escandalizó a mi familia y que a mí me parecía muy, muy, muy sensual, después el baile, el movimiento de sus manos, siempre el baile, desde entonces el baile... Sin sus tacones...


Después de tanto tiempo, Madonna hace una nueva aparición en el espacio que habito gracias a una gira: The Confessions Tour, y a alguien con el oído en el corazón, en los ojos y en las manos... De nuevo voy detrás de los acontecimientos, porque ahora esta mujer anda promocionando su actual reinvención: Nueva York y su música de suburbios, Madonna y su interpretación de la música “urbana” (Hard Candy). Madonna y su propósito de no repetirse, no porque el mercado lo imponga (aunque también), sino porque la creatividad es su forma de no dormirse sobre los días... The Confessions Tour es música, es una voz, es baile, es moda, es sensualidad, es un espectáculo perfecto, es sensaciones, es un sentimiento honesto, es fuerza, es rabia, es indignación, es ironía, es comunicación, es lenguaje que se renueva y que dice de otra forma, que despetrifica el cuerpo y el cerebro, que desbloquea las piernas y la sonrisa.


Admiro en esta mujer su capacidad de estar (más que de “mantenerse”), admiro sus movimientos, sus pasos, tan elocuentes como sus palabras... El agudo y preciso Fresán escribió un artículo en el que dice mejor que yo lo que me permite descubrir, comprender esta mujer: “Y las víctimas somos, siempre nosotros: las personas que jamás podrán creer tanto en sí mismas porque siempre nos dijeron que eso era peligroso, que no estaba bien, que te vas a caer si subís tanto... Algunas cosas que dijo y que merecen recordarse: Soy fuerte, ambiciosa y sé exactamente lo que quiero. Si eso me convierte en una puta, bueno, de acuerdo... Hay gente que me odia por el simple motivo de que yo tengo una opinión sobre las cosas... Yo fui violada y no se puede frivolizar con eso. Fue una experiencia muy educativa... ¿Quién soy realmente? La respuesta es: yo soy todas las Madonnas y no soy ninguna...”. No como una forma fácil de la vanidad o el egotismo o la soberbia, tampoco del resentimiento, sino de quien tiene los ojos abiertos y el corazón atento...

Carta abierta


Ahora que la universidad es un discurso que también empieza a caer, que está cada vez más amenazado ya no solo por las universidades de garaje, sino por los colegios grandes que se creen universidades, por las universidades que aún defienden la época de la Regeneración, por las universidades que cada vez más son empresas y los maestros sus empleados, y los estudiantes sus clientes... Ahora que la universidad se mueve al ritmo de la acreditación, de la “alta calidad”, de los créditos y demás discursos abstractos.... Ahora que mi inconsciente me juega una tramposa partida, vuelvo a algo que escribí hace cuatro años y que hoy es tan vigente como entonces...:

En toda relación vertical hay violentación de las partes en algún momento, la cual sólo cesa cuando las apariencias se develan y se logra establecer reglas claras de juego y ya sé que en cuanto a educación, las reglas son demasiado claras y si alguna de las partes no las acepta o las desconoce, quien tenga mayor poder sacará provecho de la situación. Creer ingenuamente que sólo basta mi saber para ser docente es un enorme error; creer que sólo basta la pasión por el saber, por mi saber, es un error mucho mayor. Los que así pensamos olvidamos que lo que se hace en este trabajo es educar: relacionarnos con otras personas que esperan mínimamente que les ayudemos a descubrir algo que no han visto o que no comprenden.

La sobreexposición aparece cuando el docente no sale de sí mismo, cuando se encierra en su saber y es feliz allí –y no hay culpa en esto– y por más que lo intente, no disfruta de manera grandilocuente de esas relaciones con los más jóvenes. Esta sobreexposición se convierte en un arma de doble filo, pues mientras el maestro se interesa por tratar de explicar aquello que sólo le interesa explicarse a sí mismo, quienes lo observan leen en él mucho más que esto: leen sus contradicciones, sus dudas internas y no les es posible comprender la importancia que ese saber tiene ya para él y que al fin de cuentas, resulta ser él mismo. El maestro sobreexpuesto es un ser compaginado con lo que sabe, con lo que desea saber; hay en él una correspondencia entre su ser y su conocimiento, pues esa es su manera de conocer aquello que lo rodea, de estar en el mundo; en esto reside su dignidad, pero no su saber hacer (cada vez me gusta menos esta expresión).

En la nueva concepción de mundo que surge de la sociedad contemporánea, tiende a desaparecer aquel ser que se ha dedicado voluptuosamente a la investigación, a la lectura, a los libros, a un mundo generalmente solitario y silencioso –pero no por eso menos febril que cualquier otro–, que contrasta con lo que la sociedad termina de alguna u otra forma por exigir. Si se exhibe este mundo es casi siempre por la vía del afecto, del diálogo, de las palabras que no buscan de-mostrar, sino compartir la alegría, la emoción, el entusiasmo que brinda comprender, ir ligando esos pequeños fragmentos que conforman nuestro mundo o nuestra visión de mundo, entrar subrepticiamente en la vida de esos personajes literarios o históricos que nos muestran variaciones del ego y de la felicidad (y cuando no sea así será mejor no leer más).

Hay espacios en los que esto puede ser posible (inclusive espacios académicos), espacios donde la persona no siente el deber de jugar un papel en el que siempre deba ganar o de lo contrario perderá credibilidad y control sobre las situaciones. Se trata solamente de encontrar –también funciona la palabra construir, si así se prefiere– un lugar en el que siempre se pueda jugar a ser otro (alterar nuestros límites conocidos) sin necesidad de mentir.

Nadie puede evitar la vida, sus distracciones y silencios, sus molestias y placeres, ni siquiera el ermitaño, pero nuestra vida no se mide por cuántas cosas nos pasan, ni cuántos obstáculos hemos superado para demostrar nuestra eficiencia y valor ante las nuevas circunstancias, sino por la profundidad o indiferencia con la que vivimos aquello que nos sucede –incluida la ficción que puede haber en este acto–.

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Foto por Jhonny.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Barquito de letras II


La lectura, la que siempre se mantiene en pie, me ha dado otro regalo para “el monstruo de mi curiosidad”:

“Casi siempre me gusta lo que traigo en brazos. Lo que traigo en los brazos es, casi siempre, algo profundamente vivo”. Ese “bicho difícil” es el borrador de toda escritura y yo diría que de cualquier cosa que hagamos... A veces temo que ese bicho se muera en mis brazos y por eso me levanto asustada en medio de la noche, como en las mejores y peores novelas... Leila Guerriero habla de lo que hace ella: “preguntar como quien no sabe, esperar como quien tiene tiempo y estar allí como quien no está”. La tercera es mi favorita.

“Que creen que ser cruel es lo mismo que ser inteligente”.

“Lo difícil no es entender que una víctima puede no ser monolíticamente un santo, sino entender que un dictador puede no ser monolíticamente un hijo de puta”.

“Aplico la misma ética que aplico en las cosas de la vida y que me deja en una orilla no necesariamente buena –en absoluto angelical- pero sí opuesta a la de los pusilánimes, los cobardes, los ingenuos, los corruptos, los crédulos y los delatores”. Pronunciar estas palabras cada mañana, cuando aún no sale el sol, cuando se respira profundo y se piensa por un segundo en por qué hacemos lo que hacemos, por qué vamos a desnudarnos y a meternos en la ducha. Pronunciar estas palabras y pedir, por favor, que el camino se despeje de la niebla, de la obligación, de los crueles, de los santos, de los mártires y de los hijos de puta.
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Foto por Paula.

Barquito de letras I


Un poema que me hubiera gustado escribir:

“Resulta
que ya nada es igual, nada es lo mismo,
que algo se ha muerto aquí
sin llanto,
sin sepulcro,
sin remedio,
que otro aire se respira ahora en el alma,
patio oloroso a humo donde cuelgan
tantos locos afectos de otros días.
Tendría que decir
que ha llovido ceniza tanto tiempo
que ha tiznado por siempre las magnolias,
pero es pueril la imagen y me aburro.
Me aburro dócilmente, blandamente,
como cuando era niña y me tiraba
a ver pasar las nubes,
y la vida
era larga como una carrilera.
Ahora el tren da la vuelta y unos rostros
borrosos me saludan desde lejos:
yo amé a aquel hombre que va hablando solo.
Aquel otro me amó y no sé su nombre.
La tarde se silencia y todos parten.
Soy yo la que hace tiempo ya se ha ido”.

P. Bonnett.