domingo, 29 de julio de 2012

Un método peligroso:




De Freud a Jung y Spielrein se encuentra lo que el ser humano no puede explicar a través de la tradicional estructura triangular de la psique o de la dicotomía insalvable entre el instinto de vida y el de muerte.  David Cronenberg elige como protagonista de su película a Jung y muestra no sólo la transformación de las ideas de este científico sobre el psicoanálisis, sino también su transformación como individuo.  Podemos decir mil veces no y la vida siempre distinta, siempre cambiante, nos demuestra que, tal vez, que seguramente, sí.  Jung se lleva a sí mismo más allá de sí mismo y descubre que el no tiene demasiados matices, que el amor tiene demasiados matices: puede ser los cimientos de una casa, el perfume en el aire o aquello que nos descubre un aspecto desconocido y anhelado de nosotros mismos.

Quienes rechazan la psicología no conocen a Jung; quienes rechazan el psicoanálisis sin detenerse a pensar, creen que éste se resume en Freud y su teoría sexual.  Jung demostró que el hombre es más que sexo, más que complejos cuyo fin último es explicarse y regodearse en sí mismos; Spielrein demostró que la sexualidad no es sólo anhelo de vida.  Con Jung, se trata de la renovación del ser humano, de una apuesta por no conformarse con la herida, sino por llevar al individuo hacia la imagen que quiere de sí mismo, hacia sus más altas posibilidades; con Spielrein, se trata de liberar al ser humano.

Resulta extraño ver escenas de masoquismo ambientadas en espacios centroeuropeos de las primeras décadas del siglo XX, sin prendas de cueros ni látigos, sino con corsés, faldas largas y pantalones de tirantes.  Resulta extraño oír las conversaciones de dos hombres sobre sus sueños, sobre su vida íntima, con una seriedad y atención que pocas veces le dan en la contemporaneidad, en la cotidianidad.  Resulta extraño ver a un Freud preocupado por perder su autoridad sobre su discípulo y resulta admirable la resolución de Jung cuando decide romper sus relaciones con su maestro.  Arriesgar, decir no, decir adiós, cuando es necesario, cuando la vida íntima, la vida creativa dependen de una acción de valentía...

Sigo pensando que mienten quienes piensan que entre un creador y su obra no hay mayor relación: el artista y el científico leen con más atención su vida que cualquier otro (a menos que la compulsividad de su mente los lleve a ser sordos frente a los signos) y esa lectura orienta sus búsquedas, sus preguntas y los resultados.  Jung decía que las casualidades no existían; yo le creo.  Tal vez porque sea más divertido estar atento a los signos que presenta cada día y construir con ellos el relato de mi vida o tal vez porque veo que de no ser por eso todo cae en el sinsentido de los hechos transparentes.

Nunca una película fue más sincera en los diálogos creados, más arriesgada en la verdad dicha por sus personajes.  Ojalá en la vida real pudiéramos hablar así, con la misma certidumbre de ser escuchados por otro, de ser entendidos por otro.

Un cáncer carcomió a Freud y una bala fusiló la vida judía de Spielrein; Jung veía el apocalipsis de las dos guerras mundiales en el sueño de un mar de sangre que recorría a Europa...

Me acabo de enterar que hay otra película acerca de la relación entre Spielrein y Jung: Almas al desnudo...

lunes, 16 de julio de 2012

"Mapas para perderse"

Bilbao
Barcelona
Barcelona
Berlín
Berlín
Postdam


Cartografías cinematográficas o el cielo sobre Postdam:



Caminamos por paisajes de ensueño, de cuento de hadas, de intrigas, celos, chismes, de conspiraciones, de poder; caminamos por los jardines de palacios, por los caminos que recorrió a  aristocracia en un ya doblemente lejano siglo XVIII.  Paisajes que hice míos en las películas que he visto, en las novelas que más me gustan del siglo XIX y XVIII, en los cuentos que escribí cuando tuve catorce años…  Paisajes de Postdam que ahora son parte de su Universidad.

Me quedo sola en la ciudad y me atrevo a salir a caminar.  Entro al supermercado, compro algunas cosas, busco donde almorzar; uso señas, chapuceo el inglés y logro tener un plato en mi mesa; tomo mi maleta, desciendo al metro, siento el calor de sus túneles, el viento del tren que ya se acerca; cuento las estaciones y miro mi mapa, escucho las voces de los que van a mi lado, del que entra a pedir alguna ayuda por motivos que, obvio, no entiendo.  Siento y ya empiezo a recordar para el futuro los motivos que me trajeron a Berlín y la salchicha y las papas más caras (pero también las papas más ricas) que me he comido en la vida.

Cartografías cinematográficas o “el cielo sobre Berlín”:



Es verano y hay nubes grises, muchas.  Es verano y llueve, llueve, llueve.  Es verano y lo único familiar es el clima que se parece al bogotano; de repente, por un rato, por un tiempo, vemos el sol.  Caminamos mucho, caminamos y observamos, oímos, siento, demasiado…  Se cruzan Goodbye Lenin, Los educadores, La vida de los otros y Wenders.  Otra ciudad tan cercana al agua: el Spree y el muro.

Podría hablar de lugares emblemáticos: la Puerta de Brandemburgo, la Isla de los Museos, la Torre de Televisión, el monumento a las víctimas del holocausto, el Ángel de la Victoria; de ellos me interesa su historia, la memoria que guardan para el porvenir de lo humano, me interesaba verlos y ser consciente de esa memoria, me interesa recordar también que, mientras tomamos fotos, las rumanas se acercan a preguntar si hablamos inglés y si podemos darles alguna ayuda, me interesa recordar el Barrio Alternativo y sus minimercados administrados por turcos, las mujeres con su pelo cubierto por telas negras.
 
Tomarse una foto frente a lo que queda del muro tal vez sea lo menos recomendable, porque no es un trofeo –y, sin embargo, lo hice–, pero caminar entre sus paredes, entre el recuerdo de los conejos que se reprodujeron crecientemente entre ellas, entre la conciencia de la sangre de los que intentaron cruzar y no pudieron, entre el recuerdo de las lágrimas que muchos derramaron tras ausencias involuntarias, era necesario para mí, para  recordar que eso cambió una historia que también me afectó a mí, al país donde crecí, a la Universidad donde estudié, a los amigos que tuve y a la forma en la que ahora leo el mundo.

El ángel se alza tras la famosa puerta y me acerco a él desde atrás, por una amplia avenida llena de árboles, por en medio de un enorme parque que no puedo dejar de ver en mis recuerdos…  El ángel de mis diecisiete años en una sala de cine; imposible no pensar en los ángeles que nos observan, imposible no querer llorar…

Cartografías cinematográficas: España II


Bilbao
Cádiz
Tarragona

Viajo por ciudades que guardan estrecha relación con el agua: una “ría” (mezcla de agua dulce y salada) en Bilbao, el Atlántico en Cádiz, el Mediterráneo en Barcelona. Es verano y la gente en España sabe que estarán rodeados de turistas, que los atrae su sol y sus 40ºC;  en la noche, en Cádiz,  el viento es frío y yo me cubro con una manta, mientras los turistas europeos ni se inmutan ante él; el agua del Atlántico es fría y, sin embargo, todos desean “jugar” con las olas.

Tengo el sabor de la comida de mar, el sabor de las tapas y de las tostadas, la incomodidad del pan duro en el paladar, el sabor del vino tinto a todas horas; tengo los colores del sol sobre las calles estrechas de Cádiz, los colores de las sombras sobre las muchas plazas de la ciudad, tengo el color del mar al atardecer, tengo la presencia de los “moros” por toda la ciudad y del Imperio Romano; tengo el sonido de las voces de los africanos que pasan por la playa ofreciendo decenas de objetos diminutos y nada más que ornamentales.  Tengo las imágenes de una Barcelona llena de turistas y con calles que, según me dicen, se parecen a las de Buenos Aires; tengo las bicicletas que recorren la ciudad en sus múltiples rutas.  Tengo las horas que pasé en un tren siempre tan soñado, tan anhelado; tengo la imagen de latinoamericanos, africanos y asiáticos buscando sobrevivir en la ciudad mitificada por Gaudí y por los escritores en lengua castellana.

No la España de Cervantes ni la de Vila-Matas, no la de Calderón de la Barca ni la de Javier Marías, no la de Rosa Montero o la de Ray Loriga, sino la de Almodóvar y la de Alex de la Iglesia, la de Julio Medem.  Resulta que pasa lo mismo que con el exotismo latinoamericano, resulta que lo que parece exagerado y caricaturizado en las películas, resulta cotidiano en la realidad –apenas presentida–; sólo hay que ir a una peña flamenca en uno de los rincones de la ciudad menos accesibles a los turistas, sólo hay que sentarse en un café-bar a las 11 a.m., sólo hay que escuchar hablar a la gente, sólo hay que observar la forma en la que se mueven los cuerpos en la playa, para darse cuenta de cuán diferentes somos, pero también qué cercanos.

A veces, me sentí como la hija bastarda, como la hija de la que un padre no quiso hacerse cargo; parece tonto decirlo a estas alturas de la historia, pero creo que para cualquier latinoamericano la relación resulta inevitable… A veces –más, en realidad–, en cambio, me sentí como la hija que, por fin, conoce a su padre para constatar que tiene sus mismas cejas, pero, sobre todo, para asumir que es un ser distinto, uno que puede aceptar las carencias de su padre y seguir su camino. Parece tonto, parece inevitable, parece importante; lo es.

El molino de viento lo encontré en Postdam…


Cartografías cinematográficas: España I



Bilbao


Cádiz



Barcelona


Tarragona

Visitar un país o una ciudad no por sus monumentos, no por su arquitectura o sus enormes edificios, no por sus sitios de rumba o sus grandes discotecas, no por los tantísimos museos, no por las fotos junto a esos monumentos de la historia, del recuerdo –pero también por esto–; visitarla por las tantas veces que he imaginado mi vida entre esas calles y las personas que las recorren, que las habitan, por las tantas veces que me he imaginado recorriéndolas, mirando a la gente, escuchando sus voces, observando sus movimientos, por las tantas veces que sus imágenes, salidas de películas o de libros, han invadido mis imaginarios recuerdos, mi futuro pasado…  Por las veces que el amor me ha llevado a querer estar allí…

Me gustaría decir que no tuve miedo, que no estaba nerviosa por atravesar el océano, por volar diez horas sobre el mar, por llegar a otro país, por aterrizar en un lugar que no conocía, por hacer cuentas en una moneda diferente, por enfrentarme a otra cultura, por conocer a esa especie de padre tan esquivo que es España; me gustaría decirlo, pero no fue así.  Tuve miedo, pero el miedo siempre se puede convertir en aprendizaje…

Primero, adelantar el reloj siete horas; segundo, vivir la maravilla de ver el sol a las 7, a las 8, a las 9 y hasta las 10 p.m.; tercero, estar atenta a las indicaciones de las pantallas, a las señales que están por todas partes; cuarto, aprender a guiarse por los mapas del metro y de la misma ciudad; quinto, tener paciencia cuando las personas, en perfecto español, me contestan, ante mis dudas, que no hablan español o cuando son indiferentes y displicentes ante ellas, pero no ante las de los ingleses, alemanes o franceses…

España tan distinta en el norte, en sus bordes, en su centro y en el sur.  Escucho y leo indicaciones en euskera, en catalán y en español; veo y escucho a un colombiano cada diez cuadras en Bilbao; me baño en el Atlántico rodeada de madrileños, gaditanos, alemanes, argentinos, australianos e ingleses;camino por la orilla del Mediterráneo mientras un pez nada alrededor mío y decenas de hombres y mujeres desnudos se tienden al sol con un libro en la mano o entre sus piernas, o charlan animosamente con el agua del mar hasta la canilla y un cigarrillo entre sus dedos; le doy vueltas a La Sagrada Familia entre chinos, japoneses, coreanos (supongo, porque no los diferencio aún), franceses, argentinos, mexicanos, peruanos, brasileros, colombianos, alemanes, ingleses y un largo etcétera; le doy vueltas, pero no siento nada y, en cambio, me quedo mirando largo rato los avisos de huelga en un hospital cercano a Las Ramblas que exigen un servicio de salud digno o los avisos pegados en la pared de un “locutorio” ofreciendo habitaciones o compartir un piso, en una caligrafía que advierte que prefieren que sean latinoamericanos quienes soliciten en arriendo los espacios…
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Fotos por Paula.

Arrecife, de Juan Villoro:


No, no es un divertimento, como dice Fresán; tampoco es un thriller, aunque Fresán lo llame “existencial”.  No importa, es lo de menos, y mi lectura tampoco es definitiva; además, me gustó mucho –como siempre– la forma como Fresán escribió la presentación de esta nueva novela de Juan Villoro.  Arrecife resulta ser una crítica muy fuerte al sistema de tráfico de drogas entre Estados Unidos y México y una continuación de uno de los temas insistentes de Villoro en sus ensayos y obras literarias: la crítica al ideologema de Latinoamérica como parque temático.

Un ex drogadicto (que ha perdido casi todos sus recuerdos y a la mujer que amaba y que lo amaba) se recupera en un hotel ubicado en una de las costas de México, gracias a la ayuda de un amigo con quien, años atrás, tuvo una banda de rock: Los Extraditables (sí, Villoro hace explícita la referencia a la historia más reciente de Colombia).  El protagonista se dedica a hacer la música que armoniza la atmósfera de descanso y tranquilidad que el gerente busca darles a los turistas extranjeros. 

“Gringos” y europeos buscan experiencias extremas en un país tropical, buscan simulaciones de secuestros, de ataques guerrilleros; el hotel provee los actores y los guiones, y los huéspedes obtienen lo que buscan.  Los descendientes de los mayas que trabajan en el hotel creen que sus antepasados provenían de los extraterrestres y ahora nada tienen que ver con ellos, así que ahora se resignan a limpiar la mugre de los turistas a cambio de tener algo que comer, algo con qué pagar las cuentas.  El hotel, como tantos otros lugares de Latinoamérica, le brinda a los turistas extranjeros la mejor versión de lo que ellos  ayudaron a destruir en otros lugares o a construir como vacío vital: “Conocía las fantasías de los civilizados: después de siglos de arrojar carbón, pedían a los países pobres que conservaran playas vírgenes para que ellos pudieran vacacionar” (61), “el tercer mundo existe para salvar del aburrimiento a los europeos” (63).

Hay un cadáver, hay un seguro por cobrar, hay cuentas por saldar con los narcotraficantes, hay un amigo que está a punto de morir y un arrecife humano que aún no es destruido por el falso “turismo ecológico”.  Sin embargo, debo confesar que ese “arrecife” construido por Villoro para “resolver” el conflicto novelesco me resulta, por muchos momentos, una salida “facilista”, si se tiene en cuenta la caracterización del personaje.  No es inverosímil cambiar la vida de un día para otro, no es inverosímil que alguien nos guste “demasiado pronto”, no lo es tampoco sentirse cercano a un niño que apenas se ha visto; no es inverosímil, pero sí facilista para la trama, aunque quizá lo menos fácil que tenga que hacer un hombre a quien le faltan recuerdos sea despertarse al lado de quienes no quieren recordar o les resulte ajeno hacerlo, y comenzar el futuro pasado juntos.



Si esto es lo que buscan los turistas europeos en Latinoamérica, me pregunto qué es lo que esperan encontrar los turistas latinoamericanos en Europa…