miércoles, 29 de junio de 2011

Mujeres al Borde:



Hoy cierra la octava versión del Festival Internacional de Cortometrajes y Escuelas de Cine El Espejo. Una de las funciones era la presentación de los documentales y videoclips realizados por Claudia Corredor y Ana Lucía Ramírez durante esta última década: “Memorias de niñas raras”, “¿A qué juega Barby?, “Instrucciones para perder la vergüenza”, “¡Qué violencia tan macha!”, “El cuerpo primer territorio de paz”. El cuerpo, mi cuerpo… Aquí “el cine es más que crispetas” y estos documentales “no hacen cine por el cine mismo, sino cine con o por una causa”… Eso decía el presentador; clasificar el cine, clasificar el cuerpo, mi cuerpo…



Eran las 5 de la tarde y yo hacía fila frente a la Cinemateca Distrital junto a uno que otro anciano, uno que otro señor, algunos realizadores y decenas de muchachos, de universitarios, estudiantes –la mayoría– de Cine y Comunicación Social; ahí estaban, claro, las parejas de mujeres (no vi de hombres), algunas con sus pintas que llamaban la atención sobre la afirmación de una identidad femenina no convencional y otras queriendo decirle a todos los que estaban cerca que esa otra mujer a su lado era su pareja.


Hacía mucho tiempo, varios años ya, que no iba a la Cinemateca; el centro se me ha convertido en un lugar de paso, cuando hace algún tiempo era el lugar que demarcaba mi mapa bogotano. Eso sumado a los rostros ahora tan extraños, los de los muchachos de los que ahora me separa una década completa, me hacían sentir a mí misma extraña. Todos en pareja o en grupos –excepto los ancianos y los señores– y yo sola –como los ancianos y los señores– entrando en esa sala en la que ya había visto muchas películas, pero de las que ahora sólo recuerdo la última: Plata quemada.


No es nuevo que sintamos que el tiempo pasa, que ya no somos los mismos, que los cambios (de gustos, de lugares, de vestuario, de peinado, de personas cercanas, de pensamientos, de rutinas, de palabras) advienen a veces sin avisar y a veces llamándolos con un grito. El centro cada vez más lejano para mí (me quedan las librerías, una vieja casona del siglo XIX, un café y el restaurante de una biblioteca), las caras de los adolescentes cada vez más lejanas de la mía y la búsqueda de una definición sexual que le interesaba más a los que me rodeaban que a mí misma.


Pienso en que yo también fui una “niña rara” que le gustaba jugar fútbol, porque me gustaba chocarme y rozar el cuerpo de un niño de ojos verdes; también fui una “niña rara” que no le gustaba la ropa apretada, sino las camisetas y las camisas anchas, y los jeanes anchos, hasta que alguien me enseñó que mi cuerpo también era bello; fui una niña rara que no distinguía entre hombres y mujeres, sino entre personas, que anhelaba afecto más que cualquier otra cosa sobre la tierra. Las “niñas raras” de los documentales: niños “intersexuales” (primera vez que escucho esa palabra) que se sienten más cómodos en vestidos de niñas; niñas que le piden matrimonio a su mejor amiga… Mi sobrino de tres años dándole un beso a su primo y luego intentando darle un beso a su tía y ella, pacata, esquivándolo con una mezquina mejilla porque le han enseñado que uno sólo le da besos a su pareja –adulta–. Él, entonces, también un “niño raro”. Todos “niños raros” en un mundo de adultos que pretenden ser hombres o mujeres, bisexuales o transexuales, heterosexuales u homosexuales. Quienes no se acojan a una de estas etiquetas-identidades serán mirados con rareza, con peligro de exclusión de la manada, con enjuiciamientos de todo tipo.


La sociedad cada vez más andrógina, LGBT, la marcha por el Orgullo Gay, el mes de la diversidad sexual… Barby dejando de pensar en Kent, los niños más tolerantes que los seguros e identificados adultos, las fotos y los titulares rojos de El Espacio mirados de soslayo por la calle, el cuerpo en blanco y negro: ni mujer ni hombre, sólo cuerpo, mi cuerpo.


¿A quién le otorgo poder sobre mi cuerpo? ¿A la mano que lo recorre y que me recuerda sus formas, sus bellas formas; a los ojos que lo miran y nunca lo tocan; a los cuerpos que miro y nunca toco; a las palabras que dicen cómo debería ser; a mi debilidad por las formas, las texturas y los colores; a las formas de otras mujeres que comparo con las mías; a las voces que dicen cómo debería comportarse, de quién debería dejar tocarse y de quién no; a las voces que le temen a la incertidumbre de no saber cómo clasificar lo que miro, lo que toco, lo que amo y lo que no; a las voces que dicen con quién debo compartir mi cama y mi casa cada noche, que dicen cuándo debo ser madre y cuándo no?… “El sexo está entre las piernas y el género en las orejas”…


viernes, 10 de junio de 2011

Blue Valentine:



Sí es una historia de amor, aunque aquí no haya happy end. Primeros planos y PPP para contar una historia con una cámara que sigue a sus dos personajes, sobre todo, a ella, a Cindy, la que toma decisiones, la que puede dejar, empezar y terminar cuando cree que ya es suficiente. Diálogos escuetos, poco maquillaje, silencios y una música que no es de fondo…


Dos personajes y dos momentos de sus vidas separados por apenas cinco años de diferencia. ¿Cuánto puede durar el amor?, ¿cómo nos damos cuenta de que la decisión que tomamos ya no funciona?, ¿cómo llegamos a aceptar que ya no funciona? El amor y el matrimonio no son para siempre, pero los hijos sí; padres ausentes que no eligieron estar lejos, la paternidad tan difusa y la maternidad que siempre parece incuestionable; la terca obsesión de no repetir la historia de nuestros padres, la terca búsqueda de estar enamorados…


Ella amó; él, Dean, todavía ama. Él decidió estar ahí cuando ella más lo necesitó; ella lo eligió y creció. Él siguió siendo el mismo; ella cambió. Él sólo quiere pintar paredes, cargar muebles, para regresar temprano a casa, para verla a ella, para besarla, para oler su cuerpo, para jugar con Frank, para decirle que la ama con locura, para tocar su guitarra… Ella quiere poner orden en la casa, bañarse, cerrar sus brazos, cerrar su cuerpo, irse a la cama, salir temprano para ponerse sus zapatos blancos, su uniforme claro, para creer que lo hace bien, que puede hacerlo, que es más que su cuerpo…


Los cuerpos se juntan cuando es invierno, se juntan para calmar el frío. Luego, a veces, las cobijas estorban y, a veces, también el cuerpo del otro…