miércoles, 10 de diciembre de 2014

Magia a la luz de la luna:




Es Woody Allen. Después de Blue Jasmine, viene un divertimento: una historia de amor que termina bien, una historia en la que el amor es la magia, lo irracional, que reconfigura el mundo.

Allen escoge ambientar su película a finales de la década de 1920 y juntar los discursos en boga del espiritismo y del psicoanálisis para volver sobre uno de sus temas favoritos: la (in)existencia de la vida más allá de la muerte, la (in)existencia de una realidad metafísica que le dé un sentido trascendente a nuestras vidas, la (im)posibilidad de controlar todo a través de la racionalidad.

En este contexto, los prejuicios cientificistas de Stanley (inglés) son cuestionados por el singular talento de Sophie (estadounidense). El escéptico que practica la magia (en la que en el fondo quisiera creer) como una manera de ofrecer lo inexplicable a la gente, pero absolutamente controlado por él mismo y por la soberbia de tener un conocimiento que a los demás les falta –o que, quizá, no les interesa–; la muchacha sin muchos recursos económicos que perfecciona su talento para que ella y su madre tengan una mejor vida. Las parejas “ideales” no funcionan; sólo las reales y esas, casi siempre, son inexplicables para los testigos.


La satisfacción del espectador ante un guión inteligente, ante una historia “sencilla”, con varios estereotipos -y desarrollada en el sur de Francia, en pleno verano-, pero que lo reconforta frente a la que es, tal vez, la única creencia de Allen: el amor, siempre a punto de terminar, siempre a punto de empezar; una variable de la poligamia que cambia la simultaneidad por la continuidad, una monogamia siempre efímera.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

La sal de la tierra





“Todos tienen que conocer estas imágenes para que sepan lo terrible que es la especie humana”. S.S.

No sabía quién era Sebastiao Salgado hasta hoy; desconocía el trabajo de este fotógrafo brasilero hasta hoy y se ha quedado en mi memoria, gracias al documental sobre él realizado por Wim Wenders.

De profesión economista, Salgado descubre su vocación por la fotografía, gracias a una cámara que compra su esposa; con ese artefacto viaja a África y luego a Latinoamérica y descubre que lo que desea es retratar a la gente, poner de manifiesto lo profundo de su cultura y también toda la injusticia social: los alimentos que no llegan a los que más tienen hambre, la riqueza en manos de tan pocos, las guerras que generan migraciones, genocidios, pobreza y que sólo benefician económicamente a unos cuantos. Salgado ve, retrata, detalla, acompaña, siente, el exterminio del hombre por otros hombres, la explotación del hombre por otros hombres, la extenuación de la tierra por la mano del hombre. Entonces, Salgado cae enfermo del alma; una infección lo carcome por dentro: la desesperanza. Ya no quiere ver más, ya no desea mostrar más.

¿Qué hace un fotógrafo cuando ya no siente más deseos de mirar, de obturar, de capturar, de revelar?, ¿qué hace un ser humano cuando todo lo que ve a su alrededor es infertilidad? Sembrar y, en este caso, no un jardín sino una selva, volver a nutrir la tierra erosionada hasta que de ella vuelva a brotar vida. ¿Y después de eso? Tornar su mirada hacia los orígenes, “escribir con la luz” una “carta de amor para el planeta”, por la posibilidad de que esa mitad que hemos destruido pueda volver a nutrirse y a regalarnos, de nuevo, la vida.

¿Cómo contar la vida de un fotógrafo? Fácil: a través de sus fotografías, a través de cada aprendizaje con ellas. Me emociono y desfallezco ante cada imagen, ante cada palabra. ¿Quién más podrá dejar un próspero trabajo para dedicar su vida a una vocación?, ¿quién con sus manos ayudará a reforestar una selva entera? Hay esperanza para un planeta en el que aún siguen existiendo seres que se atreven a seguir una vocación o, por lo menos, una intuición; seres que se dedican a “repoblar” el planeta con árboles.


Hay una película que ya no veré, después de haber visto este documental: Interstellar; no puedo confiar en una película cuyo slogan es: “El fin de la tierra no será el fin de la raza humana” (tal vez soy muy exagerada)… Recuerdo versos de un poema muy conocido de Kavafis (un poema que viene a mí cada vez que me dan ganas de quejarme de “mi” ciudad o de “mi” país): “No hallarás otra tierra ni otro mar […] / La vida que aquí perdiste / la has destruido en toda la tierra”, en todo el universo. No confío en la soberbia de ese slogan, no confío en una “raza” que piensa en “conquistar” otros planetas, pero no sabe cómo reconstruir lo que ha destruido. Esa misma destrucción la llevará donde quiera que vaya(mos), si antes no se detiene (nos detenemos, me detengo) a sembrar, a ver crecer…  

jueves, 23 de octubre de 2014

Relatos salvajes





“Esto es una bomba de tiempo, nena. Lo mismo que nos une hoy nos desintegra” (G.C.).

Uno de los slogans de la película es: “Ya no más poner la otra mejilla”. Eso me atraía muchísimo, porque nunca me ha gustado eso de poner la otra mejilla, de ser ingenuos o sinvergüenzas, como dice alguien. Otro alguien me decía que había salido con una felicidad irracional después de ver la película de D. Szifrón y pensé que a mí me pasaría lo mismo y que podríamos compartir esa felicidad, pero no.

El argumento se encarga de contar cortas historias unidas por una misma motivación: el descontrol emocional. Desde pequeños nos han enseñado que debemos controlar nuestras emociones, que no debemos darle rienda suelta al llanto, al amor, a la pasión, al dolor, a la risa o a la ira, pero los personajes de todas estas microhistorias echan por la borda esta convención y estallan.

Todos hemos pasado por sus situaciones: todos hemos sido vapuleados, traicionados, criticados, usados, manipulados, humillados, insultados, calumniados, injuriados, en algún momento de nuestras vidas, y el tono de comedia negra viene de allí –y el gran éxito de público que ha tenido la película, tal vez provenga también de allí; y de la buena narración, actuación y producción, claro–, pero mientras la mayor parte del público se reía de las situaciones, de las reacciones y del desencadenamiento de lo inevitable, yo me agarraba a mi asiento, como si estuviera en una película de terror.

Estamos cansados. Cada vez cuesta más sobreponerse a los “afanes” de cada día: a los que vemos por allí y nos persiguen con su ánimo de destruir cualquier atisbo de belleza que vean a su alrededor, a los que se dedican a adueñarse de todo el dinero que pueden, a los que siempre están compitiendo, a los que son tan negligentes y cínicos como se los permiten las instituciones para las que trabajan. La frustración acumulada es una bomba de tiempo… “Una chispa de más y así es como el incendio empieza”… ¿Somos niños que no hemos aprendido el autocontrol?, ¿somos enfermos mentales en potencia?, ¿somos adultos que debemos aprender a no guardar las apariencias, a no “aguantar”?

Ahora entiendo la risa incontrolada de mi amigo, la felicidad inenarrable: hay una liberación, una catarsis, en cada golpe, en cada grito, en cada rastro de sangre, en cada estallido. Pero también hay una risa nerviosa: la racionalidad derrotada, la humanidad “salvaje”... Y yo también me alegré con la sangre corriendo por las largas piernas en minifalda, por la risa del funcionario interrumpida por el estallido… Admiro las acciones milimétricamente calculadas para desatar la ira…
“Estaba en llamas cuando me acosté”…

¿”Sacate el diablo de tu corazón”?... 

jueves, 21 de agosto de 2014

Lunchbox




Ya sabemos que la industria cinematográfica india es poderosa y funciona bien en su mezcla entre cultura popular y clichés cinematográficos hollywoodenses. Lunchbox obedece a esa mezcla sin la espectacularidad de ¿Quieres ser millonario? Ni el fastidio –perdón por los indios– de ver-escuchar las coreografías y cantos al mejor estilo exotista de Bollybood. Lunchbox es una comedia-drama que transmite el caos de Bombay (el tráfico, los autobuses y trenes a reventar, las enormes distancias) y se concentra en las vidas de dos seres demasiado comunes: el oficinista viudo a punto de retirarse, tan huraño como el hueco que ha dejado su esposa, y el ama de casa deprimida por la falta de atención de su marido y la inexistencia de sentido en su vida.

Un ya famoso (pero desconocido hasta ahora para mí) sistema de repartición de almuerzos caseros para los cientos de miles de oficinistas que no pueden desplazarse hasta sus casas al medio día se convierte en el motivo que une a estos dos seres. Las posibilidades de que los repartidores se equivoquen con las direcciones de entrega son de una entre 6 millones (leo ahora), y gracias a este mínimo margen de error tenemos una historia para ver.

Ella se esmera en prepararle a su esposo las mejores recetas, pero sus platos no le llegan. Él se conforma con la comida de un restaurante cercano, pero empieza a percibir que los platos mejoran inexplicablemente. El detalle final son las cartas, la correspondencia que se inicia entre estos dos seres y que me hace a mí esta película entrañable. Además de mi debilidad por las cartas, por la comunicación epistolar, son estas cartas las que le dan a la película un tono que la aleja de los demasiados clichés del cine más comercial y de la árida cotidianidad; las cartas revelan eso que estos dos seres no tienen a quien más contar y que demuestran cómo cada uno de nosotros ve cosas distintas y hace particular nuestra propia existencia a través de esa visión.


Podría ser una comedia romántica, pero afortunadamente no alcanza a serlo; podría ser un drama, pero –menos mal– tampoco lo es. Algo o mucho cambia en nosotros en cada contacto con otro ser humano, el más distante o el más cercano. Ella tomará una decisión que todos aprobamos y él aprenderá lo fácil que es sonreírle a un niño. 

domingo, 10 de agosto de 2014

El gran hotel Budapest




Una civilización en vías de desaparecer, un botones que huye de la guerra en su país y que llega a otro en donde otra está a punto de empezar, una mujer inmensamente rica a quien sólo un conserje le inspira amor, una pintura incomprensiblemente invaluable, un escritor perfectamente curioso, un hijo dispuesto a todo para quedarse con una herencia, una muchacha que lee en un parque, un escritor que recuerda el joven escritor que fue... Un país "inventado" de Europa del este, una guerra "inventada" de la década de 1930, un hotel donde muchas mujeres asisten para pasar sus últimos y únicos mejores días... Todo esto mezclado y contado en menos de dos horas sin el menor dramatismo. Entré pensando en una película con una trama detectivesca-policíaca -porque me niego a ver otra película más sobre la II Guerra Mundial- y salgo hablando de otra película de la II Guerra, inspirada en la obra de Stefan Zweig.

Gustave encarna lo mejor de esa civilización que la guerra amenaza con desaparecer; es el perfecto caballero europeo que mantiene su compostura, diplomacia y sentido de la estética aún en los peores momentos: un período en la cárcel, una fuga por las cloacas, una discusión que no lleva a ninguna parte, un arma a punto de disparar. ¿Cómo no ser arribista en un medio que brinda tan pocas y difíciles posibilidades para mejorar de condición social?, ¿se puede llamar arribista a quien de modo brillante se hace indispensable y tiene la capacidad de prever las necesidades de otros?, ¿querer mejorar el modo de vida es arribismo?

Por momentos cercana a la poesía del expresionismo alemán; por otros, a las mejores escenas de Los locos Adams (dice C. y tiene razón) o del cine mudo de principios de siglo XX. El gran hotel Budapest es (como diría una buena reseña de crítica cultural) inteligente y divertida. Una comedia que cuenta tragedias, una comedia policíaca, una trama justa con todos sus personajes y un casting insuperable. El poder no siempre está detrás de la fuerza, de la imposición y del dinero; también está inserto en aquellos hilos que tejen sus redes de solidaridad entre silencios y llamadas telefónicas, entre toallas secas y baños calientes, aunque, muchas veces, nada puedan hacer ante un disparo o la bota que destruye rostros. 

jueves, 3 de julio de 2014

Caño Cristales, La Macarena, Meta II




Lo que veo son cientos de familias que se han organizado para proporcionar hoteles, cocineros, conductores de lanchas y de carros, y guías a los turistas que, por esta época acudimos en masa para tratar de apropiarnos de algo que años atrás parecía más un mito. Al final, me digo que el Caño es de ellos y yo sólo puedo obedecer todas las recomendaciones-órdenes que nos dan para mantenerlo tal como lo encontramos; yo soy la turista y ellos los que permanecen, los que han visto morir y nacer a muchos en un solo día. Me gusta su dignidad, me gusta lo que algunos llamaríamos su reciedumbre, me gusta su manera de tratar al turista como visitante, pero no como cliente; me gusta su cordialidad distante, indiferente; me gusta la manera de ver sus tareas como un deber asumido con responsabilidad y profesionalismo, y no como un servicio.

Sobre el Río Guayabero asoman las pirañas del Ejército Nacional y, entre la vegetación, a veces reconocemos el camuflado de un uniforme de soldado. Ellos caminan por el pueblo y nos miran a los ojos; trato de imaginar lo que sus ojos han visto y, más aún, lo que quisieran ver.

En la mesa, hablamos de películas animadas, de extraterrestres, de lugares conocidos y por conocer. Me gusta esta manera de estar; me gusta la forma en la que nos relacionamos con otros turistas con quienes debemos volar, caminar y comer por 4 días; me gusta cómo nos encontramos en las cosas más sencillas, más cotidianas, cómo nos despedimos en silencio de quienes quizá no volveremos a ver nunca y de quienes quedará un ojo, una pierna, una mano, una espalda, un trasero, un perfil, en alguna que otra fotografía, y el recuerdo del grito ahogado cuando la avioneta atravesaba una nube demasiado gris, mientras yo dormitaba al ritmo del motor.


Caño Cristales, La Macarena, Meta I




Parece una obviedad –y más aún, una ingenuidad–, pero Colombia no es un país ni una nación, sino muchos países, muchas naciones, y a pesar de toda la historia transcurrida, aún sigue siendo dos realidades: una urbana y otra rural.

Llegar a La Macarena es darse de frente con esta otra Colombia: la Colombia que no cree en los diálogos de paz, la Colombia que ante la vista gorda y el abandono directo del Estado tiene las huellas de las carreteras construidas por las FARC sobre sus tierras, la misma carretera que usamos para llegar al hermoso Caño Cristales, a falta de otras vías, las mismas FARC a las que tuvieron que hacer frente los macarenenses para poner a funcionar su proyecto turístico, las mismas FARC que todavía rondan diciendo que no son ellos los convocados a La Habana; la Colombia que cree en el proyecto de “seguridad” de Uribe; la Colombia que no le cree una sola palabra a Santos.

Yo me siento cada vez más irrespetuosa, ingenua y, sobre todo, soberbia, cada vez que recuerdo las ocasiones en que he hablado sobre la “situación del país” con los amigos o publicado algo en mi Facebook sobre “la realidad de Colombia”; siento que este territorio que sobrevolamos en la avioneta más pequeña que han conocido mis sentidos, expuesta al vaivén del viento y las nubes, es tan ajeno como cualquier otro país extranjero, que mi realidad es tan limitada, tan estrecha, que sólo puedo callarme, observar y admirar la entereza con la que estos cientos de personas han logrado concretar este lugar como destino turístico de cada vez más colombianos y, poco a poco, de muchos extranjeros.


A. no habla de nada de esto. A. es delgado y tiene 20 años. A. camina con la propiedad y la ligereza de su cuerpo delgado, de sus 20 años y de su recuerdo de las ya muchas veces que ha realizado el mismo recorrido. A. se concentra en mostrarnos las singularidades del paisaje y las razones que hacen de Caño Cristales un lugar único en Colombia y en el mundo; yo le creo. Hay plantas que crecen dentro y fuera del agua que sólo son posibles dentro de este ecosistema. Hay agua por todos lados; la vemos brotar de la tierra en varios segmentos de nuestros recorridos, la vemos en las diversas cascadas a las que A. nos lleva, en los pozos cuyo fondo es sólo un color negro. Hay múltiples minerales; los vemos –sin distinguirlos– en los colores de las piedras, del agua del Caño como filtro entre el sol, la arena y las rocas. Hay tres paisajes que se juntan en este lugar único: el andino, el llanero y el amazónico; por momentos, nos perdemos entre la vegetación, por otros, la vista se extiende hasta el lejano horizonte, por otros más, aparece alguna colina. Para mí misma, me repito que ojalá no lleguen jamás a este lugar los que ya hacen estragos en otros lugares del país con su maquinaria minera, con sus represas, con sus petroleras, con sus condominios, con sus consorcios…


lunes, 23 de junio de 2014

Ella en Shakespeare




Son las 9 de la noche de un martes de junio de 2014. Vengo caminando sobre la 13 rumbo a mi casa; después de varias calles compartiendo el andén con otras personas, el recorrido continúa sobre una calle en la que no camina nadie más y, entonces, aparece él. No recuerdo su cara ni su voz; sólo sus palabras con las que amenaza con cortarme, si no le doy todos los billetes que tengo… Después de entregarle todo lo que llevo en mi monedero y de seguir escuchando su descontento por algunos metros, el hombre se va quedando atrás, entretenido contando las –por fortuna– numerosas monedas que le he dado, y me digo a mí misma que, por esta vez, eso ha sido todo… Lo que me invade es la tristeza, la desilusión por no poder caminar a la hora que quiera, sola, por las calles de la ciudad en la que decidí vivir; lo que me entristece es limitar mis acciones a horas y sitios delimitados por otros y no por mí. Un amigo dice que la seguridad de una ciudad se mide por en qué medida una mujer puede caminar sola a cualquier hora...

Ella en Shakespeare, obra de teatro dirigida por Manolo Orjuela y protagonizada por Alejandra Borrero (mi musa, si fuera dramaturga o libretista) y Erik Rodríguez, encara este tipo de situaciones (ante las que mi caso sería apenas un impase, un dato de estadística), denominadas como violencia de género. Si bien es cierto que la violencia no tiene sexo, ni edad, ni condición social, también es cierto que las mujeres resultan ser más vulnerables que los hombres, en ciertas situaciones amenazantes. Lo difícil de montar una obra con “responsabilidad social” es terminar construyendo un documento, un testimonio, más que arte; lo difícil de poner en escena situaciones conocidas por la mayoría de los colombianos (hasta por mí que no veo televisión ni leo periódicos) es limitar el sentido de la obra a un ámbito local e impedir la universalidad a que aspira el arte.

Lo interesante de Ella en Shakespeare es que logra trascender lo local, lo testimonial y lo periodístico, a través de la inclusión de ciertas escenas de las tragedias de W. Shakespeare que le permiten al espectador construir una distancia frente a las situaciones representadas: noticias de casos en los que mujeres han sido depositarias de la enfermedad y la locura de hombres; noticias repasadas una y otra vez por los medios de comunicación y que ya se han instalado en la memoria colectiva de los colombianos.

Me duele el cuerpo y el alma al recordar cada caso de violencia sexual, de violencia física; me duele cada asesinato y cada cicatriz que ha dejado la imposición de la fuerza de un hombre sobre una mujer. Me duele el amor que se convierte en deseos de venganza, me duele cada “no” que se convierte en deseos de dañar, de “castigar”. Duele la libertad amenazada por un ego desorientado, desbordado, inseguro, enfermo.

Con una puesta en escena minimalista, sobria, que deja resaltar las excelentes interpretaciones de los dos actores, cabe añadir que, pese al acierto de reescribir nuestras tragedias actuales otorgándoles la profundidad de las tragedias renacentistas, es necesario preguntarse si el espectador podría entender la obra en su totalidad sin leer antes el “Programa de mano”, en donde se especifican, en su orden, cuáles escenas de las tragedias de Shakespeare se retoman y a partir de cuál evento trágico de violencia contra la mujer en Colombia se construye lo representado; quizá ciertos detalles podrían haber sido eliminados y reemplazados con otros menos apegados a la noticia que difundieron los medios o los mismos familiares de quienes sufrieron los vejámenes. Por último cabe preguntarse acerca de la pertinencia de incluir la escena en donde se critican los matrimonios obligados de menores de edad en algunos países del Medio Oriente, pues sacan del contexto local al espectador de manera un tanto abrupta; también me inquieta la pertinencia de incluir la proyección de las escenas capturadas por las cámaras de seguridad, mientras se perpetraba el asesinato de una mujer a la vista de cientos de personas.


Sigue siendo difícil juzgar este tipo de obras y sigue siendo difícil hablar fuera de mi propio cuerpo, de mi propio temor y de mi propia tristeza.     

jueves, 15 de mayo de 2014

Wakolda:




Hoy, las cirugías estéticas abundan; se busca mejorar la apariencia física, se busca la belleza perfecta. Es en este punto donde veo por qué una película “histórica” como la argentina Wakolda -excelente guión, actuaciones, composición, fotografía y música: una obra de arte-, de Lucía Puenzo (basada en su novela homónima), tiene absoluta vigencia para quienes no somos argentinos o quienes no tenemos un recuerdo cercano de lo que fue el nazismo o la época de postguerra, y la “cacería” de nazis en América, por parte del gobierno israelí.

Esta es la Argentina del sur, la ruta del desierto y Bariloche. Las montañas, los nevados, los inmensos lagos… Un colegio alemán-argentino que, en plena II Guerra Mundial, enseñó a toda una generación las bondades de los “súper hombres” y que, en la década de 1960 se debate entre esconder su pasado pro nazi y seguir alentando en secreto los beneficios de la eugenesia.

Lilith tiene 12 años, pero la estatura de una niña de 8. Su vida y la de su madre embarazada de gemelos se tropiezan con la de Mengele, el personaje histórico, el médico alemán responsable de atrocidades en Auschwitz ya bien documentadas. Mengele, obsesionado con la belleza perfecta y con mitologías de súper hombres, convence a Lilith y a su madre para probar un tratamiento que puede ayudar a la primera a crecer –y olvidarse así de la intimidación a la que es sometida por sus compañeros del colegio con complejo de “superioridad”– y a los gemelos a desarrollarse mejor.

El padre de Lilith fabrica muñecas; cada modelo es único y es eso lo que las hace especiales. Lilith escoge como suya la más extraña de ellas: Wakolda. Pero el padre también empieza a enredarse en el tejido mengeliano: el médico lo convence de comenzar a fabricar sus muñecas en serie… Cientos de cuerpos blancos y delgados iguales, de ojos azules, de pelo rubio igual, de labios y narices perfectas, de corazones mecánicos que laten al mismo tiempo. En medio de tanta perfección, la vida impone sus propios y diferentes ritmos; se adelanta, los procesos se aceleran y, por supuesto, los planes se alteran.

Las formas de nazismo mutan y se mantienen latentes en cada generación, en cada “civilización”. No deja de ser sorprendente para mí que en un país con tan altísimo grado de mestizaje como Colombia existan grupos neonazis, ni que en este mismo país con uno de los índices de desigualdad social más altos del mundo los grupos paramilitares –y sus nuevas y polifacéticas formas– apoyen e inciten esas ideas fascistas que siguen oponiéndose a la diferencia, a la dignidad humana.


Una cosa sí es segura: Mengele jamás se hubiera quedado a hacer pruebas en Colombia.

jueves, 13 de marzo de 2014

Philomena:




Una de mis películas favoritas es Las amistades peligrosas, el film que me hizo enamorar de John Malkovich, basado en la novela epistolar del mismo título, publicada en el siglo XVIII, y que no me canso de repetir. Philomena, al igual que esa película, es dirigida por Stephen Frears y eso ya la hace entrañable para mí.

Al igual que muchos dramas y al igual que la vida misma, aquí un final es sólo el comienzo de algo más; aquí como en muchos dramas, hay finales que necesitamos conocer para poder asumir nuevos comienzos. Aquí, el drama roza con el melodrama; aquí el drama, a veces se parecerá mucho a una telenovela, que, como todas las telenovelas, está basada en hechos reales (esta película más que muchas de ellas).

En los 50, Philomena queda embarazada siendo una adolescente; ella, al menos, tiene la justificación de no saber que teniendo sexo podía quedar embarazada, porque ni siquiera sabía qué era tener relaciones sexuales con alguien. Philomena no vive con sus padres, sino que uno de ellos la deja “recluida” en el convento de las Hermanas del Sagrado Corazón, en Irlanda. Las monjas limpian los “pecados” de las adolescentes vendiendo a sus hijos a padres con dinero al otro lado del océano; así Philomena pierde a su hijo.

En el aniversario número 50 de este, Philomena decide contar su secreto y su hija la contactará con un periodista que acaba de perder su empleo y que desprecia las historias de “interés humano”, como podría ser la de Philomena buscando a su hijo.

De aquí en adelante, la película girará en torno a la esperanza de Philomena en encontrar a su hijo y a la de Martin, el periodista, en encontrar una historia que contar (y que se venda bien), pero Martin subestina a las personas como Philomena que leen el Reader Digest, ven películas como Mi abuela es un peligro y leen sagas resultado de la mezcla entre los cuentos de los Hermanos Grimm, las telenovelas y la literatura rosa (precisamente, los posibles lectores de su historia). ¿Qué puede resultar de este encuentro? Una mezcla de manipulación emocional –por algunos minutos–, pero, sobre todo –lo más interesante de la película– un contrapunteo de perspectivas acerca de la vida –contrapunteo que, de no ser por las actuaciones de Coogan y Dench no tendría sentido–.

Con el sutil y delicioso humor de las películas inglesas, Martin aprenderá que lo aparentemente débil puede lograr más que el rencor, el escándalo y la violencia. Martin no cambiará su forma de pensar, pero su “inteligencia” ganará en respeto por el otro, algo que a Philomena le sobra, aunque no haya ido a Oxford ni a Cambridge.


Para muchos será simplemente una historia de “interés humano” con los clichés incluidos en esta clase de historias; para otros –yo incluida– será la posibilidad de echarle un vistazo a la vejez, al dolor, al perdón, a los secretos, a la inhibición de la sexualidad, a la pugna cultural entre Estados Unidos y el Reino Unido, a las diferencias entre clases sociales, al amor y a la gratitud ante la vida.

jueves, 6 de marzo de 2014

Agosto: Condado de Osage




Concebida en un principio como una obra de teatro, su autora participa en la adaptación para el guión de esta película sobre uno de los temas más comunes que ha dado pie para cientos de películas, series de televisión, novelas y cuentos: la familia y los secretos que están en su base.

Vamos hacia el sur de Estados Unidos, en pleno verano; vamos a instalarnos en una casa en donde las cortinas permanecen cerradas para no diferenciar el día de la noche, para hacer la vida aún más larga de lo que ya parece ser para este matrimonio: ella toma pastillas; él bebe todo el alcohol que puede.

Alguien se va sin decir a dónde y su prolongada ausencia hace que toda la familia se reúna, de nuevo. Las tres hijas que ya han dejado la casa paterna, vuelven con sus parejas (pasadas, futuras, presentes) y lo que hay es una larga cadena de crueldad matrilineal, una serie de verdades que se enuncian desde el rencor y la desdicha prolongadas. Decir una verdad no necesariamente ayuda a encontrar soluciones, no –al menos– cuando se enuncia con el ánimo de herir. Aquí hay seis mujeres heridas por su respectivas madres, quienes no pueden recibir amor. La tragedia de esta película, realmente, consiste en esto: en tener el corazón cerrado para recibir el amor de otro ser humano… Podemos ser “inteligentes”, pero no abiertos de mente; podemos apasionarnos por ciertas cosas, pero tener dura el alma.

Las cortinas se abren y entra el orden que, tras las puertas, ayuda a instalar una mujer Cheyenne; entran el aire, la luz, de lo que se muestra y se dice cuando no hay público, cuando se renuncia a ser víctima y a aceptar la responsabilidad de cada acto. Entonces, ya no se trata de quién es más fuerte, de quien puede defender por más tiempo su orgullo; entonces, las madres deben reconstruir su maternidad, porque, con los años, este lazo pierde casi toda su función innata, “natural”; entonces, las mujeres deben callar, porque, en este caso, son los hombres los que saben hablar desde el alma, desde la consideración y la comprensión…


Es una lástima que esta película esté teniendo tan poco espacio en la cartelera bogotana (y supongo que, más aún, nacional), que sólo a quienes les guste ir a cine a medio día puedan toparse con ella, y que, en cambio, se le dé tanta publicidad a una película como Ninfomanía que, a estas alturas de la filmografía de vonTrier, deja muy pocas ganas de esperar la segunda parte. Hoy sí entré con mi perro caliente y mis crispetas…

viernes, 21 de febrero de 2014

Dallas Buyer Club:




La mayoría de los de mi generación, nos hemos visto enfrentados al terror que produce practicarse el examen del VIH, pero también la mayoría de nosotros –de aquellos que conozco–, hemos sentido el alivio de saber que, a pesar de los riesgos que se corrieron, a pesar de la ingenuidad, de la ignorancia, esta –esa– vez no pasó nada más de lo que nuestras emociones perdieron o ganaron.

El protagonista de esta película recibe un positivo en su examen y, por supuesto, su vida cambia, recorre la distancia de pasar los días como si la muerte pudiera llegar en cualquier momento y la vida tuviera que vivirse sin consecuencias (sexo, cocaína, whiskey en cantidades), como una implícita autodestrucción, a saber con más exactitud que cualquier otro ser sobre la tierra cuántos días quedan de estar vivo. Corre el primer lustro de la década de los 80.

Ron y Rayon se conocen en estas circunstancias y su amistad –como tantas otras– va de la extrañeza y el prejuicio (más de Ron), ante alguien que elige un camino distinto, a la comprensión y el afecto. Un vaquero con SIDA, en un momento –y aún ahora– en el que esa enfermedad se asociaba con el homosexualismo, un momento en el que el desconocimiento y la desinformación abundaban –aunque ahora también–, un momento en el que el SIDA se cubría en las familias con la palabra “cáncer” para que no se levantaran “sospechas”, para cuidarse un poco de las habladurías, de la discriminación.

Ron tiene el negocio, pero Rayon tiene los clientes. Socios obligados, abren una pequeña empresa que compite contra las enormes y poderosas farmacéuticas y, al mismo tiempo, intenta darle una mayor esperanza de vida a quienes han sido diagnosticados con SIDA. Más allá de la frontera, al sur de Dallas, en México, está el lugar donde un médico sin licencia busca, por y con sus propios medios, una medicina que les ayude a los enfermos a tener una mayor calidad de vida. En Estados Unidos, en cambio, las farmacéuticas buscan hacer legal un medicamento costoso y tóxico para estos mismos enfermos, y algunos médicos callan frente al gran negocio que se va tejiendo frente a ellos.


Ron asume su nuevo comienzo, Ron es capaz de decirle adiós a su antigua vida y empezar una en la que los riesgos ya no son un impedimento que tome más de dos segundos (lo que toma encontrar algo de dinero, poner en marcha un automóvil, hacer una llamada). Me encantan estos personajes –estas personas– que tienen la valentía de dejar de ser quienes pensaron que eran para asumirse de una manera distinta. Ojalá nunca se necesitara tener a la muerte tan cerca para atreverse a dar el paso, para atreverse a construir nuestras vidas, para intentarlo.

jueves, 30 de enero de 2014

El lobo de Wall Street




La película que más quiero de Scorsese es La edad de la inocencia, basada en la gran novela del mismo título de Edith Wharton. Sin embargo, es imposible no darse cuenta de la calidad de sus otras películas, tanto las clásicas (Taxi driver, Toro salvaje), como las más contemporáneas (Buenos muchachos, Casino). A Scorsese le había querido perder la pista desde mi desencuentro con Pandillas de Nueva York, pero, después de ver a Dicaprio en El gran Gatsby, no pude detener la curiosidad de ver El lobo de Wall Street.

Esta película no tiene un argumento muy atractivo o no más de lo que lo pueden ser –para mí– los avatares vividos por los corredores de bolsa de Wall Street. Aquí lo importante es la manera en la que se cuenta ese argumento (la técnica de Scorsese) y la fuerza de la actuación del personaje principal (Dicaprio). Lo importante, entonces, es el punto de vista (ni drama ni comedia, pero con mucho de esta última) desde donde se cuenta la historia (inspirada en un libro escrito por el protagonista real de esa historia: Jordan Belfort).

Jordan es un hombre que, básicamente, se ha trazado, como única misión en la vida, ser rico, tener muchísimo dinero, más del que se le ocurre gastar, y esto es lo que más me gusta de esta película: tanto dinero se vuelve vacío cuando ni la misma imaginación da para saber en qué más gastarlo. Exceso de drogas, de alcohol, de sexo, de dólares. Salgo hastiada –y  no sé si habrá sido la intención de Scorsese o del escritor del libro o si será una especie leve de mi particular moralismo– de esas imágenes que pierden su sentido: dar placer, hacer olvidar de la “vida real” a quienes recurren a ellas y a las sensaciones que producen. Parece que sobrevivir y triunfar en Wall Street sólo se puede lograr gracias a las drogas, las prostitutas, el alcohol y el dinero que hace posible tenerlos al alcance de la mano. 

Después de un enorme fracaso, tras los altibajos constantes de la bolsa, Jordan decide montar su propia empresa de comisionistas y, a diferencia de otros negocios, en donde el cliente siempre tiene la razón, Jordan y sus asociados pasarán por encima de quien sea para conseguir todo el dinero que quieren (y también el que no). El cliente se convierte en un estúpido a quien, con algunas estrategias de “psicología” de ventas, se puede hacer comprar cualquier cosa (¿nos suena familiar?).

Las estafas de un corredor de bolsa no están tan lejos de las de cualquier motivational speaker, pero mientras el corredor hace una apuesta no 100% segura, el que juega con las inseguridades de las personas (como muchos “pastores” de ciertas iglesias) siempre lleva las de ganar (aún con las autoridades); ambos se aprovechan del llamado “sueño americano” y explotan ese deseo en los más incautos.


Aquí la vida sigue siendo un “concurso de belleza” (tan bien descrito y criticado por esa bella película Miss Little Sunshine o por American psycho o por Belleza americana o por Réquiem por un sueño), una competencia que jamás termina. 

sábado, 4 de enero de 2014

Cartografías literarias: Bahía (Salvador, Camaçari, Jauá, Guarajuba, Arembepe), Brasil (IV)



Nuestro viaje se completa yendo a cuatro playas: Jauá, Guarajuba, Arembepe y Praia de Forte. El mar azul y la arena suave y morena, el sol sin nubes, la cerveza que pasa por la garganta sin sentir el sabor excesivamente amargo de la mayoría de cervezas colombianas. Entonces, tomamos sin parar, mientras veo desfilar todos los cuerpos masculinos enfundados en sungas que, en Colombia, pasarían por ropa de baño “gay”; mi traje de baño me delata como turista, en la tierra de los bikinis y los hilos dentales… Sentados todo el día alrededor de una mesa y un parasol, compartimos chistes, anécdotas e intercambiamos información de colombianos en Brasil y brasileros en Colombia. J. habla de la franqueza de los brasileros y de la reticencia de los colombianos a decir lo que realmente piensan (por tacto, decimos nosotros, por consideración por el otro; por falta de entrenamiento en aquello de ser directos y claros, sin necesidad de herir al otro, pienso yo). Por momentos, vamos al mar, por momentos caminamos por su orilla mientras el sol se oculta detrás de las palmeras.
  
De camino al bar, vemos gitanos y gatos en las calles… Al llegar al bar, vemos hombres que coquetean con otros hombres y mujeres que bailan con otras mujeres, y hombres que besan a mujeres, y niños que, sentados junto a sus padres o corriendo por entre las mesas, también disfrutan de la música del grupo de samba que ya va terminando su presentación de hoy… Nosotros abrazamos nuestra “jirafa” de cerveza y L. me enseña un paso de samba bahiana; comemos buñuelos de pollo con papas fritas…

En casa de D. se preparan tres fiestas: dos cumpleaños y la Navidad. J. se burla de la forma en que los colombianos cantamos el “Feliz cumpleaños”; mientras nosotros hicimos una traducción de la versión norteamericana, los brasileros cantan una forma “original” –dice él–. Nosotros tratamos de aprenderla para darle a sorpresa a D., pero no lo conseguimos. Lo que sí conseguimos es disfrutar de los ponqués, los fríjoles, la harina de yuca, las carnes, las ensaladas, el arroz, la sangría, cerveza y más cerveza para celebrar estos parabéns. Yo me quedo pensando en que me gustaría un cumpleaños a lo bahiano: no esperar a que alguien me celebre, sino yo mismo celebrarme mi vida, mi llegada a este mundo; preparar para mí y para aquellos que quiero una feijoada con mucha carne y cerveza...

En su programa en la televisión local, G. envía saludos para los colombianos hospedados en la casa de su hermana; A. y yo alcanzamos a escuchar nuestros nombres y luego una cadena de sonidos acompañados de imágenes de fútbol. Somos famosos en la televisión de Camaçari, somos famosos y bienvenidos en la casa de C. y D. Como buenos colombianos del interior, nos sentimos, “apenados” y nos parece poco lo que ofrecemos para compensar, de algún modo, todo lo que nos han dado, toda la alegría, el cariño y los cuidados para estas vacaciones a la brasilera.


¿Qué son las vacaciones sino una forma –la más superficial de todas, pero una, al fin– de dejar de definirnos por lo que hacemos y pensar más en lo que somos? Paso más de una semana sin revisar el correo electrónico, sin ver las publicaciones del Facebook, sin hablar con nadie por celular, sin pensar en los papeles que me definen en mi cotidianidad bogotana, sin pensar en que valgo por lo que hago, por lo que produzco; sólo estoy yo, lo que soy y lo que construimos entre compañeros de viaje.



Cartografías literarias: Bahía (Salvador, Camaçari, Jauá, Guarajuba, Arembepe), Brasil (III)



Llegamos al Pelourinho, al centro histórico de la ciudad, donde podemos ver la arquitectura que dejaron los portugueses y parte de la vida cultural de esta enorme ciudad, rodeada por el mar. Quedo gratamente sorprendida con dos lugares: una plaza en donde cada sábado hay toques en vivo de grupos de samba, y el Cravinho, un lugar en donde podemos degustar todos los licores hechos con la famosa cachaza brasilera. Lo que más me gusta es que el grupo no toca para los turistas o no sólo para ellos, sino que los músicos, sentados alrededor de una mesa rectangular, interpretan sus instrumentos y son los bahianos a quienes veo cantando las canciones y bailando, tomando cerveza y cachaza en todas sus formas. El domingo, volvemos a pasar por allí y vemos una presentación de capoeira. D. y A. me explican que no hay forma de desligar sus tres funciones: juego, baile y combate. Los esclavos (con cuchillos en sus pies) ensayaban sus movimientos de combate para enfrentar a los blancos, quienes pensaban que ellos sólo estaban divirtiéndose en esa especie de juego y danza. El hombre que recoge el dinero de los turistas en un sombrero, me empuja al centro de la plaza y me pone en medio de dos negros enormes que hacen poses junto a mí, mientras más allá, alguien ha tomado mi cámara y dispara…



 

Frente a una iglesia vemos una cruz gigante. D. nos explica que antes, allí estaba un poste del que ataban a los esclavos para azotarlos… Más abajo está la iglesia a la que podían ir los negros y, más allá, una iglesia en la que podemos pedir un novio o una novia… Hemos comido moqueca de pescado, pititinga, acarajé, sabores que tienen música… Hemos visitado la Iglesia del Señor de Bonfim y hemos pedido nuestros tres deseos; hemos caminado por el malecón, comiendo helados de coco, guayaba y piña; hemos visitado la casa de Yemanjá, la señora de estos mares; hemos ido al Faro y, al igual que la policía, hemos dejado tranquilas a las parejas que sólo quieren estar solas, de cara al mar, detrás de la vieja construcción. Escuchamos las historias de D. y J. sobre el carnaval, sobre las treinta bocas que han besado en un solo día, sobre el dolor de amígdalas y la gripa del día siguiente, sobre el calor del cuerpo que baila todo el día, sobre la cerveza que no se agota…