Hoy,
las cirugías estéticas abundan; se busca mejorar la apariencia física, se busca
la belleza perfecta. Es en este punto donde veo por qué una película “histórica”
como la argentina Wakolda -excelente guión, actuaciones, composición, fotografía y música: una obra de arte-, de Lucía
Puenzo (basada en su novela homónima), tiene absoluta vigencia para quienes no
somos argentinos o quienes no tenemos un recuerdo cercano de lo que fue el
nazismo o la época de postguerra, y la “cacería” de nazis en América, por parte
del gobierno israelí.
Esta
es la Argentina del sur, la ruta del desierto y Bariloche. Las montañas, los
nevados, los inmensos lagos… Un colegio alemán-argentino que, en plena II
Guerra Mundial, enseñó a toda una generación las bondades de los “súper hombres”
y que, en la década de 1960 se debate entre esconder su pasado pro nazi y
seguir alentando en secreto los beneficios de la eugenesia.
Lilith
tiene 12 años, pero la estatura de una niña de 8. Su vida y la de su madre
embarazada de gemelos se tropiezan con la de Mengele, el personaje histórico,
el médico alemán responsable de atrocidades en Auschwitz ya bien documentadas. Mengele,
obsesionado con la belleza perfecta y con mitologías de súper hombres, convence
a Lilith y a su madre para probar un tratamiento que puede ayudar a la primera a
crecer –y olvidarse así de la intimidación a la que es sometida por sus
compañeros del colegio con complejo de “superioridad”– y a los gemelos a
desarrollarse mejor.
El
padre de Lilith fabrica muñecas; cada modelo es único y es eso lo que las hace especiales.
Lilith escoge como suya la más extraña de ellas: Wakolda. Pero el padre también
empieza a enredarse en el tejido mengeliano: el médico lo convence de comenzar
a fabricar sus muñecas en serie… Cientos de cuerpos blancos y delgados iguales,
de ojos azules, de pelo rubio igual, de labios y narices perfectas, de
corazones mecánicos que laten al mismo tiempo. En medio de tanta perfección, la
vida impone sus propios y diferentes ritmos; se adelanta, los procesos se
aceleran y, por supuesto, los planes se alteran.
Las
formas de nazismo mutan y se mantienen latentes en cada generación, en cada “civilización”.
No deja de ser sorprendente para mí que en un país con tan altísimo grado de
mestizaje como Colombia existan grupos neonazis, ni que en este mismo país con
uno de los índices de desigualdad social más altos del mundo los grupos
paramilitares –y sus nuevas y polifacéticas formas– apoyen e inciten esas ideas
fascistas que siguen oponiéndose a la diferencia, a la dignidad humana.
Una
cosa sí es segura: Mengele jamás se hubiera quedado a hacer pruebas en
Colombia.
1 comentario:
Excelente reflexión, muy oportuna, en Brasil, sufrimos con este mal de la intolerancia.
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