martes, 29 de diciembre de 2015

Crimson Peak:



Guillermo del Toro ha hecho que me vuelvan los deseos de ver películas de “terror”, muy seguramente porque es un terror cuyas causas tienen un sentido que alcanzamos a comprender y no como en aquel con el que crecí en los 80 y principios de los 90: un terror porque sí.

No puedo aún quitarme de la cabeza la imagen del protagonista: Thomas Sharpe, una mezcla entre hombre seductor y víctima de un amor que a los ojos de casi todo el mundo, en casi todos los tiempos, siempre será una aberración.

Todavía temo a los fantasmas, a los ruidos, a la oscuridad. En Crimson Peak, los fantasmas son mujeres que advierten de peligros: una madre tratando de proteger a su hija, una esposa tratando de evitar una nueva muerte.
El peligro tiene forma de hombre que seduce aun a mujeres cuya prioridad nunca ha estado en ser esposas. Quizá esto es lo que más me llama la atención y me asusta de Crimson Peak: cómo un considerable número (me indica alguien con toda la autoridad del caso) de mujeres-intelectuales somos seducidas –nos dejamos seducir, anhelamos ser seducidas– por ese tipo de hombres-peligro. C. me dice que sucede así porque al no habernos ocupado mucho en las estrategias del coqueteo, del enamoramiento y de la búsqueda de marido, podemos caer más fácilmente en decisiones equivocadas. Puede ser, pero quizá haya algo más: ¿Qué busca una mujer-intelectual en un hombre seductor –y qué busca el “seductor” en una mujer-intelectual– (cuando la respuesta no es tan fácil como dinero o ascenso social)? Edith es escritora y escribe historias con fantasmas; desprecia las fiestas y prefiere quedarse en casa leyendo y escribiendo, pero es incapaz de advertir los peligros y confía en sus sentimientos por el desconocido interesante, extranjero y soñador.

¿Cuánto hace falta para darnos cuenta de que estamos en una situación dañina, desequilibrada? ¿Cuánto hace falta para poder tomar la decisión de marcharse, de dejar atrás?

No desconozco que hay otros aspectos en la película: el hecho de que la protagonista sea estadounidense y él inglés –al mejor estilo de Henry James–, la circunstancia de que el otro pretendiente sea estadounidense y médico. Tampoco desconozco los clichés (narrativos y visuales) de esta historia “gótica”, ubicada en la primera década del siglo XX, pero la belleza de la composición me hace olvidarlos y me pierdo en el vestuario, en los peinados, en esas casas con muchos salones y puertas, en las cartas escritas a mano.

¿Entre el chico “bueno” y el encantador, brillante, seductor, a quién escogeremos? Recuerdo Tesis, el thriller de Amenábar y me río de mí misma. A todas nos advierten, todas lo intuimos, pero la mayoría terminamos buscando validar nuestra feminidad y nuestro propio intelecto siguiendo la temeraria volatilidad de los sentimientos.


Quizá lo único importante sea cómo salimos de ese enamoramiento y qué tan honestas logramos ser con nosotras mismas.  

lunes, 28 de diciembre de 2015

Metanoia, de IAMX:




Después de Gustavo Cerati y de Soda Stereo, Chris Corner y IAMX.

Era el 2011 y yo andaba buscando en su cuenta de Facebook a quien estaba lejos. Así me topé con dos canciones, tocadas en vivo, de IAMX. Han sido cuatro años escuchando sus álbumes, sus 70 canciones, impresionada porque no hay una que sobre, una fuera de lugar, absolutamente enamorada de su voz y de sus armonías. Quien estaba lejos sigue aún distante, pero IAMX se quedó, creo que para siempre y eso es algo que le agradezco cada día.

Curiosamente, en 2011 ocurrió un cambio. Volatile times marca una transformación en el dark wave de IAMX, un giro hacia una mayor oscuridad, hacia golpes más secos, una voz más grave y un aire profundo de melancolía gótica que disfruto cada vez más. Entre el 2004 y el 2015, Corner y su grupo han publicado seis álbumes que se pueden escuchar uno detrás de otro sin temor a aburrirse, y de los cuales destaco especialmente The alternative y Kingdom of welcome addiction. Sin embargo, no podría excluirse de los trabajos de Corner el último álbum que grabó con Sneaker Pimps en el 2002: Bloodsport, cuyo hallazgo se lo debo a C., mi mayor cómplice en ese amor desmedido por las creaciones de este músico británico. Bloodsport es ya, en gran parte, lo que será IAMX, y tampoco tiene canciones prescindibles. 

Corner me hizo sentir de nuevo la maravilla de ser fan, la emoción de esperar un nuevo álbum, un nuevo video, un nuevo sencillo, la turbación de ver un concierto por YouTube y temer que jamás vayan a pasar por estas tierras y que lo más cerca que podrán estar aún es muy lejos de aquí (pero ahora está radicado en Los Ángeles; algo podrá hacerse, me digo), la conmoción por ver o leer una entrevista y entender mejor su música…

Podría escuchar todos los días IAMX. Corner crea canciones que parecen nuevas cada vez que se escuchan, logra crear atmósferas que llevan a nuevos pensamientos y sensaciones. Es bello cuando se encuentra esa música, cuando se siente que se ha hallado la banda sonora de nuestros días.

Su más reciente trabajo: Metanoia, es, quizá, su trabajo más personal. Creado luego de una honda depresión, el álbum resume los diferentes síntomas de ese estado, pero también la transformación de la psique, luego de él. Las letras de Corner son profundas, críticas y poéticas; sus melodías van de lo más vital y festivo hasta lo más emotivo e introspectivo, una añoranza de algo impreciso, de alguien impreciso.


Temo que algún día una de esas grandes industrias musicales lo atrape y se vuelva un reproductor de su arte; temo que algún día deje de hacer conciertos en lugares pequeños; temo que algún día pierda esa independencia que ha nutrido la genialidad de su música. Temo, pero en el fondo confío en que la “metanoia” sigue su curso y no le permitirá retroceder en sus búsquedas.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Qué viva la música


La última vez que leí la novela fue hace ya más de una década. He olvidado detalles, también partes importantes –creo–, pero no olvido su tono, no olvido que copié fragmentos del libro en mis cuadernos, en mis bitácoras, que los leía una y otra vez, que estaba encantada con la idea de ser joven y de que hubiera alguien que hubiese escrito para esos “jovencitos” que no nos sentíamos bien en ninguna parte, con ningún grupo, que teníamos tanta hambre de tantas cosas y tantas veces también tantas ganas de morirnos.

La novela y toda la obra de Caicedo es importante en mi vida porque me convenció de que había que vivir de otra manera, de que era posible vivir de otra manera (y sin tener que suicidarme), que no tenía que ser como mis padres ni como mis profesores, que no tenía que ser como mis tíos o tías ni como los amigos de mis padres, que debía encontrar mi propio camino, mi propia manera de transitar la ciudad y el mundo (incluyendo todo tipo de trastabillazos).

Quizá por lealtad a Caicedo jamás escucho a The Beatles sino, siempre, siempre, a The Rolling Stones; quizá por lealtad a ese joven a quien empecé a leer siendo mucho más joven de lo que llegó a ser él, guardo en mi mente, en cualquier lugar donde esté, la imagen de las montañas de Cali; quizá por lealtad a su frenético modo de trabajo y a su amor al cine, mantengo este blog y sufro cada vez que veo una película o leo un libro y no escribo sobre eso.

Me alejé de él, de su influjo, porque me di cuenta de que yo quería vivir y en cambio él siempre se estaba muriendo sobre su máquina de escribir, después de escribirle una carta de amor a su Patricia Linda… Guardo en mi mente cada pedacito de la Cali de mi niñez, de mi adolescencia y de mi primera juventud (tengo muchas, tendré muchas, como Caicedo me enseñó); no guardo la Cali nocturna que no conocí (no esa de María del Carmen), sino la Cali de las tardes, de los atardeceres; guardo las salas de cine a las que iba siempre sola, una y otra vez; guardo las caminatas al lado de ese río que sigue ahí, a pesar de la mugre; guardo la literatura que se vivía en cada página y en cada larga conversación; guardo la tarde que leí las Ojo al Cine en la biblioteca de Univalle.

La película de Carlos Moreno no hará mella en mis recuerdos de Caicedo, no tocará a mi María del Carmen –ese alter ego de Caicedo–, no tocará a mi Cali. La película pasará como un intento de homenajear una ciudad y a dos de sus personajes más famosos: Caicedo y la salsa, pero nada más. Sé que vendrán otras.

La película no es desagradable; todo lo contrario: hay mujeres muy atractivas (y la protagonista se parece a Shakira) y toda la estética está pensada para agradar al espectador desde lo más actual y lo más comercial (y han acertado completamente quienes la han comparado con la estética del video clip), pero quien vea la película sin leer la novela se llevará una imagen errada de la estética caicediana y de la complejidad de lo que el autor propone en esa novela.

Trataron de hacer una actualización de la novela de Caicedo y no es tonto pensarlo, porque María del Carmen y su generación se repiten en cada generación de jóvenes y adolescentes, pero al hacerlo sin actualizar las problemáticas sociales e históricas, el guión pierde peso y ciertos detalles que el director quiso mantener de la novela también se pierden. La joven de la película no llega a ser una “desclasada”, en el sentido en el que Caicedo lo propone en la novela. Quizá Moreno y su equipo debían complacer a mucha gente, a toda la que invirtió en el proyecto y a todo lo que cada vez más significa el nombre de Andrés Caicedo Estela y, tal vez, allí estuvo el error: tratar de complacer a aquellos mismos a los que Caicedo criticó –aunque él mismo hiciera parte de ellos y hubiese necesitado de ellos hasta el fin de sus días–.


Me pregunto cómo hubiera podido hacerse, cómo escoger a la actriz para el papel de María del Carmen, cómo mostrar esa cultura de la salsa que hace a Cali tan particular, cómo hacer una crítica al arribismo sin caer en los lugares comunes o en la apología ciega de lo “popular”, cómo mostrar la noche de la rumba sin tantas imágenes de cuerpos “arrechos” ni tantas líneas de cocaína.  

jueves, 22 de octubre de 2015

Monte adentro:




Cuando veía este documental, recordaba y agradecía de dónde vengo (vengo de muchas partes, y esta es una de las más importantes), recordaba a los abuelos, a los bisabuelos, a los tíos y a mi papá en su niñez, a quienes vi –y he visto- (en la realidad y en sus recuerdos contados), gran parte de su vida, metidos entre un cafetal, montados en un Willys, caminando con las botas de caucho, montando a caballo, ordeñando una vaca, consiguiendo un plátano en el “monte” para echarle a la sopa. Recordaba a las abuelas, a las bisabuelas, a las tías y a mi mamá en su niñez, prendiendo el fogón, juntando la leña, moliendo el maíz, armando las arepas, preparando el sancocho o los fríjoles, lavando la ropa manchada de todo contra una piedra, caminando horas para llegar a la escuela. Recordaba las historias de mi mamá y el poco tiempo que duraban en cada finca o en cada casa, porque mi abuelo decidía, por enésima vez, “coger camino”. Me recordaba a mí misma en las vacaciones de mi niñez en varias fincas, montada en las ancas de un caballo, mientras miraba atrás el abismo, tomando leche recién ordeñada, con un frío atroz; me recordaba cruzando un río, huyendo de los gansos o tomando el sol acostada sobre el café seco; me recordaba inventando historias en mi cabeza y, una tarde, llorando a mares por una novela que encontré en la pequeña biblioteca de mis primas.
            Recordaba todo eso y recordaba lo importante que han sido los arrieros para el desarrollo de este país, para la historia de este país. Recordaba cómo ante la falta de buenas vías de comunicación, en medio de nuestra accidentada geografía (y la negligencia e indiferencia de nuestros funcionarios públicos), han sido los arrieros los que han transportado comida, enseres, correo, libros, encomiendas, objetos importados y productos de exportación. Monte adentro es un homenaje a estos hombres que han dedicado su vida a transportar esos objetos encima de mulas, que ellos arrean en medio de todas las condiciones climáticas, de todos los “riesgos profesionales” y de un pago irrisorio para todo lo que arriesgan y todo lo que invierten; un oficio que está llegando a su fin, aunque muchísimos de nuestros caminos sigan igual que en la Colonia, que en la Independencia, que en la República, aunque tan poco se haya hecho por hacerle más fácil y más productiva la vida a los campesinos de este país.
            En medio del monte, está la casa, las mujeres y los niños que ven llegar y partir a los hombres; las mujeres que cuidan la casa, que la barren, que mantienen encendido el fuego, que están tristes cuando no ven las flores, las montañas, las nubes, los animales en el potrero. Está la casa que necesita el trabajo de los hombres para mantenerse en pie. Están los hombres que cuidan las mulas, que les dan de comer y de beber, que les dan descanso, porque son su medio de trabajo; estás estos hombres que llevan la carga y regresan para clavar una puntilla, una tabla que mantenga en pie la casa.

                        

sábado, 17 de octubre de 2015

Güeros:




Bella, bella. Salir de la sala de cine y sentir que has tenido una experiencia estética, que el mundo es más bello y que te sientes mejor con él, porque has visto esta película.

De Veracruz al Distrito Federal, de poniente a oriente, de norte a sur, al centro. Los “citámbulos” deciden salir de su guarida y recorrer la ciudad para encontrar al cantante que habría podido cambiar la historia del rock nacional: Epigmenio Cruz.

Nada más normal que sufrir ataques de pánico porque la U. está cerrada, porque no puedes terminar la tesis, porque la “chava” que te gusta sale con otro; nada más normal que estudiar Letras y ser “güera” y que te traten de “fresa”, creer en la huelga, creer en el derecho a la educación pública, pintarte los labios y los ojos y hablar de cine con los más hipster de la fiesta; nada más normal que hablar con los animales y con las plantas, y estar triste porque no puedes cuidarlas, observarlas, porque las ves morirse detrás de una reja a la que antes llamabas “mi tesis”; nada más normal que arrojar globos llenos de agua a los transeúntes, escuchar todo el día el mismo viejo casete en la misma vieja casetera; nada más normal que extrañar a tu padre y hablar con él a través de la música.


Nada más normal que perderse en el D.F., que caer en las manos de “chavos” que solo quieren una cerveza y un amigo, pero que matarían si no se las das; nada más normal que ver al tigre enjaulado en el zoológico y recordar a Rilke; nada más normal que contarle a la niña el cuento del dinosaurio que nunca se va; nada más normal que seducir a los lobos marinos con tenues movimientos; nada más normal que ir al hospital y ver a la mujer que llora cuando escucha que alguien desconocido va a morirse, al médico que debe salvarle la vida a quien días antes lo amenazó con un arma en la sien; nada más normal que ir a la pulquería y escuchar a Juan Gabriel, mientras caminas para verle la cara al hombre que cambió su fama por una mujer; nada más normal que recorrer la ciudad universitaria que no se acaba; nada más normal que unirse a la marcha, dejar los labios que has besado hace dos minutos, sin mirar atrás; nada más normal que quedarse varado en el centro y escuchar las historias de los sobrevivientes; nada más normal que caiga un ladrillo encima del “coche” y que solo así encuentres lo que no andabas buscando; nada más normal que una fotografía en blanco y negro que quedará en tu cámara para guardar el amor de los hermanos, de los hombres y de las mujeres, y el amor por las enormes ciudades.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Escritores trabajando

Leila Guerriero, 2015, Zona de obras, Bogotá, Anagrama, 192 p.

Me importa esto: que leí a Guerriero por primera vez una tarde de 2004, en una ciudad en donde uno de mis pocos contactos con lo que ocurría más allá de mi habitación, del televisor con cable, era El Malpensante (tenía a tres cuadras el Café Internet). En medio de una de las peores crisis existenciales y profesionales que he tenido, apareció ese texto publicado en aquella revista bogotana; pienso que en dos años tendré la edad que tenía Leila cuando escribió ese texto y pienso también en si lo que seré en dos años tendrá parte de aquello que tanto llegué a admirar en ese texto de Leila: coraje, una visión nada ingenua de la vida ni de la condición de ser mujer y una filosofía de vida: echar las puertas abajo, cuando golpeamos y no nos abren.
            Me importa también esto: que encontré Zona de obras hace un mes, exhibido en una vitrina de una pequeña librería de Medellín, mientras esperaba que pasara el tiempo y mientras leía un libro de otra autora argentina. Más interesada en la historia de un sub-subgénero narrativo que lleva más de 200 años vigente, que en seguir rumiando una charla que debía dar al día siguiente, abro el libro de Guerriero y leo:

Salvame de esperar que lo que escribo –o digo– le importe a mucha gente. […]. Salvame de creer que nadie lo hace mejor que yo. […].
Salvame de perder la curiosidad por nada que no sea yo. […].
Salvame de no querer tomar el riesgo. […].
Salvame de querer escuchar solo lo que me hace bien. […].
Salvame de necesitar la mirada de los otros. […].
Salvame de ambicionar el camino de los otros. […]. (66-67).

Cierro el libro y pienso que no podía ser más oportuno (en ese momento, ahora y mañana). Me emociono pensando en lo que voy a encontrar, en lo que voy a leer: una serie de artículos de Guerriero sobre el oficio de escribir textos periodísticos (crónicas, perfiles). Hoy, después de terminar el libro, pienso que Zona de obras no es un libro solo para periodistas, sino para todos aquellos que se enfrentan regularmente con el reto de escribir un texto para ser entregado a un público (diminuto, mediano, enorme) y para aquellos que piensan que ese texto es una forma del arte (así sea un texto periodístico, académico, ficcional o poético).
            Leila Guerriero desmitifica el acto de escribir: la escritura no se disfruta, no es un acto placentero, no es fácil y, sin embargo, solo es para aquellos que prefieren este “martirio” a “evitar la sensación de sinsentido de no hacerlo” (91). La mayoría de los escritores elegirían hacer cualquier otra cosa, antes de sentarse a escribir, antes de saber que van a pasar no se sabe cuántas horas (después del proceso previo de investigación) encontrando las palabras adecuadas, un ritmo, una armonía, un tono; antes de batallar con un animal informe que al final podrá seguir siendo un gran monstruo o una obra de la que sintamos algo de orgullo:

Escribir con la concentración de un monje y la humildad de un aprendiz. Atravesar un campo de correcciones infinitas, buscar palabras donde parece que ya no las hubiera. Llegar, después de días, a un texto vivo, sin ripios, sin tics, sin autoplagios, que dude, que diga lo que tiene que decir […], que sea inolvidable. Un texto que deje, en quien lo lea, el rastro que dejan, también, el miedo o el amor, una enfermedad o una catástrofe. […].
Atrévanse (65).
   Hay que haber mirado mucho para escribir tres líneas que lo digan todo. La confianza de un lector es un acto de fe que se conquista no pidiendo un milagro a San Benito, sino con una voz segura en la que cada palabra visible esté sostenida por invisibles diez mil. (167-168).

            Zona de obras sigue siendo para mí, además, una continuación de ese texto leído en el 2004: un texto sobre la necesidad del coraje y de una visión nada ingenua de la existencia. Hay un artículo sobre Madame Bovary que me ayuda a entender más que ningún otro, por qué la fascinación y la animadversión por su protagonista: odié a Emma la primera vez que leí la novela de Flaubert y me dio pena la segunda. El texto de Leila subraya el “estado de humillante desnudez emocional en el que Emma Bovary se entregaba a sus amantes” (19), una desnudez que le impedía ver las consecuencias de sus decisiones, los daños colaterales. Esa desnudez puede ser confundida por los lectores con una actitud romántica, pero Flaubert se encarga de convertirla en un “comentario implacable sobre la humillación y el amor” (25), un “mecanismo, desorientado y caníbal, que lo devoraba todo en pos de una ensoñación confusa” (26).
            Lo que mueve a Guerriero a escribir es su necesidad de entender, su monstruosa curiosidad; cuando decidió ser periodista, se dio cuenta de que cada uno podía elegir la vida que quería, si estaba dispuesto a asumir las consecuencias de sus decisiones –todo lo contrario a Emma Bovary– y esa también ha sido una enorme lección para mí. Al igual que Leila, la única forma de vida que me interesa es aquella que me permita moverme, asumiendo las consecuencias, y nada mejor para entenderlo que el acto de viajar:

Sé que no viajo para ver paisajes, para visitar museos, para admirarme ante pirámides de miles de años. Viajo para leer, para perderme. Para ejercitarme en la improvisación y el ascetismo. Viajo para no volver atrás, para no llegar a ninguna parte, para habituarme a perder y a despedir: lugares, cosas, gente. Viajo para recordar que no es bueno sentirse seguro ni aún seguro, a salvo ni aún a salvo. Viajo para moverme, que es la única forma de vida que respeto. (131).

            Siempre que no sé qué hacer, qué camino seguir; siempre que me siento insegura acerca de mi trabajo, cada día que me pregunto por qué hago lo que hago, por qué sigo insistiendo, recuerdo a Leila:

Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan. […].
Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer y háganlos bien […]. No se quejen. (14-15).


            Entonces, todo vuelve a estar en su lugar (por un tiempo). Sigo revisando archivos, comparando fuentes, rumiando palabras de otros, escuchando a ciertas personas, recordando ciertas situaciones, leyendo y leyendo más. Sé que luego vendrá el encierro: los largos y numerosos días en los que no sucederá nada más que la imagen de mí misma sentada frente a una pantalla, copiando palabras de otros, trastabillando con ideas de otros hasta encontrar las propias (las que creo propias), hasta dar con las palabras que traten de poner un orden que antes no estaba (eso me parece), un sentido que hacía falta (eso creo). Y todo estará bien hasta que aparezca ese “algo” que me hará cambiar de ruta, que me hará mirar lo que antes no estaba allí, que me hará dejar atrás lo que antes era tan importante, hasta que se sature mi nueva curiosidad; luego todo comenzará de nuevo: abrir las cortinas, desear que se caiga el internet, que nadie me escriba (aunque a veces todo lo contrario), que nadie llame (aunque a veces todo lo contrario) y seguir, seguir y seguir, hasta hacer que todo aquello que no son más que archivos y carpetas en una pantalla, apuntes y resaltados en todos los colores en un cuaderno, en unas hojas, tenga la fuerza de algo vivo. 

lunes, 14 de septiembre de 2015

Hombre irracional




Si Media noche en París fue la delicia de quienes se creen –nos creemos– intelectuales con bastante cultura literaria, Hombre irracional hace lo propio con la cultura filosófica; los nombres de Kant, Kierkegaard, Arendt, Beauvoir, Sartre, Husserl y Heidegger se pasean por los labios de un profesor de filosofía y su alumna más avezada. Sin embargo, la “delicia” será solo aparente, porque durante toda la película, Woody Allen (su guión) mostrará que la filosofía es lo más parecido a una “masturbación mental” (mucha de la crítica literaria también lo es, claro) y que un libro como Crimen y Castigo –ya un referente recurrente en Allen– produce más reflexiones e ideas en el personaje principal que leer sobre el imperativo categórico de Kant. También es aparente porque así como en Media noche en París con las referencias literarias, aquí las filosóficas aluden a las ideas más propagadas-conocidas sobre las teorías de esos filósofos, así que las “grandes” frases o conceptos que aparecen diseminados en la película, funcionan más para que el espectador se sienta “inteligente” (el supuesto tipo de espectador promedio de las películas de Woody Allen) cuando entiende de qué se está hablando y menos para darle un sentido más profundo a la película.

En general, el dilema es sencillo: se trata de llevar hasta sus últimas consecuencias la contraposición entre la teoría y la práctica, entre lo abstracto y lo real de la existencia humana; la cuestión de quien estudia la vida a partir de reflexiones librescas y quien atraviesa la línea en donde esas ideas se llevan a la práctica. El filósofo quiere contribuir en algo a mejorar el mundo, a cambiarlo, pero se siente impotente porque cree que sus artículos, sus libros, sus clases, sus conferencias, son insuficientes para cumplir su objetivo. Entonces, aparece la idea de la libertad para cumplir su voluntad y, por supuesto, la moral; Allen elige la idea de un asesinato como motivo privilegiado en el que confluyen más claramente estas cuestiones. ¿Dónde queda la racionalidad cuando cumplir nuestra voluntad (a la que se ha llegado racionalmente) implica ir en contra de la razón de la otra persona?, ¿dónde está la libertad cuando solo uno de los dos implicados puede elegir?

Pero si fuera solo una película “filosófica” no sería Allen y no iríamos a verla (no yo, por lo menos), así que, por supuesto, está también el tema amoroso. Dos modelos de mujer y dos tipos de amor: una joven e inteligente estudiante (atractiva; hay que enfatizar en esto) enamorada de su brillante y arrebatador (y apuesto; hay que enfatizar en esto) profesor, y a quien su novio (de su misma edad, apuesto y estudiante como ella) empieza a parecerle menos “inspirador”, ante la personalidad del profesor. Por otro lado, una profesora infelizmente casada que no se atreve a dejar a su marido y a cumplir su sueño de vivir en el exterior, a no ser que encuentre un hombre que se quiera “escapar” con ella. El profesor de filosofía parece reunir las imágenes de hombre que ambas mujeres buscan: un ser que parece concretar sus ansias de nuevas experiencias, de aventura, de “romanticismo”. Dos generaciones de mujeres que han aprendido a enamorarse de maneras similares, pero que han aprendido a resolver sus historias de amor de maneras distintas: es triste ver a la profesora (que está en sus cuarenta) conscientemente buscando “aventuras”, pero inconsciente e ingenuamente tratando de encontrar un hombre que resuelva las situaciones que no se atreve a cambiar por sí misma; es admirable ver a una estudiante (en su veintena recién estrenada) que sabe qué quiere, cómo lo quiere y en qué momento lo quiere, y que, más sorprendentemente, sabe cuándo no lo quiere más. Claro, la juventud ayuda, claro, es otra generación, claro, ayuda también ser atractiva, pero se nota que Allen siente empatía por este personaje: ella está por encima de las abstracciones, ella va por la vida defendiendo su racionalidad y respetando (sacando ventaja primero de sus habilidades, como cualquiera lo haría, claro) la libertad del otro.   

viernes, 31 de julio de 2015

La tierra y la sombra:





Un nudo en la garganta. Nada asombra y todo duele.

Todos tenemos, en nuestra historia familiar, alguien que se apega a la tierra, alguien que no se quiere ir. Todos tenemos una historia de “fidelidades” e “infidelidades” amargas y felices hacia nuestros padres. Todos tenemos una historia de rencores y perdón entre los lazos de la sangre, de la vida, de los tiempos.

Una casa en medio de los cañadulzales; las luces de la ciudad brillan al fondo.
Las pavesas caen sobre la casa, sobre las vidas: tierra quemada y sombra.

Aquí todo es mesurado, todo tiene su exacta medida: los diálogos, las imágenes, los sonidos, las actuaciones, el argumento. Nada falta, nada sobra. Una buena historia no necesita descuidar la imagen; una buena fotografía no necesita descuidar la historia; una historia dolorosa no tiene por qué ser solo amarga, no tiene por qué exagerar para abrumar innecesariamente al espectador.

Aquí está la historia familiar de tantos de nosotros: los abuelos que lucharon por tener un espacio de tierra propio; los padres que trabajaron toda su vida en empresas, en fábricas, en instituciones para los que solo existieron mientras fueron útiles; la industrialización que poco a poco se ha llevado tantos paisajes conocidos; la muerte que avanza tan indignamente entre aquellos que solo cuentan con el cinismo y las miserias del Estado.


Cierro los ojos y vuelvo a recorrer la carretera rodeada de cañadulzales; vuelvo a estar a salvo del polvo y del fuego dentro del bus; vuelvo a ver el ojo de la tormenta al fondo; más allá están el sudor, el cansancio, la espera del dinero que siempre falta. Más allá está el niño elevando la cometa, esperando que bajen los pájaros a comer bananos y mandarinas, el niño que besa a su abuela y va con su madre, dejando tras de sí la puerta de la casa entreabierta.

viernes, 3 de julio de 2015

Carta a una sombra



Vivo en un país, en una ciudad de ese país, en la que cada día se debe luchar por mantener la vida. Pasar la calle y caminar pueden traer fatales consecuencias; salir de la casa y hablar, también. Ni se diga de pensar distinto a la gran mayoría y de atreverse a decir y a hacer cosas distintas a las que habla y hace la mayoría (aunque lo más seguro es que no sean la mayoría, sino solo aquellos que hacen creer que son la mayoría). Vivo en un país, pues, en el que agradezco cada día que logro vivir y cada día que veo llegar al abrigo de una casa que amo, de la vista de un paisaje que me llena de alegría, de la proyección de unas horas que siento que, en realidad, me pertenecen, pero a menudo me gustaría pensar en esas cosas no como si fueran un privilegio, sino un derecho natural, fundamental, como lo enseñó Héctor Abad Gómez.

Abad Gómez (una pregunta lingüística que tal vez solo me importa a mí: ¿Por qué su dialecto no era paisa?), asesinado en 1987 en Medellín por orden de “oscuras” fuerzas de ultraderecha (los paramilitares, los militares, los políticos, los terratenientes), fue uno de aquellos a quienes aplastó “la gran mayoría” de este país (los paramilitares, los militares, los políticos, los terratenientes) y, quizá lo que más me duele, a quien aplastó la ignorancia de “la gran mayoría” de este país.

Alguien es ignorante si su mente solo puede pensar en dicotomías, en blancos y negros. Bien sé que nuestros padres y nuestros abuelos fueron educados en una forma de pensamiento así y que por eso su mundo es tan distinto al mío y que su falta de comprensión de los muchos cambios de nuestro ahora se basan en esa imposibilidad de ver los matices; así se los enseñó la religión y la política, esa “gran mayoría” de este país. Acepto y respeto la ignorancia de mis padres y de mis abuelos, pero no la de la “gran mayoría” de este país, porque su responsabilidad, es precisamente, concebir la sociedad como un todo complejo, lleno de variaciones que no caben en una disyunción.

Esa “gran mayoría” nos ha ido convirtiendo a todos los que vivimos en este país en “amantes de la muerte”; sin darnos cuenta, nos vemos perdiendo el amor por la vida, el sentido de la vida, la alegría de estar vivos. Por eso es tan necesario que nos recuerden a menudo que esos “amantes de la muerte”, en realidad, no son mayoría; que tenemos derecho a vivir como queremos, como lo hizo Héctor Abad Gómez. Su muerte vuelve a conmocionar, esta vez, a través de este documental, de esta “carta a una sombra”, para insistir en el absurdo de esa muerte.


Daniela Abad (nieta de Abad Gómez) y Miguel Salazar realizaron este documental basado en el libro de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos (2006). A muchos no les gustará que la voz predominante de la narración sea la del escritor medellinense; a muchos les molestará (porque así nos hemos acostumbrado) ver el almuerzo con vino, con postre, el carro en el que el escritor se mueve por los paisajes antioqueños, la finca (La Oculta, La Inés) en la que pueden disfrutar del paisaje (entre el valle, la selva y la montaña), los elegantes vestidos de las señoras, el desayuno en la cama; a muchos les molestará el dialecto paisa; muchos notarán ciertas ingenuidades técnicas y criticarán ciertos momentos en los que la objetividad tiende a desaparecer del encuadre... A otros muchos (ojalá) les gustará salir pensando que no se trata de clases sociales, de cuándo es mayor el dolor, de quién se lo merece y quién no, sino que la forma como esta familia se abraza, llora y trata de sanarse a sí misma es también la manera como toda una sociedad sigue intentando sanarse de tanta muerte para que la vida también tenga su lugar. 

jueves, 18 de junio de 2015

Gente de bien




“La mejor familia es la propia”. Este es el tag line de Gente de bien y descubrirlo me hace revisar mi apreciación de la película. La sensación que me queda, después de verla es el coloquial “cada oveja con su pareja”, pero puedo estar equivocada… ¿Qué hacer? ¿Aceptar que la sociedad siempre se organizará en clases, que no se puede evitar la búsqueda de “distinción”? ¿Dejar que cada quien solucione su situación como mejor pueda hacerlo?

Lo difícil de filmar la cotidianidad es no convertirla en telenovela y la película lo logra. Con actuaciones espontáneas, la historia se gana la simpatía del espectador no solo al ofrecerle imágenes con las que se identifica plenamente, sino al presentar la complejidad de las relaciones entre clases sociales, tan marcadas en una sociedad como la bogotana, como la colombiana.

Con una economía de imágenes y de diálogos, el director muestra que allí donde está lo conocido reside aquello que menos nos detenemos a analizar: las formas de autoexclusión y de exclusión social que se han naturalizado tanto ya, que pasan desapercibidas y que, de muchas maneras, se encuentran en la base de nuestras problemáticas de violencia, de corrupción y de discriminación. Sin ánimo de hacer una reflexión sociológica, la película no solo evidencia las dificultades económicas en las que sobreviven muchísimas familias colombianas, sino la manera “inconsciente” en la que hacemos parte de nuestros hábitos la pertenencia a una clase social.

El director logra que el espectador entienda las motivaciones de los personajes: lo “bien pensante” (bienintencionado) de la actitud de la señora de clase media-alta (¿?) con los de clase baja (¿?), pero también su soledad y su confusión al no saber si lo que hace está bien o no; la resignación del padre que no le puede ofrecer algo “mejor” a un hijo con el que acaba de reencontrarse, pero también sus formas de autoexclusión de experiencias que asume como ajenas a él; la desubicación del niño que ha sido obligado a dejar su mundo conocido y cuyas alarmas de defensa siempre están encendidas.


No me convenció el premio que ganó esta película, sino Alejandra Borrero. Ella me llevó a la sala de cine, ella sin maquillaje y sin libreto.

Ella:



Un profesor de cine me enseñó que cuando nos sentamos frente a la gran pantalla y lo que vemos nos parece “bueno”, nos “gusta”, se nos olvida toda la teoría cinematográfica y nos conectamos directamente con el disfrute de la experiencia estética. Lo contrario ocurre cuando no nos “gusta” lo que estamos viendo; en este caso, el crítico cinematográfico (o literario o deportivo) que todos llevamos dentro se activa, se vuelve consciente. Esto me sucedió con Ella.

Todo parece ir bien (los primeros 30 minutos) hasta cuando las escenas empiezan a repetirse sin remedio: un tiroteo, una persecución, un charco de sangre, el corte de una pierna de res, los primerísimos primeros planos sobre los rostros de los muchachos masacrados en el riachuelo y luego apilados en la estación de policía, los rostros de muchos de aquellos que pasan la mayor parte de su tiempo entre las celdas de la UPJ. Es la pobreza y la violencia que habitan entre las calles de un barrio bogotano, en lo alto de sus montañas, la pobreza y la violencia que son tan difíciles de representar en una película o en cualquier obra de arte, porque siempre existe el riesgo de caer en la victimización, en la exageración, en la tipificación. La directora eligió el blanco y negro, precisamente, para evitar estos riesgos, para distanciar lo abrumadoras que podían resultar las imágenes para el espectador, pero el descuido en el trabajo del guión y en el de edición hacen que ese esfuerzo resulte insuficiente, aunque las imágenes no resultan abrumadoras, sino gratuitas. En este caso (y quizás en todos), menos siempre resulta más.


Tal vez habría que recordar La estrategia del caracol; los personajes, claro, son distintos, porque no funciona igual un inquilinato en Ciudad Bolívar que uno en el centro, pero las actuaciones no son el problema de Ella. Por el contrario, los protagonistas elegidos hacen una excelente interpretación de su papel (algunos papeles secundarios sí caen en actuaciones acartonadas, pero son la minoría). El problema, entonces, es una historia que reitera la falta de alternativas para las vidas de los personajes, pero que no lo hace de manera creíble, y cuya solución parece ser una venganza con la que el espectador no logra conectarse del todo (o al menos, no yo). La historia se complica y se alarga sin aportar demasiado a la propuesta estética. Si el tag line de la película es “por la dignidad humana”, no sé qué tanto logra demostrarlo la historia, su representación. Juzguen ustedes.

viernes, 29 de mayo de 2015

El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra:



“Los colombianos arrasaron con todo. No dejaron nada”.

Vergüenza. Esto es lo que debe producir esta película como efecto en los espectadores colombianos que la ven. Ningún “colombiano” aparece en ella y en la única escena en la que hay algún signo de su presencia es a través de las balas que sacan huyendo, despavoridos, a los indígenas de un asentamiento. Los peruanos los han masacrado y los brasileros han llegado para fundar sectas religiosas que convierten a los indígenas “en lo peor de ambos mundos”.

En otra de las escenas, dos indígenas corren y un soldado les pregunta si son colombianos. Uno de ellos no responde; el otro dice “no sé”. Los colombianos convirtieron a muchos indígenas en fantasmas o en seres mutilados; todo por la fiebre del caucho (hace un siglo), por la displicencia de quienes habitan este país (este territorio que llamamos nación) frente a sus recursos naturales y humanos, y que en nada se diferencia de la situación actual con los estragos dejados por la minería.

Ni los colombianos, ni los brasileros, ni los peruanos entienden la selva amazónica como propia, ninguno de ellos (de nosotros) la ha cuidado, realmente, y esta negligencia ha hecho que hoy sea imposible conocer y reconocer a esos muchos que la habitaron y de quienes hoy no queda ningún rastro de sus “canciones”, de su palabras, de sus conocimientos. Quizá sea esto lo que llevó a los guionistas a construir una historia basada en la relación entre indígenas y hombres “blancos”, pero extranjeros: un alemán y un estadounidense. Han sido ellos, más que sus “hermanos”, quienes se han interesado por conocer el universo indígena del Amazonas, por aprender su lengua y por darlo a conocer fuera de aquí.

Este es, pues, el eje de la ficción narrativa de El abrazo de la serpiente: dos historias separadas por un lapso de algo más de veinte años, unidas por un libro escrito por un alemán que jamás regresó de la selva (imposible no pensar en José Eustasio Rivera), por la búsqueda de una planta que cure el cuerpo y, sobre todo, el alma, y por la necesidad de que indígenas y “blancos” se reconozcan y aprendan del otro, sobre todo, el “blanco” del indígena. Y aquí viene lo más complejo de recibir de esta película: ante la banalización recurrente del discurso ecológico, del conocimiento intuitivo, de una economía pre o anticapitalista, no es fácil asumir la significancia de aquello que se le muestra al espectador. Dos personas, a la salida de la película comentan: “Allá en Francia les debe haber gustado más”, como si solo esa realidad indígena, selvática, fuera “atractiva” para un extranjero, como si para los colombianos fuera tan “natural” aquello que nos están mostrando, como si ya se conociera demasiado. Lastimosamente, creo que esta será la forma mayoritaria en la que los colombianos recibirán esta película: desde el exotismo, como aquello que está bien y que es válido para una minoría, que es aceptado mientras siga permaneciendo en la selva, para que siga siendo una excepción y su exterminación una realidad a la que, simplemente, tenemos que resignarnos porque la razón capitalista no admite otras razones.

Ciro Guerra es absolutamente directo con su crítica, pero esa crítica está desprovista de toda ingenuidad y marcada por el profundo respeto por los seres con quienes trabajó (y aquí las actuaciones de los actores indígenas merecen todos los aplausos). Esa selva en blanco y negro deja, aun así, sentir su humedad, su calor, su silencio pleno de sonidos que el hombre debe aprender a escuchar.
  

Los indígenas nunca han sido colombianos, ni antes ni después de la Constitución de 1991; para ser políticamente correctos decimos que sí lo son, pero en el fondo los seguimos tratando como una excepción que se tolera, pero a la que no se la reconoce ni se la respeta. A principios del siglo XX, el gobierno colombiano dejó en manos de los capuchinos la “civilización” de los indígenas (imposible no pensar aquí en Eduardo Zalamea Borda), es decir, inauguró el siglo XX dándole continuidad a la misma actitud de los españoles y de los criollos “ilustrados”. La situación no ha cambiado mucho, pero como, al fin y al cabo, es una excepción, no hace sino confirmar la regla.

viernes, 22 de mayo de 2015

Labio de liebre, de Fabio Rubiano:



Ya no es el Teatro Colón, sino el Teatro Nacional (Fanny Mikey). Es la noche del estreno y las caras que vemos en televisión se repiten en los que hablan animadamente junto a nosotros. La función comienza media hora tarde “por una falla eléctrica” y luego del primer acto, alguien se da cuenta de que hizo falta acomodar algo de la escenografía.

Acostumbrada a ver las obras de teatro dirigidas y escritas por Rubiano como piezas sin concesiones con el espectador, lo primero que me sorprende es que esta tenga tantas. ¿Cómo hablar del conflicto armado en Colombia? ¿Cómo hablar de esta última etapa de nuestra larga guerra civil? ¿Cómo hablar de paramilitarismo en teatro? Rubiano escoge una comedia negra. El humor sarcástico dinamiza las tensiones representadas entre un paramilitar y sus víctimas: una familia campesina asesinada en su totalidad bajo sus órdenes.

No nos queremos reír, pero terminamos haciéndolo ante el humor directo de los diálogos de los campesinos, ante las tragedias mínimas y máximas de la periodista-actriz-reina y del paramilitar “desterrado” de su “paraíso” en un país de nieves eternas. Mientras veía las escenas, recordaba una obra de teatro que vi hace cuatro años: Kilele, de Varasanta, sobre la masacre de Bojayá, en el Chocó, adjudicada a la guerrilla. Kilele no hace reír, Kilele es una tragedia; los muertos en vida rondan los caminos por los que salieron huyendo y la dramaturgia se convierte en un ritual que invoca un nuevo tiempo para los hombres.

Entiendo la intención de Rubiano y del Teatro Petra. Ante una serie de obras, de informes, de exposiciones, de libros, que han enfatizado en el aspecto dramático y trágico de nuestra guerra, hacen falta otras tantas obras que muestren, a través de ese humor “azabache”, tan propio de Rubiano, que, si bien hay víctimas y responsables, ninguno de estos actores es de un color homogéneo. La hija de los campesinos está enamorada del paramilitar y vive en incesto con su padre; el paramilitar ama, a su modo, a la campesina, pero sabe que ella no hace juego con sus zapatos Ferragamo. Es la misma historia que trasmuta de personajes en el continuo de los últimos siglos en este país: colonizadores, encomenderos, gamonales, patrones, empresarios, políticos, paramilitares, guerrilleros, que siguen viendo la “tierra”, el “campo” y todo lo que hay en él como si fuera su propiedad absoluta; campesinos que defienden esa misma tierra, porque son quienes han permanecido en ella, quienes la cuidan, quienes no aspiran a más que a producir para su supervivencia, pero que, entre dos fuegos (o tres o cuatro) deben tomar decisiones.

Admiro y respeto muchísimo a Rubiano, como actor y como dramaturgo, pero sé que algo falta, algo sobra en esta pieza teatral. Los veinte últimos minutos de la obra son una reproducción del discurso del Estado y de las instituciones oficiales que han llevado a cabo los procesos de paz con los paramilitares (y así todos quedamos tranquilos). El grito final de “perdón” no tiene nada que ver con esa misma palabra pronunciada por un H.H. en el documental Impunity (2010); allí se siente real, allí puedo ver a ese paramilitar ya no solo un monstruo de guerra de ese capitalismo feroz de los empresarios, para quienes esos paramilitares fueron solo empleados que hacían el “trabajo sucio”, dentro de la defensa de intereses netamente económicos. En Labio de liebre, ese “perdón” sobra, porque es algo que no añade más sentido a esos veinte minutos anteriores.

Ahora entiendo porqué la obra ha llamado la atención de los medios de comunicación en el país y le han dado publicidad y buenas críticas (para que ahora esté también en el Teatro Nacional). Rubiano escribió y dirigió una obra para un público amplio, lo más amplio que pudo; un público que ve noticieros, que lee los titulares de prensa y lee algunos artículos de opinión o de revistas, a través de las redes sociales. Eso no está mal, porque este es un tema que atañe a todos los colombianos. Pero esta intención hace que se reduzcan los efectos estéticos y éticos de la obra. El perdón, el reconocimiento de las víctimas, la “verdad”, la “memoria” y la reconciliación se pierden entre los últimos chistes ya flojos del final y entre clichés un tanto mediáticos.


Me pongo en el lugar de Rubiano y me pregunto cómo hubiera terminado yo la obra: tengo unos actores excelentes, un argumento más que menos creativo, unos recursos escenográficos versátiles y bien empleados, una producción impecable. ¿Cómo terminar esa obra, cómo cambiar esos últimos veinte minutos? Quizá sería otra obra; esta es la que nos ha entregado Fabio Rubiano y el Teatro Petra.  

lunes, 30 de marzo de 2015

Maps to the stars:





Si uno va a Los Ángeles, puede alquilar una limusina para pasearse por las calles donde están ubicadas las casas de los “famosos” de Hollywood, de las “estrellas”. Pareciera que todos allí quisieran hacer parte de ese mundo, de esa galaxia: desde el conductor de la limusina, aspirante a guionista y a actor, hasta quien la alquila, una chica que acaba de cumplir 18 años y que regresa para terminar algo que dejó pendiente 7 años atrás.

David Cronenberg no demuestra ninguna señal de empatía con sus personajes (frágiles seres que se “rompen” al más mínimo impacto): ni con los padres para quienes es más importante mantener un estilo de vida envidiable y presentable en las pantallas de televisión, que cuidar de la salud mental y física de sus hijos; tampoco con esos hijos que son el resultado del secreto guardado por sus padres; mucho menos con esa actriz que es el anverso de Birdman: mientras su ego le habla de grandeza, de soberbia, de tener alas, de elevarse, el de ella le habla para exagerar lo “peor” que conoce de sí misma: sus miedos, sus inseguridades.

En la  misma fiesta, chicos de 14 años hablan como si se acercaran a los 30: las drogas, el alcohol y el sexo han hecho el trabajo suficiente para presentarlos al borde la locura, del hartazgo y de la muerte. Las caras de Britney Spears y Macaulay Culkin (para hablar sólo de dos de los “escándalos” de mi generación) pasan por la mente del espectador para recordarle lo canalla que puede ser tener cámaras encima la mitad del día. Más allá, una actriz que se acerca a los cincuenta, trata de comportarse como una de treinta (o de veinte) y su patetismo nos pone frente a nosotros mismos como espectadores: pedimos caras “armónicas”, cuerpos perfectos, pedimos talento y “glamour”.


Gustar y ser el centro de atención es la cotidiana enfermedad de nuestros días: las redes sociales son nuestra propia versión (mejorada o empeorada) del programa de chismes de las “estrellas”. Lo que sucede con estas es sólo una exacerbación de lo que cada uno de nosotros vive a diario (aún contra nuestra mejor voluntad): la presión por ser bello, armónico, talentoso, exitoso, reconocido, glamoroso y con estilo. Algunos acuden a terapias “alternativas” sólo como parte de una imagen que se debe mantener, que está de moda o que llega a ser el sustituto de lo que ninguno se atreve a asumir o a resolver de sí mismos. Otros tratan de ser coherentes y de buscar la “mejor” salida (no siempre) a tiempo.