Si
uno va a Los Ángeles, puede alquilar una limusina para pasearse por las
calles donde están ubicadas las casas de los “famosos” de Hollywood, de las “estrellas”.
Pareciera que todos allí quisieran hacer parte de ese mundo, de esa galaxia: desde
el conductor de la limusina, aspirante a guionista y a actor, hasta quien la
alquila, una chica que acaba de cumplir 18 años y que regresa para terminar
algo que dejó pendiente 7 años atrás.
David
Cronenberg no demuestra ninguna señal de empatía con sus personajes (frágiles
seres que se “rompen” al más mínimo impacto): ni con los padres para quienes es más
importante mantener un estilo de vida envidiable y presentable en las pantallas
de televisión, que cuidar de la salud mental y física de sus hijos; tampoco con
esos hijos que son el resultado del secreto guardado por sus padres; mucho
menos con esa actriz que es el anverso de Birdman: mientras su ego le habla de
grandeza, de soberbia, de tener alas, de elevarse, el de ella le habla para
exagerar lo “peor” que conoce de sí misma: sus miedos, sus inseguridades.
En
la misma fiesta, chicos de 14 años hablan
como si se acercaran a los 30: las drogas, el alcohol y el sexo han hecho el
trabajo suficiente para presentarlos al borde la locura, del hartazgo y de la
muerte. Las caras de Britney Spears y Macaulay Culkin (para hablar sólo de dos
de los “escándalos” de mi generación) pasan por la mente del espectador para
recordarle lo canalla que puede ser tener cámaras encima la mitad del día. Más allá,
una actriz que se acerca a los cincuenta, trata de comportarse como una de
treinta (o de veinte) y su patetismo nos pone frente a nosotros mismos como espectadores:
pedimos caras “armónicas”, cuerpos perfectos, pedimos talento y “glamour”.
Gustar
y ser el centro de atención es la cotidiana enfermedad de nuestros días: las
redes sociales son nuestra propia versión (mejorada o empeorada) del programa
de chismes de las “estrellas”. Lo que sucede con estas es sólo una exacerbación
de lo que cada uno de nosotros vive a diario (aún contra nuestra mejor voluntad):
la presión por ser bello, armónico, talentoso, exitoso, reconocido, glamoroso y
con estilo. Algunos acuden a terapias “alternativas” sólo como parte de una imagen que se debe mantener, que está de moda o que llega a ser el
sustituto de lo que ninguno se atreve a asumir o a resolver de sí mismos. Otros
tratan de ser coherentes y de buscar la “mejor” salida (no siempre) a tiempo.
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