viernes, 22 de mayo de 2015

Labio de liebre, de Fabio Rubiano:



Ya no es el Teatro Colón, sino el Teatro Nacional (Fanny Mikey). Es la noche del estreno y las caras que vemos en televisión se repiten en los que hablan animadamente junto a nosotros. La función comienza media hora tarde “por una falla eléctrica” y luego del primer acto, alguien se da cuenta de que hizo falta acomodar algo de la escenografía.

Acostumbrada a ver las obras de teatro dirigidas y escritas por Rubiano como piezas sin concesiones con el espectador, lo primero que me sorprende es que esta tenga tantas. ¿Cómo hablar del conflicto armado en Colombia? ¿Cómo hablar de esta última etapa de nuestra larga guerra civil? ¿Cómo hablar de paramilitarismo en teatro? Rubiano escoge una comedia negra. El humor sarcástico dinamiza las tensiones representadas entre un paramilitar y sus víctimas: una familia campesina asesinada en su totalidad bajo sus órdenes.

No nos queremos reír, pero terminamos haciéndolo ante el humor directo de los diálogos de los campesinos, ante las tragedias mínimas y máximas de la periodista-actriz-reina y del paramilitar “desterrado” de su “paraíso” en un país de nieves eternas. Mientras veía las escenas, recordaba una obra de teatro que vi hace cuatro años: Kilele, de Varasanta, sobre la masacre de Bojayá, en el Chocó, adjudicada a la guerrilla. Kilele no hace reír, Kilele es una tragedia; los muertos en vida rondan los caminos por los que salieron huyendo y la dramaturgia se convierte en un ritual que invoca un nuevo tiempo para los hombres.

Entiendo la intención de Rubiano y del Teatro Petra. Ante una serie de obras, de informes, de exposiciones, de libros, que han enfatizado en el aspecto dramático y trágico de nuestra guerra, hacen falta otras tantas obras que muestren, a través de ese humor “azabache”, tan propio de Rubiano, que, si bien hay víctimas y responsables, ninguno de estos actores es de un color homogéneo. La hija de los campesinos está enamorada del paramilitar y vive en incesto con su padre; el paramilitar ama, a su modo, a la campesina, pero sabe que ella no hace juego con sus zapatos Ferragamo. Es la misma historia que trasmuta de personajes en el continuo de los últimos siglos en este país: colonizadores, encomenderos, gamonales, patrones, empresarios, políticos, paramilitares, guerrilleros, que siguen viendo la “tierra”, el “campo” y todo lo que hay en él como si fuera su propiedad absoluta; campesinos que defienden esa misma tierra, porque son quienes han permanecido en ella, quienes la cuidan, quienes no aspiran a más que a producir para su supervivencia, pero que, entre dos fuegos (o tres o cuatro) deben tomar decisiones.

Admiro y respeto muchísimo a Rubiano, como actor y como dramaturgo, pero sé que algo falta, algo sobra en esta pieza teatral. Los veinte últimos minutos de la obra son una reproducción del discurso del Estado y de las instituciones oficiales que han llevado a cabo los procesos de paz con los paramilitares (y así todos quedamos tranquilos). El grito final de “perdón” no tiene nada que ver con esa misma palabra pronunciada por un H.H. en el documental Impunity (2010); allí se siente real, allí puedo ver a ese paramilitar ya no solo un monstruo de guerra de ese capitalismo feroz de los empresarios, para quienes esos paramilitares fueron solo empleados que hacían el “trabajo sucio”, dentro de la defensa de intereses netamente económicos. En Labio de liebre, ese “perdón” sobra, porque es algo que no añade más sentido a esos veinte minutos anteriores.

Ahora entiendo porqué la obra ha llamado la atención de los medios de comunicación en el país y le han dado publicidad y buenas críticas (para que ahora esté también en el Teatro Nacional). Rubiano escribió y dirigió una obra para un público amplio, lo más amplio que pudo; un público que ve noticieros, que lee los titulares de prensa y lee algunos artículos de opinión o de revistas, a través de las redes sociales. Eso no está mal, porque este es un tema que atañe a todos los colombianos. Pero esta intención hace que se reduzcan los efectos estéticos y éticos de la obra. El perdón, el reconocimiento de las víctimas, la “verdad”, la “memoria” y la reconciliación se pierden entre los últimos chistes ya flojos del final y entre clichés un tanto mediáticos.


Me pongo en el lugar de Rubiano y me pregunto cómo hubiera terminado yo la obra: tengo unos actores excelentes, un argumento más que menos creativo, unos recursos escenográficos versátiles y bien empleados, una producción impecable. ¿Cómo terminar esa obra, cómo cambiar esos últimos veinte minutos? Quizá sería otra obra; esta es la que nos ha entregado Fabio Rubiano y el Teatro Petra.  

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