lunes, 28 de septiembre de 2015

Escritores trabajando

Leila Guerriero, 2015, Zona de obras, Bogotá, Anagrama, 192 p.

Me importa esto: que leí a Guerriero por primera vez una tarde de 2004, en una ciudad en donde uno de mis pocos contactos con lo que ocurría más allá de mi habitación, del televisor con cable, era El Malpensante (tenía a tres cuadras el Café Internet). En medio de una de las peores crisis existenciales y profesionales que he tenido, apareció ese texto publicado en aquella revista bogotana; pienso que en dos años tendré la edad que tenía Leila cuando escribió ese texto y pienso también en si lo que seré en dos años tendrá parte de aquello que tanto llegué a admirar en ese texto de Leila: coraje, una visión nada ingenua de la vida ni de la condición de ser mujer y una filosofía de vida: echar las puertas abajo, cuando golpeamos y no nos abren.
            Me importa también esto: que encontré Zona de obras hace un mes, exhibido en una vitrina de una pequeña librería de Medellín, mientras esperaba que pasara el tiempo y mientras leía un libro de otra autora argentina. Más interesada en la historia de un sub-subgénero narrativo que lleva más de 200 años vigente, que en seguir rumiando una charla que debía dar al día siguiente, abro el libro de Guerriero y leo:

Salvame de esperar que lo que escribo –o digo– le importe a mucha gente. […]. Salvame de creer que nadie lo hace mejor que yo. […].
Salvame de perder la curiosidad por nada que no sea yo. […].
Salvame de no querer tomar el riesgo. […].
Salvame de querer escuchar solo lo que me hace bien. […].
Salvame de necesitar la mirada de los otros. […].
Salvame de ambicionar el camino de los otros. […]. (66-67).

Cierro el libro y pienso que no podía ser más oportuno (en ese momento, ahora y mañana). Me emociono pensando en lo que voy a encontrar, en lo que voy a leer: una serie de artículos de Guerriero sobre el oficio de escribir textos periodísticos (crónicas, perfiles). Hoy, después de terminar el libro, pienso que Zona de obras no es un libro solo para periodistas, sino para todos aquellos que se enfrentan regularmente con el reto de escribir un texto para ser entregado a un público (diminuto, mediano, enorme) y para aquellos que piensan que ese texto es una forma del arte (así sea un texto periodístico, académico, ficcional o poético).
            Leila Guerriero desmitifica el acto de escribir: la escritura no se disfruta, no es un acto placentero, no es fácil y, sin embargo, solo es para aquellos que prefieren este “martirio” a “evitar la sensación de sinsentido de no hacerlo” (91). La mayoría de los escritores elegirían hacer cualquier otra cosa, antes de sentarse a escribir, antes de saber que van a pasar no se sabe cuántas horas (después del proceso previo de investigación) encontrando las palabras adecuadas, un ritmo, una armonía, un tono; antes de batallar con un animal informe que al final podrá seguir siendo un gran monstruo o una obra de la que sintamos algo de orgullo:

Escribir con la concentración de un monje y la humildad de un aprendiz. Atravesar un campo de correcciones infinitas, buscar palabras donde parece que ya no las hubiera. Llegar, después de días, a un texto vivo, sin ripios, sin tics, sin autoplagios, que dude, que diga lo que tiene que decir […], que sea inolvidable. Un texto que deje, en quien lo lea, el rastro que dejan, también, el miedo o el amor, una enfermedad o una catástrofe. […].
Atrévanse (65).
   Hay que haber mirado mucho para escribir tres líneas que lo digan todo. La confianza de un lector es un acto de fe que se conquista no pidiendo un milagro a San Benito, sino con una voz segura en la que cada palabra visible esté sostenida por invisibles diez mil. (167-168).

            Zona de obras sigue siendo para mí, además, una continuación de ese texto leído en el 2004: un texto sobre la necesidad del coraje y de una visión nada ingenua de la existencia. Hay un artículo sobre Madame Bovary que me ayuda a entender más que ningún otro, por qué la fascinación y la animadversión por su protagonista: odié a Emma la primera vez que leí la novela de Flaubert y me dio pena la segunda. El texto de Leila subraya el “estado de humillante desnudez emocional en el que Emma Bovary se entregaba a sus amantes” (19), una desnudez que le impedía ver las consecuencias de sus decisiones, los daños colaterales. Esa desnudez puede ser confundida por los lectores con una actitud romántica, pero Flaubert se encarga de convertirla en un “comentario implacable sobre la humillación y el amor” (25), un “mecanismo, desorientado y caníbal, que lo devoraba todo en pos de una ensoñación confusa” (26).
            Lo que mueve a Guerriero a escribir es su necesidad de entender, su monstruosa curiosidad; cuando decidió ser periodista, se dio cuenta de que cada uno podía elegir la vida que quería, si estaba dispuesto a asumir las consecuencias de sus decisiones –todo lo contrario a Emma Bovary– y esa también ha sido una enorme lección para mí. Al igual que Leila, la única forma de vida que me interesa es aquella que me permita moverme, asumiendo las consecuencias, y nada mejor para entenderlo que el acto de viajar:

Sé que no viajo para ver paisajes, para visitar museos, para admirarme ante pirámides de miles de años. Viajo para leer, para perderme. Para ejercitarme en la improvisación y el ascetismo. Viajo para no volver atrás, para no llegar a ninguna parte, para habituarme a perder y a despedir: lugares, cosas, gente. Viajo para recordar que no es bueno sentirse seguro ni aún seguro, a salvo ni aún a salvo. Viajo para moverme, que es la única forma de vida que respeto. (131).

            Siempre que no sé qué hacer, qué camino seguir; siempre que me siento insegura acerca de mi trabajo, cada día que me pregunto por qué hago lo que hago, por qué sigo insistiendo, recuerdo a Leila:

Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan. […].
Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer y háganlos bien […]. No se quejen. (14-15).


            Entonces, todo vuelve a estar en su lugar (por un tiempo). Sigo revisando archivos, comparando fuentes, rumiando palabras de otros, escuchando a ciertas personas, recordando ciertas situaciones, leyendo y leyendo más. Sé que luego vendrá el encierro: los largos y numerosos días en los que no sucederá nada más que la imagen de mí misma sentada frente a una pantalla, copiando palabras de otros, trastabillando con ideas de otros hasta encontrar las propias (las que creo propias), hasta dar con las palabras que traten de poner un orden que antes no estaba (eso me parece), un sentido que hacía falta (eso creo). Y todo estará bien hasta que aparezca ese “algo” que me hará cambiar de ruta, que me hará mirar lo que antes no estaba allí, que me hará dejar atrás lo que antes era tan importante, hasta que se sature mi nueva curiosidad; luego todo comenzará de nuevo: abrir las cortinas, desear que se caiga el internet, que nadie me escriba (aunque a veces todo lo contrario), que nadie llame (aunque a veces todo lo contrario) y seguir, seguir y seguir, hasta hacer que todo aquello que no son más que archivos y carpetas en una pantalla, apuntes y resaltados en todos los colores en un cuaderno, en unas hojas, tenga la fuerza de algo vivo. 

lunes, 14 de septiembre de 2015

Hombre irracional




Si Media noche en París fue la delicia de quienes se creen –nos creemos– intelectuales con bastante cultura literaria, Hombre irracional hace lo propio con la cultura filosófica; los nombres de Kant, Kierkegaard, Arendt, Beauvoir, Sartre, Husserl y Heidegger se pasean por los labios de un profesor de filosofía y su alumna más avezada. Sin embargo, la “delicia” será solo aparente, porque durante toda la película, Woody Allen (su guión) mostrará que la filosofía es lo más parecido a una “masturbación mental” (mucha de la crítica literaria también lo es, claro) y que un libro como Crimen y Castigo –ya un referente recurrente en Allen– produce más reflexiones e ideas en el personaje principal que leer sobre el imperativo categórico de Kant. También es aparente porque así como en Media noche en París con las referencias literarias, aquí las filosóficas aluden a las ideas más propagadas-conocidas sobre las teorías de esos filósofos, así que las “grandes” frases o conceptos que aparecen diseminados en la película, funcionan más para que el espectador se sienta “inteligente” (el supuesto tipo de espectador promedio de las películas de Woody Allen) cuando entiende de qué se está hablando y menos para darle un sentido más profundo a la película.

En general, el dilema es sencillo: se trata de llevar hasta sus últimas consecuencias la contraposición entre la teoría y la práctica, entre lo abstracto y lo real de la existencia humana; la cuestión de quien estudia la vida a partir de reflexiones librescas y quien atraviesa la línea en donde esas ideas se llevan a la práctica. El filósofo quiere contribuir en algo a mejorar el mundo, a cambiarlo, pero se siente impotente porque cree que sus artículos, sus libros, sus clases, sus conferencias, son insuficientes para cumplir su objetivo. Entonces, aparece la idea de la libertad para cumplir su voluntad y, por supuesto, la moral; Allen elige la idea de un asesinato como motivo privilegiado en el que confluyen más claramente estas cuestiones. ¿Dónde queda la racionalidad cuando cumplir nuestra voluntad (a la que se ha llegado racionalmente) implica ir en contra de la razón de la otra persona?, ¿dónde está la libertad cuando solo uno de los dos implicados puede elegir?

Pero si fuera solo una película “filosófica” no sería Allen y no iríamos a verla (no yo, por lo menos), así que, por supuesto, está también el tema amoroso. Dos modelos de mujer y dos tipos de amor: una joven e inteligente estudiante (atractiva; hay que enfatizar en esto) enamorada de su brillante y arrebatador (y apuesto; hay que enfatizar en esto) profesor, y a quien su novio (de su misma edad, apuesto y estudiante como ella) empieza a parecerle menos “inspirador”, ante la personalidad del profesor. Por otro lado, una profesora infelizmente casada que no se atreve a dejar a su marido y a cumplir su sueño de vivir en el exterior, a no ser que encuentre un hombre que se quiera “escapar” con ella. El profesor de filosofía parece reunir las imágenes de hombre que ambas mujeres buscan: un ser que parece concretar sus ansias de nuevas experiencias, de aventura, de “romanticismo”. Dos generaciones de mujeres que han aprendido a enamorarse de maneras similares, pero que han aprendido a resolver sus historias de amor de maneras distintas: es triste ver a la profesora (que está en sus cuarenta) conscientemente buscando “aventuras”, pero inconsciente e ingenuamente tratando de encontrar un hombre que resuelva las situaciones que no se atreve a cambiar por sí misma; es admirable ver a una estudiante (en su veintena recién estrenada) que sabe qué quiere, cómo lo quiere y en qué momento lo quiere, y que, más sorprendentemente, sabe cuándo no lo quiere más. Claro, la juventud ayuda, claro, es otra generación, claro, ayuda también ser atractiva, pero se nota que Allen siente empatía por este personaje: ella está por encima de las abstracciones, ella va por la vida defendiendo su racionalidad y respetando (sacando ventaja primero de sus habilidades, como cualquiera lo haría, claro) la libertad del otro.