jueves, 26 de mayo de 2011

Karen llora en un bus:





Como ella hay muchas y muchos. Visten de marrón –porque el café es el que tomamos, dice mi sobrino –, de gris, negro o azul oscuro. Así haga sol, llevan el cuello alto, las mangas largas, cubriendo todo el brazo, los pantalones como los de los uniformes de oficinistas, los zapatos también como otra parte del uniforme…


A Karen ya no le gusta su vida, ya no se reconoce en ella, y tiene la valentía (no exenta de cobardía) de cambiarla, de cambiarse. A Karen le gusta leer, le gusta el teatro, se siente fea y vieja, se avergüenza de sus senos porque son pequeños. Karen aguanta hambre, busca trabajo, aprende a sortear el día a día.


Aquí no hay televisores ni radios transmitiendo las noticias, no hay “actores del conflicto”, no hay putas ni sicarios, no hay traquetos ni políticos corruptos. Aquí sí está Bogotá, la que yo conozco: el Transmilenio, el centro, La Candelaria, Quiebra Canto, algo de Chapinero, el mismo ñero que veo cuando voy a la Luis Ángel o durmiendo frente al lugar donde vivo y un barrio residencial como tantos. Una mamá como el 95% de las mamás, un matrimonio que ya no funciona, una madre adolescente.


Karen está sola y a veces duda, pero lo que ha descubierto dentro de ella es más fuerte. Las oportunidades a veces tardan en llegar, pero llegan para quien las está buscando, para quien quiere que lleguen, para quien se prepara para recibirlas.


Algunos dirán que es otra película más, otro “intento”, que si la historia, que parece una telenovela, que los escenarios y personajes tan conocidos, que es feminista, que es autoayuda. Yo digo que no. La historia es simple y no tendría que ser de otra manera, el sonido es bueno, los diálogos creíbles, los efectos innecesarios, la guitarra del final apenas perceptible y cierta. Karen sin maquillaje y tan cercana; los otros, eso sí, un poco tan acabados de salir de la escuela de teatro o del grupo de amigos del director de la película.


Hay una escena que, creo, siempre recordaré (siempre quiero recordar): Karen y un hombre (un escritor de obras de teatro) sentados en un café-bar, alguien canta (Edson Velandia y su voz memorable, de colores y texturas diversas), una marioneta se mueve y juega con Karen; Karen ríe…


A veces cuesta mucho cambiar de colores, cambiar el marrón por el azul claro, el amarillo, el verde, el morado, el fucsia; cuesta cortarse el pelo y descubrir el rostro: los ojos un poco más grandes, los labios más visibles, la sonrisa más amplia… Por una Karen vestida de azul, cuántas y cuántos vestidos de gris, por una Karen leyendo en el bus, cuántos y cuántas llorando en el mismo vagón.

domingo, 1 de mayo de 2011

Another year:





Un año más: primavera, verano, otoño, invierno… Un año más para Tom y Gerry, para su casa en la que siempre es primavera, para su huerto que sigue, preciso, las estaciones del año: la siembra, el cuidado, la espera, la cosecha, la muerte y la renovación.


Ella es psicóloga; él, geólogo. Una pareja que se conoció el primer día de universidad y que no volvió a separarse más que para reunirse de nuevo en largos viajes, en bellos proyectos. Un hijo de treinta años y un huerto que acompaña el transcurso de los días.


El desayuno, el trabajo, la cena, una copa de vino antes de cerrar el día, el libro antes de quedarse dormido, cerrar los ojos con la cabeza apoyada en el pecho de él, abrazar el cuerpo de ella; los cincuenta años y ese cuerpo que ya no es el mismo, pero Tom sigue viendo a Gerry sensacional… Ella es su chica.


Parece perfecto y, de hecho, lo es. Tal vez estemos demasiado acostumbrados a que las películas deberían proyectar nuestro anhelo de que siempre pase algo…más, de que siempre sintamos algo…más; tal vez estemos demasiado acostumbrados a que la armonía es una excepción, a que la sensación de bienestar es una excepción. Para Tom y Gerry no es así. No se busca sentir más, no se busca algo indefinido o definido, sólo se vive, al ritmo de los días que pasan, de las estaciones que traen y se llevan lo que, simplemente, deben traer y llevar; somos nuestras decisiones: el trabajo que elegimos, la familia que tenemos, la pareja que escogimos, los amigos que hicimos.


Esos amigos son el único contraste con la “armonía” (¿por qué resulta tan difícil escribirla, creerla?, ¿por qué suena a neo-misticismo?): los hijos que no reconocen a sus padres ni a sí mismos, los hombres que trabajan solamente porque no saben qué podrían hacer con su tiempo libre, las mujeres que buscan un hombre tan desesperadamente como huyen de sí mismas. Pareciera que no hay armonía sin una pareja, pareciera que no hay armonía si no somos capaces de cuidar de una casa, de un huerto, de la comida que comemos, de los regalos que ofrecemos y nos ofrecemos, de nosotros mismos…


Hay seres de cincuenta años que no han crecido, seres con panzas enormes y rostros de niños, seres de casi cincuenta y ropa de veinte que mendigan afecto… Sus casas no se muestran, pero las imaginamos: las botellas y latas desperdigadas por el piso, el jardín lleno de maleza, la nevera vacía, la loza amontonada, la cama sin tender… Cuesta aprender a hacerse cargo de uno mismo, cuesta aprender a estar con uno mismo, cuesta aprender a salirse de sí mismo para estar con otro, con otros… Nuestros deseos a veces vienen en forma de autos rojos, de viajes como huidas; a veces vienen de la falta de deseos y de la falta de saber más que qué queremos, qué necesitamos.


No sé si sea esto lo que quiso decir Mike Leigh en esta película, no sé si suene a discurso demasiado new age (si así suena, la responsabilidad es mía, porque, definitivamente, no es el punto de vista del director)… La cámara enfoca a dos mujeres que miran al vacío, dos mujeres tan desdichadas como ciegas. La amargura paraliza y también la desilusión. La valentía, tal vez, consista en saber cómo, de nuevo, echar a andar el mecanismo, pero esto último, ya no es esta película.