domingo, 16 de noviembre de 2008

"Polifarmacodependencia"


Yo tenía diez años y no me perdía Azúcar por nada del mundo. Allí la vi por primera vez... Alejandra Borrero entra en el escenario por la puerta que minutos antes todos cruzamos para ocupar nuestros asientos de espectadores buenos. Ella empuja una silla de ruedas, sube al escenario, a su cuarto de paciente, habla, habla y se pierde en sus silencios. Alejandra es un hombre y una mujer, es un ser humano. “Antes de nacer ya estaba aburrido”, nos grita el personaje... Marihuana, cocaína, formas de evadir la monotonía, la normalidad institucional; “¿no habrá otra forma de hacerlo?”, se pregunta el personaje... El cuerpo pesado, cimas y simas de sus estados de ánimo, ojos pasmados, ojos tristes, ojos-llanto, ojos irónicos, ojos juguetones, ojos fuera de sí, ojos fuera del tiempo.

Pharmakon, una obra escrita por Carlos Mayolo y dirigida por otro caleño: Sandro Romero, es un homenaje a este creador a quien la realidad no le gustaba y para quien el cine era el servicio militar de la poesía. De Mayolo tengo el recuerdo de su figura caminando por la Macarena, cerca de la Universidad Distrital, con su gabán, su paso lento, su mentón algo levantado, sus pasos seguros, desatendiendo un poco las calles por las que podía pasar un carro a toda velocidad en cualquier momento. Mayolo, claro, por Andrés Caicedo, Mayolo y Ospina a la sombra del suicida. Pero ellos continuaron la vida, siguieron creando y creyendo, lejos de la Cali de su juventud, tan metida en todo lo que hacían, lo que construían (lo que siguen construyendo). Carne de tu carne y Agarrando pueblo... El “gótico tropical” en el que tantos han querido ver sólo personajes “oscuros”, siniestros, perversiones de un latinoamericano, pero ante el que tan pocos se detienen para ver la degradación, la metáfora de la violencia y las culturas endógenas, temerosas de la mezcla, del cambio; la “pornomiseria” sacudida, destrabada, desconstruida, burlada, para mostrar su indignidad y su simplismo.

Las luces se apagan, la gente empieza a aplaudir; la obra no tiene un final preciso, la obra sigue de otra forma, en otro tiempo, en otro lugar. Algo ha cambiado en nosotros, algo se ha movido dentro de nosotros. Mi amor está a mi lado y Alejandra me ha cogido la mano, ¿qué más puedo pedir? Nuestros cuerpos están cansados; es el cansancio del personaje que también nos toca a nosotros, que ella hizo que nos tocara a nosotros. No queremos oír los murmullos de los que sólo buscan robar un poco de la “fama” de otros, no queremos el frío de los mercenarios. Yo sólo quiero verla otra vez, sus ojos, su voz y su risa, sus manos blancas y suaves, fuertes y seguras; decirle en silencio gracias, gracias por hacer lo que hace, por ser quien es, por cantar con tanto amor “usted abusó, sacó partido de mí, abusó...”...

DOG EAT DOG FILMS: The big one


En esta película de 1998, Michael Moore expone la gran contradicción de nuestro “poderoso” sistema neoliberal, capitalista acérrimo: ¿libertad de empresa?, ¿libertad de pensamiento político?
En Estados Unidos, sólo parece haber un partido que lo controla todo, un sistema empresarial que lo controla todo: The Big One. Para Moore, ése debería ser el nombre de Estados Unidos (¿qué pensará hoy?).


Moore recorre cincuenta ciudades de su país para promocionar el libro que una editorial muy reconocida se atreve a publicar con mucho, mucho éxito. Las ciudades son muy parecidas a la Springfield de Los Simpson, la Flint que tanto le duele a Moore: ciudades “intermedias”, pequeñas ciudades que dependen de los pocos centros industriales o empresariales que abren allí sus puertas. Algo hace entrar en un constante estado de sospecha a Moore: ¿por qué entre mayores son las ganancias de la empresa, más despidos hacen? El presidente nunca da la cara, sus asesores nunca están autorizados para hablar; otros aceptan con cinismo descarado que son las reglas del mercado, la forma de ser más “competitivos” (¿para eso la educación forma por “competencias”?).


Hay empleados a quienes les tienen prohibido ver a Moore, asistir a sus charlas; les dicen que “los están protegiendo”... En secreto, ellos se reúnen, crean sindicatos, exigen sus derechos, trabajan por su dignidad, por calidad humana (aunque sea una redundancia), se dan cuenta de que todos están en la misma situación...


Casi al final, Moore vuelve a intentarlo; el presidente de Nike ha accedido a verlo. Moore lleva dos pasajes de avión para Indonesia; le propone al presidente que vayan a visitar sus fábricas en las que muchachos de catorce años arman zapatillas por menos de un dólar la hora. El presidente dice que no tiene tiempo... Moore intenta convencerlo de que en Estados Unidos hay mucha gente dispuesta a trabajar haciendo zapatillas; el presidente dice que en realidad los estadounidenses no quieren trabajar haciendo zapatillas... Moore le propone una carrera de atletismo, un pulso; si el presidente gana, Moore no se quitará jamás unas zapatillas Nike, si pierde, tendrá que abrir fábricas de Nike en Estados Unidos, en Flint, Michigan; el presidente no acepta... Moore le propone hacer una donación para las escuelas de Flint; por fin, el presidente acepta... No sólo Nike busca la manera de encontrar mano de obra barata (indignamente barata); otras empresas hacen acuerdos con las cárceles para que los presos atiendan sus líneas telefónicas y las solicitudes o reservas de sus clientes...


Lo que más admiro en Moore es su firme creencia (sustentada en la acción) en que el estado del mundo no es algo petrificado, no es una roca que una gota de agua no pueda empezar a cambiar... Las paupérrimas condiciones de trabajo incineran poco a poco el bienestar que todos merecemos, vuelven aún más abismal la relación entre vida personal, familia y creación (que es lo que debería ser siempre un trabajo), menoscaban poco a poco aquello que día a día nos mantiene vivos...


De ciudad a ciudad, en autos o en aviones, se siente esa vida estadounidense que las películas hollywoodenses poco muestran. Country, sonidos sureños, olor a smog, colores grises, música surf sin mar cerca, asfalto, desempleados, pero, al mismo tiempo, una cotidianidad, una atmósfera que nos acerca y que es lo que más recordaré de esta película.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Los falsificadores


Esta es una película sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre un campo de concentración. Un judío cuyo único interés en la vida es cómo conseguir dinero; su respuesta es clara: haciéndolo. Hay un epígrafe en Plata quemada, de R. Piglia, que siempre recuerdo (también a Arlt): “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”. Robar no es ningún delito comparado con el delito que representa tener un banco. Hacer dinero es la mejor manera de contrarrestar ese sistema vampiro de los bancos. Hay otra película que vi en televisión sobre tres mujeres que trabajaban como aseadoras en un banco y eran las encargadas de destruir los billetes que salían de circulación por su deterioro, ¿quién podría dudar de ellas? Ignoro el nombre de la película porque llegué justo cuando comenzaba el desenlace, pero las mujeres acumularon mucho dinero y cuando fueron descubiertas, ese mismo dinero les sirvió para pagar un abogado que demostrara la falta de pruebas para inculparlas. Las mujeres, precavidas como casi siempre, habían dejado unos cuantos fajos de billetes muy bien escondidos dentro de un barril en un bar. Allí se reúnen y celebran, claro, algunos meses después. ¿Dónde está el delito? En que una aseadora no puede ser tan inteligente... En que una aseadora no podría compararse con el fundador de un banco.

En Los falsificadores, un alemán traiciona a un judío y lo encarcela por sus excelentes falsificaciones de pasaportes. En el campo de concentración, el judío sirve a la causa alemana, menoscabando el sistema financiero inglés y estadounidense, para salvar su vida. El judío consigue diseñar la mejor falsificación de letras de cambio inglesas; los alemanes logran infiltrar esos documentos falsos en la banca inglesa. El próximo paso es el dólar, pero la guerra está por terminar y Alemania está arruinada... Ignoraba cuán importante fue este aspecto económico dentro de la Segunda Guerra y cómo fue tan decisivo para la finalización de la misma.

¿Cómo saber hasta cuándo resistir?, ¿qué hacer cuando un hombre de botas negras orina sobre nuestra cabeza?, ¿qué hacer cuando ese mismo hombre asesina a un chico débil? El judío salva la vida de sus compañeros falsificando documentos; algunos de ellos lo odian porque es un “vendido”, una “putica judía”; ¿cómo distinguir cuándo es eficiente gritar, huir?, ¿cómo distinguir cuándo es eficiente dar un paso al frente? El judío pasa las noches en vela, en su escritorio, pensando cómo diseñar el dólar, un dólar falso perfecto; el judío baila solo un tango, escucha en su cabeza un tango, recuerda un cuerpo de mujer, pone un tango en el tocadiscos y algún judío lejano renace por tres minutos.

Caramelo


Los colores cálidos, la luz de oriente, el desierto cercano, el mediterráneo tan deseado...
Los detalles femeninos que a veces algunas mujeres despreciamos sin detenernos a observar la enorme fuerza que hay en ellos, la tenacidad con la que sostienen el universo... Los accesorios femeninos: los anillos, las pulseras, los aretes, los collares, el maquillaje, la depilación, el pastel, la “virginidad”, el matrimonio, los globos de colores, el esmalte, las flores, los vestidos, los cantos, hablar, hablar, hablar... Y tal vez ningún hombre jamás entenderá la importancia que puede llegar a tener para una mujer un nuevo corte de pelo, un vestido nuevo...
Beirut tan lejos, pero su calor tan cercano... El mundo se sostiene en la fragilidad de los detalles; las mujeres que cosen una media rota, el ruedo de un pantalón, aquellos capaces de detenerse un momento en el ojo de una aguja, en la forma de un bigote.
Nuestras “pequeñas resistencias”... La valentía de un “no” dicho a tiempo y claramente para evitar ser atrapados, para evitar morir en vida. Admiro eso sobre cualquier otra cosa que pueda existir en este mundo...
Caramel, una película de miradas femeninas, un hombre ausente, sin rostro, un hombre como tantos, un hombre “pescador”, un hombre-teléfono, un hombre-claxon, un hombre triangulado, un hombre que deja la responsabilidad de decidir a los demás, a las mujeres... Un hombre cualquiera, uno como tantos otros que todavía no merecen un rostro... Otro que simplemente se va y se lleva los años, la piel de una mujer, ¿cómo fabricarse otra? Pero otro hombre, uno que usa pantalones cortos sólo para ver de nuevo a su dama... Pero otro hombre, una presencia sutil, una sonrisa honesta, vitalidad que no se impone, vitalidad que es, hombre en universos femeninos, hombre que escucha y observa, bello hombre, que no sabe bailar y que baila...
Un sí que no puedo entender aún, un sacrificio que no comprendo y que es bello y triste, sin embargo... Tomarte de la mano para recoger papelitos en medio de la calle... La soledad como resignación, mártires que se eligen a sí mismos...

domingo, 2 de noviembre de 2008

La sombra del caminante de Ciro Guerra (tres años después)


El cuerpo y sus huellas: una bala incrustada en el cerebro, una pierna que falta.

El país y sus mentiras: “Deme diez mil pesos para hacerle los exámenes médicos y nosotros lo estamos llamando para decirle qué trabajo hay disponible para usted” (esa mentira también me la dijeron a mí, poco tiempo después de llegar a esta ciudad, y yo, incauta, caí y di no diez sino veinticinco mil)...

El país y sus absurdos: permiso para trabajar, permiso para vivir...

La ciudad y a lo que aún no me acostumbro: los “gamines”, los “raponeros”, los indigentes, los limosneros que exigen y ya no piden, la agresividad, la violencia, la injusticia, las ofensas, la intimidación, la fuerza de un arma empuñada con odio, el arrebato de lo poco y lo mucho, el desconocimiento del otro, la rabia de lo que no se tiene, pero sobre todo, de lo que no se sabe cómo conseguir, la humillación y el miedo, el bóxer, el bazuco, la marihuana y no sé qué otras más; quedarse ahí, no poder salir, y también mi rabia, mi indignación porque no quiero dar bajo ninguna presión...

El país y sus caras: “Lo difícil no es entender que una víctima puede no ser monolíticamente un santo, sino entender que un dictador puede no ser monolíticamente un hijo de puta” (Leila Guerriero).

En La sombra del caminante todo es austero, la fuerza frágil y constante de los que han decidido que no necesitan: una estera, una fogata, una planta, una silla, unas gafas, un cofre y un secreto; eso es todo y es mucho. Aquí, el antiguo motivo del asesino que trata de huir de su pasado se hace presente; también la imposibilidad de huir de lo que uno fue. La solidaridad sin nombres, la amistad sin palabras y sin explicaciones, sin pedir cuentas ni demostraciones en efectivo. Una figurita de origami contra el viento...

En el país de las reparaciones, las víctimas donan su perdón sólo a quien es capaz de aceptar su responsabilidad, sólo a quien puede llevar la verdad consigo y desbloquear el pasado.

La silla en la espalda del hombre nos hace sentir culpables; a él no hace más que recordarle su culpa y es su tesoro, su dignidad. No hay "química" posible para el olvido de lo que está incrustado en lo más hondo de nuestra Historia. Blanco y negro, música sutil y perentoria es esta película de Ciro Guerra.

Otro muy esperado: Calamaro en Bogotá (21-10-08)


Son los noventa y voy en un taxi con mi mamá, mi papá y mi hermano. Es domingo y llueve sobre la ciudad; venimos de estar en piscina, de comer chuleta de cerdo apanada, como en ese entonces eran los domingos familiares en Cali. Pasamos por la Sexta, por un Dunkin Donuts; pedimos donuts de arequipe y sigue lloviendo... Antes de llegar a la casa, escucho una canción en la radio: suena algo flamenca, suena algo rock, la voz suena ronca, aguardientosa, sensual y llena de energía; no sé quiénes son ni cómo se llama la canción, pero aunque ya todos se han bajado del carro y han buscado sus cuartos para descansar, yo sigo metida en el taxi hasta que finaliza la canción... Mucho tiempo después, sé que eran Los Rodríguez y desde ese día sé que la voz de Calamaro me acompaña...

Después de casi quince años de esperar este concierto, veo a Calamaro a muchos metros de mí, pero, como siempre, su voz lo abarca todo y el Simón Bolívar se sigue impregnando de sonidos del sur, de buenos aires... “Sin documentos”, “Los aviones” y “La espuma de las orillas” las más esperadas; los tangos lo más sentido, sin que yo me diera cuenta: “Es inmoral sentirse mal por haber querido tanto / debería estar prohibido haber vivido y no haber amado”... “Estadio azteca”. Mujeres que van y vienen en las imágenes del fondo, un corazón que “ya no tiene espinas clavadas” y que con una sola jugada esquiva un chiste flojo...

En alguna ocasión, hace años, en un programa de televisión entrevistaban a un músico peruano de quien no recuerdo el nombre, pero sí las palabras que pronunció: contaba que Calamaro estaba lejos de la ciudad, deliberadamente aislado en una casa perdida entre las montañas, componiendo, pensando... Y algo más que dijo que no he podido olvidar: “No le voy a dar consejos a los que quieren hacer música, porque si en realidad desean hacerlo, lo harán así nadie les dé nunca una palabra de apoyo”...

“Destinitos fatales”


Andrés Caicedo llegó a mí en la Cali de los noventa como una idea robada. Me veo de nuevo agazapada entre un grupo de personas a quienes no presto atención, tratando de atrapar la dirección, el día y la hora de una función de teatro: Angelitos empantanados. Hago la fila bajo un sol soportable, un sol de las cinco de la tarde en el centro de la ciudad; sé que no entiendo nada, sé que es la primera vez que voy a teatro, sé que todo es extraño y solitario y, sin embargo, todo, a partir de allí, adquiere un nuevo significado... Veo a mi madre preocupada por oírme hablar de un hombre que se suicidó a los veinticinco años; nos vuelvo a ver a las dos en un bus urbano, oyendo hablar a dos señoras de las pastillas de Seconal que Andrés decidió ingerir después de terminar su novela y, ahora, sé también que después de escribir dos cartas: una a un amigo crítico de cine, otra para su amor, su amor que acababa de dejarlo...

El cuento de mi vida es un libro que a mis dieciséis años nunca esperé encontrar y que siempre esperé en ese momento; ahora la sensación es distinta, una tristeza inmensa... Tal vez si lo hubiera leído en los noventa me hubiera hecho mucho daño, tal vez... Ahora produce un dolor, la verdad sobre las cegueras humanas, que pueden ser muchas... Es sabido que lo que más debe importar para un lector es la obra y no su autor, pero yo jamás he estado de acuerdo con este axioma. En la adolescencia estuve rodeada de gigantes y su presencia nunca me molestó; al contrario: su presencia fue siempre una manera de mirar más allá. Caicedo fue uno de estos gigantes que hoy, con la lectura de este libro se hace humano, demasiado humano, demasiado cercano, demasiado visceral, vulnerable, pero también queda la imagen de un hombre lúcido, de un creador.

¿Qué hacer cuando nuestros héroes, nuestros gigantes, aparecen débiles, humanos, imperfectos, incoherentes, desintegrados, inciertos?, ¿qué hacer cuando se parecen tanto a nosotros y no queremos ser como nosotros? Más allá de su soledad, de su imposibilidad para consumir drogas, pero también para abstenerse de ellas, más allá de su lucha entre la inercia y la actividad frenética, más allá de su miedo al fracaso y de la lúcida visión de su obra como algo necesario para esa (esta) generación, más allá de su cuerpo frágil, de su sexualidad incierta, de su Patricia que ya se va, que ya se queda, más allá de su miedo, de sus fantasmas, más allá de su autodestrucción, más allá de su madre amorosa, de su padre silencioso, más allá de sus amigos no tan amigos, de su trabajo agotador como publicista, más allá de su necesidad de una caricia y también allí mismo, está su escritura, vida renovada, poso del que tantos hemos bebido, consumido, para salir un poco menos limpios, pero más cerca de lo que pocos aceptan como propio...