Veo
y escucho colombianos todos los días: en el hostal son quienes me atienden y
son, como yo, otros huéspedes; en las calles van, como yo, admirándolo todo o
en sus rutinas de vida. Me pregunto si querría vivir allí y, sin saber muy bien
por qué, me digo que no.
Después
de cinco días, extraño el café y la comida; estoy cansada de las medialunas y
el café con leche todos los días. Ningún mesero me entiende cómo quiero el café
(que aquí es brasilero, fuerte), pero después de cinco días lo consigo: alguien
le explica al mesero que soy colombiana y que debe prepararlo “liviano”. Encuentro
un restaurante vegetariano atendido por chinos; me gustan los sabores, el
servicio y el precio; por la mitad de lo que cuesta un almuerzo en cualquier
otro restaurante, consigo un buen plato de comida que me deja tranquila toda la
tarde para caminar y leer.
Recorro
algunas librerías de la Av. Corrientes y supongo que algo así se siente cuando
se camina por Broadway: los carteles gigantes de obras de teatro en cada cuadra.
Las librerías, en cambio, son discretas; paso por algunas casi sin notarlo.
Entro a las más grandes para tener mayores esperanzas de hallar lo que ando
buscando, sin embargo, apenas logro encontrar la mitad de lo que esperaba y a
precios que se parecen mucho a los de Bogotá… Es la crisis, dicen.
Lejos
de allí, en La Boca, voy, por mí misma, por un encargo, a Eloísa Cartonera, una
Cooperativa Editorial que elabora libros con el cartón que recogen los
recicladores por toda la ciudad. Libros, realmente, al alcance de todos. Escojo
algunos y les digo que en Colombia admiramos mucho ese proyecto; el muchacho me
dice un lacónico “gracias”; todos trabajan y yo siento que no tengo mucho más
qué hacer o decir. Tomo fotos y me voy caminando al lado de la Bombonera, sin
mucho interés… El muchacho me ha dicho que no me desvíe, por nada del mundo, y
así lo hago; llego a Caminito y todos reconocen mi “gracias” colombiano;
algunos preguntan si estoy sola y otro más me invita a tomar ron… Me siento a
tomar un café y luego me voy de allí, hacia las calles abiertas del microcentro…
Me
sorprende ver los kioscos de revistas que en Bogotá se reducen a ventas de periódicos,
dulces y cigarrillos; veo en esos kioscos revistas con la imagen de la “diva”
del momento que “lucha” con su “éxito” y al lado revistas dedicadas a la
marihuana y un periódico anarquista… Recuerdo que hace algunas décadas, me cuentan,
en estos kioscos se vendían ediciones muy económicas de obras de la literatura
latinoamericana y argentina que superaron las expectativas de la editorial que
impulsó la idea: la de la Universidad de Buenos Aires. Recuerdo también que,
gracias a estos lugares, en gran parte, los porteños lograron tener una tasa de
analfabetismo tan baja…
En
la noche y por una suerte de azar, me encuentro con una pareja que me lleva a
La Recoleta. Tomo Quilmes toda la noche y a las 4 a.m. ya no puedo responder
por mí; sólo quiero irme a dormir al hostal, después de escuchar en un bar de
San Telmo un grupo cuyo teclista es el hermanastro de Dante Spinetta –eso dicen–,
tratando de hacer un rock tipo Sui Generis. Cuando el grupo deja de tocar y han
pasado más de dos horas, me sorprende darme cuenta de que sólo ha sonado rock
argentino… Intento hacer el ejercicio con el rock colombiano… Las canciones de
los grupos que me gustan me alcanzan para una hora y media. Me voy a dormir con
las canciones de Los Visconti que pone el del turno en la recepción del hostal…
Por
la calle, veo a Caparrós en un cartel de una película sobre un militante del
Partido Obrero, asesinado durante una manifestación. En los corredores de la
Facultad de Filosofía y Letras de la UBA –que pueden ser los corredores de la
Distrital, de la Nacional o de la Pedagógica–, no está Caparrós, sino Ferreyra,
y los carteles que reclaman la verdad y la justicia sobre su muerte. En otro
cartel, en una estación del “Subte” están D. Grandinetti y C. Roth; la película
se llama Matrimonio. Pienso en la primera película que vi de Grandinetti: El
lado oscuro del corazón; el cartel es la confirmación del tiempo que ha pasado…
Y a pesar de las varias películas argentinas en cartelera, resulto entrando a ver
Oblivion, en una sala de Palermo. La sala está llena y yo como algo parecido a
pandebonos en miniatura con Fanta de naranja…
En
La Recoleta, camino casi por entre un laberinto; veo la tumba de Sarmiento,
pero no siento nada. Sigo caminando y ya no puedo mirar hacia los lados: temo
seguir encontrándome con mausoleos medio derruidos, abandonados, con ataúdes
semidestruidos, exhibiendo eso que somos cuando ya no somos nada conocido…
Prefiero mirar los gatos y su paseo indiferente por las escaleras de mármol y
las rejas oxidadas.
2 comentarios:
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