martes, 25 de diciembre de 2007

Escenas de sofá

Es un domingo de marzo de 1998 y estoy leyendo el Magazín Dominical. Tal vez ese día empezó todo, con los tres poemas de Pilar Vargas Álvarez que leí en esa edición y de quien no he vuelto a encontrar nada; se me acaba de ocurrir que podría buscar en Google... Versos que aprendí de memoria, versos que repito mental y oralmente cuando sobreviene una misma sensación: “Ese bello rostro de caoba ya estuvo sobre el mío, / conozco su mueca de placer / adornada de fiereza y con turbante. / Quizá cuando el beduino me posea / pierda yo la vida como antes.”. Quizá por eso la atracción por el sol, quizá por eso ayer en la somnolencia de la tarde apoyé mi cabeza sobre la almohada y mientras dormitaba sentía el sol en mi rostro, quizá por eso las dunas, la ropa blanca... Quizá por eso ahora hable de un libro de Bowles que ha sido un grato descubrimiento, quizá por eso recuerde ahora una película encontrada al azar en la televisión una tarde que ya no recuerdo, en compañía que ya no recuerdo, quizá por eso el asombro al encontrar esas imágenes en Bowles... En la película había un paisaje de arena, de polvo, una mujer vestida de hombre del desierto en un cuarto donde la luz entraba por una persiana rudimentaria, las líneas de luz en el rostro de la mujer y un hombre de caoba desprendiendo una a una las prendas en las que estaba envuelto el cuerpo de la mujer... Recuerdo las rocas, la arena, alguien vestido de negro; no veo más a la mujer, ni al hombre... El cielo protector es una amenaza constante, una cortina deslumbrante tras de la cual acecha el abismo... Una historia de amor sin palabras de amor, sin besos ni caricias, una historia de amor entre dos bartlebys que huyen de la civilización occidental, de su guerra y su trivialidad absurda... ¿Cómo hablar de la trivialidad sin trivialidad?, ¿cómo no caer en el prosaísmo absoluto?, ¿cómo escribir sin sólo llenar páginas? Conozco a algunos que saben hacerlo y conozco a otros muchos que no. Conozco a algunos que elaboran lo absurdo de la cotidianidad, y conozco a otros que se quedan en lo prosaico de esa cotidianidad. Voy a quedarme un poco más en Bowles, voy a llenarme de polvo, voy a aferrarme a cada palabra de esa realidad, a su sentido pleno, voy a detenerme en cada hotel, voy a seguir unos pasos que no se resignan, unas piernas que se doblan de puro cansancio, pero no por docilidad, voy a seguir una rabia que no es efímera, una rabia arraigada fuera del perímetro de toda impotencia...

domingo, 25 de noviembre de 2007

“Una parte de la euforia”

Tengo otra vez quince años, en Cali. Estoy en un paseo del colegio en un lugar cerca al parque de los Novios. Hay una piscina con túnel e intento atravesarlo, pero temo que me pase lo del cuento de Cortázar: “No se culpe a nadie” –aunque aún no lo leo– y evado el umbral. Salgo de la piscina, me visto, paso por la cancha de baloncesto y hay un grupo de muchachos de 9º escuchando música en una grabadora: “Nadie me vio partir, lo sé, nadie me espera... Hay una grieta en mi corazón, un planeta con desilusión”... Diez años después del Nada personal, estaba yo escuchando “Cuando pase el temblor” en una cancha de baloncesto... Pregunto quiénes son y pronuncian una combinación extraña, con sonido a comercial pop: Soda Stereo. Ese año, los Soda dieron un concierto en Cali, pero no voy a recordar por qué no fui... Un caleño mechudo, un bogotano calvo y una morenaza paisa fueron a escucharlos y luego se volvieron buenos amigos... Los Soda no volvieron a Cali y dos años después se separaron... Yo conseguí toda la música que pude con mis diecisiete años y mis paseos de chica buena...
Estoy en Bogotá y me duele la garganta... Los Soda se han reunido por tres meses para hacer una gira, una odisea por América. No puedo comparar los conciertos del Soda de antes con el sonido que recrearon anoche, pero sí me queda la sensación de que definitivamente esta no es una segunda parte, sino la confirmación de un “Fue”. Charly, Zeta y Gustavo son cada vez más virtuosos con sus instrumentos, su sonido es cada vez más depurado, se siente cada vez más la técnica que han alcanzado, la madurez de diez años de experiencias musicales por separado, de crecer individualmente. Anoche pensaba que hoy el sonido de Soda es muy contemporáneo; su música seguirá siendo un punto de referencia por lo que hicieron en sus momentos, por su sentido visionario del rock, pero hoy –como un eco de nuestras palabras en un bus destartalado y con un chofer medio ebrio– es una banda que suena perfecto en vivo... Esto lo digo yo que esperé este concierto doce años, yo a quien las letras de Soda le dicen cosas nuevas cada vez que las oye –anoche entendí, por fin, el sentido de “Final caja negra”–, yo para quien la música de Soda expresa mejor que ningún otro grupo mis diferentes atmósferas y emociones...
Guardo en mi memoria la alegría de estar allí, la sorpresa por las canciones que siempre quise oír en vivo. Estábamos muy lejos de la tarima, pero estábamos allí, escuchando cómo se producían esos sonidos, con la obnubilación de ver a esas tres pequeñísimas figuras unidas para pasarla bien, las imágenes llenas de luces de colores vivos, vivísimos y, de pronto, lo mejor de la noche: “Déjame vivir este sueño, el mejor que he tenido... energía misteriosa, resplandor... Al soltar mi cuerpo en remolinos, resplandor”... Quiero recordar siempre ese momento, quiero recrear siempre ese momento... Gracias, Soda, una vez más.

lunes, 12 de noviembre de 2007

“Fotosíntesis”


A la Leila, al Julio de siempre, a Zoé, a una
voz polaca, a nuestras seis piernas, a Bogotá –por fin–, y a mis historias para ti...

Hubo un cuarto
donde estuvimos yo y mis recuerdos,
una pieza cálida en el centro del mundo
y mi cerebro en expansión
y mis palabras abigarradas.
Hubo un cuarto con tristezas todavía adolescentes
y deseos más adolescentes aún.
Hubo un cuarto rodeado de montañas
con un valle al fondo:
paisajito digno de fotografía
que sólo tuvo mi cuerpo sobre la cama
mirando el techo.

Hubo también un viaje fragmentado
que se fue llevando poco a poco la tinta de los recuerdos,
que pidió disculpas por sus nuevos anhelos
y luego pateó las puertas
hasta echarlas abajo.
No fue otra exhibición,
sino el silencioso transcurrir de las horas
frente a desencuentros repetidos.

Viajo de pie y no aprieto los puños
quiero mi oído junto a tus manos,

quiero mi corazón en expansión,

un encuadre panorámico

con la cursi melodía de ocho piernas columpiándose
sobre la acera mojada,

sobre el soleado asfalto

de una ciudad que ahora puedo nombrar

que antes sólo tuvo mar

y un loco en una puerta abandonada.

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Photo by Gonzzo.

sábado, 20 de octubre de 2007

“Tu aliento es mi respiración”


Él es mi sobrino, mi primer sobrino y está luchando por mantenerse en este mundo, por compartir su vida con nosotros. Jamás había sentido lo que siento ahora. Jamás había sido conmovida de esta manera. Jamás había sentido esta inmensa responsabilidad y, al mismo tiempo, esta infinita esperanza en la vida, en el mundo en el que me muevo día a día. Un ser que nace es la renovación de la vida, un ser que nace es una esperanza de vida, de que las cosas pueden funcionar con otra lógica diferente a la anquilosada visión que a veces nos apabulla tanto en nuestra cotidianidad.
Él es Juan Felipe y trata de respirar, trata de asir la vida que le ha sido prometida. Él es Juan Felipe y agarra fuerte las manos de su papá y trata de mirar, de reconocer a su mamá, al ser que lo llevó dentro de sí por varios meses. Él es Juan Felipe, que parece un osito cuando vemos su espalda. Él es mi sobrino, al que voy a llevar al parque, al que le voy a comprar muchos helados, al que le voy a cambiar muchos pañales, el que me va a acompañar a cine, con el que voy a ir a la biblioteca, al que le voy a ayudar a hacer las tareas, el que me va a dar su manita para que lo ayude a caminar, el que me va a hacer pataletas, el que va a llorar hasta no dejarme dormir, el que va a soplar las velas de muchos pasteles de cumpleaños, el que me va a hacer demasiadas preguntas que no voy a saber cómo contestar, el que me va a enseñar otra manera de ver el universo, al que le voy a regalar muchas de las cosas hermosas que tiene estar vivo, muchas de las razones por las que es hermoso estar vivo, el que me va a sonreír mucho y el que a veces me mirará mal porque no podré complacerlo en todo, el que me dará abrazos tibiecitos y besos llenos de saliva con sabor a chocolatina y a mermelada de fresa.
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Photo by Jhony (el papá más bonito del mundo)

domingo, 16 de septiembre de 2007

Itinerario verbal

Dos clásicos: Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, y La edad de la inocencia de Edith Wharton. Ambas versiones cinematográficas protagonizadas por una hermosa Michelle Pfeiffer devotamente perdida por el amor de un embaucador arrepentido, o bien la “extranjera” que no encaja en la angosta sociedad neoyorquina de finales del siglo XIX.
En épocas de efímeros gustos, de consuetudinarias opiniones literarias sobre el libro de “moda”, o el más vendido, hace bien irse a la cama con el ritmo escritural de un seductor del siglo XVIII y despertarse con la narración precisa de una autora que esperó veinte años para contar el cambio de su sociedad. Lo que jamás dejará de sorprenderme es la actualidad de aquellos libros que llamamos clásicos, la forma en la que siguen abriéndonos el panorama del mundo en el que vivimos; de Laclos construye con hábil visión la forma de una época que pretendió ser “ilustrada”, pero dicha ilustración sirvió como instrumento a las mentes brillantes para llevar al extremo su racionalismo destructor. La corrupción de una sociedad se mide por el tipo de relaciones que se construyen entre los hombres y mujeres que la componen, y de eso da total cuenta el autor de Las amistades peligrosas. Duele ver la manera en que la Presidenta de Tourvel cae en la trampa planeada por el Vizconde de Valmont; duele ver la manera en que el racional orgullo de Valmont le impide salvar el amor que le inspira su víctima; asquea la vanidad racional a la que llega la marquesa de Merteuil, el orgullo femenino herido que termina con la “inocencia” de muchos... Emerge una leve sonrisa de la intención explícita de los “editores” de las cartas que componen este libro, al presentarlas como una forma de instruir a las futuras generaciones...
Esas futuras generaciones son la esperanza de una edad de la inocencia perdida, bien ida, para Edith Wharton. Hermosa manera de mostrar que la literatura no tiene sexo, inteligente forma de no pretender “entrar en la mente de una mujer” y dar a conocer sus pensamientos, dar a conocer “la voz que ha sido silenciada por el universo masculino”... Bla, bla, bla, “babas sonoras” que deben recoger sus rastros con la narración de esta novela; no hace falta narrar el universo femenino, porque la “Sociedad” se compone de hombres y mujeres condicionados por los mismos convencionalismos, el deber y la costumbre que vuelven gris cualquier existencia y cualquier relación, cuando no hay la admiración mutua que deriva en respeto cómplice. Newland Archer es el personaje masculino mejor construido que conozco hasta ahora como lectora y me conmovió la forma penetrante de presentar sus pensamientos y sentimientos sin estar totalmente inmersa en una novela psicológica, pero tampoco en el a veces pesado ambiente de la novela histórica anterior a la segunda mitad del siglo XX.
Me pregunto cuántas veces hemos cedido a la conspiración de la “Sociedad”, a sus vericuetos silenciosos, pero efectivos, a su sutil manera de moldear nuestra trayectoria personal. Un hermoso ser habló alguna vez sobre la falacia de creer en cualquier tipo de “esencia” individual, porque esa pretendida “esencia” sólo era una forma de manipulación. Somos el resultado de las presencias que nos rodean, de nuestras peligrosas amistades y del angosto o abstracto círculo social en el que nos movemos. Siempre será más fácil elegir la virtud que el coraje y me pregunto, como Ellen Olenska en la novela de Wharton, si la bondad es sincera en aquellos que no se atreven a ser tentados... La exposición “ante un público terriblemente educado que jamás aplaude”, que mantiene el orden social sobre la hipocresía y defiende públicamente las “buenas formas”, que margina lo diferente, lo que cuestiona, lo que problematiza, lo que quiere reconocer los límites como parte de la experiencia del mundo y no como simples y abstractas marcas sobre el papel, es el signo continuo de una sociedad que se transforma con los “nuevos tiempos”, pero que institucionaliza sus nuevas jerarquías, aquí y allá, antes y todavía...
Ahora deseo ir a buscar un autor de 39 o menos de 39 y si no lo encuentro, entonces uno de más de 39; en la amplia carretera latinoamericana se forjan huellas de palabras que no buscan los listados de la fama editorial –aunque sí sus derechos de autor–, sino la manera de interpretar las nuevas jerarquías sociales, la ordenación actual de nuestra realidad. Por ahora tengo dos nombres anotados con afán a la salida de algún conversatorio Bogotácapitalmundialdellibro, las imágenes de Zanahorias voladoras y un cubo de azúcar empezando a derretirse en una taza de café, pero ninguna certeza del encuentro; ¿alguien desea tentarme con algún otro nombre?

sábado, 25 de agosto de 2007

“Caminitos hacia el cosmos”

Este es un homenaje a Cali, porque tengo la goma de esa ciudad, sólo mía. La goma del champús que nunca tomé, la goma del río en el que tantas veces me bañé, la goma de la zariguëlla en el palo de mango, la goma de la entrada a un teatro, la goma de las tardes de cine, de la caminatas solitarias a la salida, la goma de una loma donde la brisa del mar llega, la goma de los libros que leía y no entendía, la goma del cóctel al que no quise asistir, la goma de mi cama a los doce años, muerta del miedo por la película de terror que acababa de ver, la goma de las palabras que me siguen llegando, la goma de las palabras que ahora puedo decir, la goma de mi amigo, de mi amigo que viene pronto a visitar a Bogotá, la goma de una bodega de paredes calientes, sudorosas, donde bailé muchos domingos, la goma de unos pasos que seguí de cerca, la goma de otro adiós, la goma de un pelao de mechas largas y gafas enormes, la goma de la mecedora los domingos por la mañana, la goma de Pancho Cristal y una voz hablándome de Borges, la goma del concierto al que no fui, la goma de las fotos que tomé, la goma de los ojos que reconocí bajo el sol, la goma de la música a la salida del colegio, la goma de la piscina en Jamundí, la goma de querer andar por esas calles, de ver las casas blancas de la Merced, la goma de ir hasta la Tertulia desde la 15 y pasar por la plaza San Francisco, la goma de comerme un cholao con mucha leche condensada, con mucho chocolisto, la goma de sentir la brisa en mi pelo y en mi cara, las ganas de abrazar a mi amigo... La goma de no querer soltar esta goma, la goma de mi itinerario personal, la goma de mi disco duro a prueba de virus, la goma de mis historias para ti, la goma de no querer ver el MIO, la goma caprichosa de no ver la 15 llena de vagones y buses verdes, la goma también de verla desde uno de ellos y aprenderla así, y recorrerla así, la goma de vivirla así, de llevarla en mí...
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Foto de Armando (de Cali -Venezuela- para Bogotá, con cariño).

domingo, 12 de agosto de 2007

De los congresos, otra vez

Alguna vez dije que la única certeza que tenía frente a los congresos de literatos era la posibilidad de acercar un poco a los escritores y sus lectores, pero cuando el congreso no incluye la invitación a escritores, queda la solitaria imagen de académicos hablando de obras, pero también diría que de sí mismos. No se trata de hacer psicoanálisis de los literatos, sino de mirar en su discurso aquello que nos mueve a asistir a este tipo de eventos. Somos humanistas, abogamos por un discurso que incluya al otro, pero la mayoría de las veces esto no sucede; por el contrario, lo que se ve en los solitarios congresos de académicos es una competencia de egos, de capitales simbólicos estáticos y de las primeras luchas por apropiarse de ese capital. No digo que esa sea la generalidad, pero hablo de mi experiencia.
¿Por qué asistimos a congresos? Porque ser literato es un oficio que tiende al aislamiento, al trabajo que se hace en solitario o en grupos metidos de cabeza en la biblioteca o en la red, entonces, los encuentros académicos se convierten en la posibilidad de salir de la febrilidad privada y compartirla –en cierto grado– con otros. Quiero creer que también asistimos a estos eventos movidos por un pensamiento que nunca se detiene, que busca renovar las palabras cansadas de tanto repetir lo mismo; quiero creer que nuestros nombres desaparecen cuando leemos, cuando hablamos de una producción cultural que ha conmovido nuestro ánimo y nuestras ideas; quiero creer que quienes nos escuchan atienden el hilo de quien habla desde la mesa y no sólo esperan la oportunidad de hablar para exponer que ellos también saben, que también han leído; quiero creer que seguirán atendiendo ese hilo por muchos días. Voto por el respeto de la palabra, por uno de los motivos más exultantes para seguir vivos.
Voy a recordar a cinco seres humanos hablando de crítica literaria, de la necesidad de renovar un discurso que se acostumbra muy fácilmente a la divagación y a las palabras que se usan para el elogio vacuo; voy a recordar la capacidad de creación que vi en esas palabras, la pasión rigurosa de aquello que se impone con claridad. También recordaré a un público que supo escuchar, que esperó su turno para hablar con la intención no de opacar al otro, sino de aportar a un discurso común que tenemos necesidad de formar, de afianzar, lejos de las modas, los prestigios infundados, las reflexiones superficiales, cerca de la “felicidad” del diálogo, de la posibilidad de llegar a una conclusión relativa, “y de qué lado / de la mesa llega eso, o de / qué boca, o de qué rostro, o / desde qué nombre es lo de menos” (Borges).
Mi ego salió bien librado de ese congreso, pero sigo buscando, voy encontrando; sigo pensando en mis fórmulas, en mis palabras convertidas en “moneditas”. Por ahora voy arriba a mirar el cielo reflejado en el agua, en el centro del edificio de postgrados de la Universidad Nacional, voy a acostarme sobre el prado y a apoyar la cabeza sobre una voz que me acompaña, voy a meter de nuevo la cucharita en un postre de maracuyá, voy a recordar las palabras de un hombre silencioso en la primera fila del salón, voy a recordar su mirada honesta diciéndome: “Fue una ponencia muy bonita”. No interesante, ni coherente, ni bien pensada, ni correcta; bonita. ¿Quién va a los congresos de literatos para encontrar la belleza, para encontrar una forma de la felicidad, una forma de la sensibilidad? Ignoro lo bello de mi ponencia; mi intermitente timidez sólo me dejó darle las gracias, pero quisiera saber, quisiera sentir, dónde está para él esa belleza –si es que para él lo bonito es bello–, si vio en mí esa forma de felicidad que me dan los libros y sobre todo ese libro angosto y basuriego del que hablé, en nombre de otros dos febriles lectores que andan sueltos y con quienes descubrí esa felicidad.

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Photo by Gonzzo (edificio de postgrados, UN).

viernes, 3 de agosto de 2007

De la precariedad del mundo

Releer un libro que nos ha gustado mucho puede tener las desventajas de lo que ya se ha convertido en pasado, de aquello que ha dejado de sorprender. Volver a leer El disparo de argón tiene el encanto de las cosas que se olvidan y que regresan como una forma del descubrimiento, de la entrega adolescente e íntima, del morbo de la enfermedad ajena y propia. No recordaba la mayoría de los detalles, sólo un ojo vago, un nosocomio y un barrio demasiado enclaustrado en sí mismo. Ahora Mónica aparece trayendo nuevos signos en un listón rojo amarrado a un cuello frágil; el doctor Balmes como un cuarentón demasiado pegado a su adolescencia, que otorga licencia para tratarlo como a un antiguo testigo; la idea que atrae como una tarde de largas caminatas: la vida que nunca sabremos si es la que debimos vivir, el camino que tal vez nunca elegimos, los destinos que se vuelven sombra de tanto pensar en ellos.
“Con la lógica artificial de todo destino que se piensa hacia atrás”, pienso en las decisiones que me han llevado a articular palabras, a cansarme de las fórmulas que he aprendido para hablar de lo que desvela sus contradicciones en el preciso momento en el que este acto se convierte en testimonio. Reanudar es darse cuenta que somos los mismos para los otros, que aquello que se ha asumido como un hecho no puede mover en un ápice el mundo del que salimos. La vida envuelve sus causalidades en nuestras pequeñas ficciones, en la forma en la que observo el libro cerrado, la mirada sesgada de la ilustración y recuerdo, reanudo, mis pasos flotantes, ingenuos sobre el asfalto.

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Photo by Gonzzo.

jueves, 19 de julio de 2007

"El país del fugu"

Querido blogosteta:
He hallado la respuesta, he encontrado que la curiosidad es sólo el primer paso, pero también es lo que siempre debe mantenerse. La curiosidad como aquello que atrae las cosas hasta apropiarnos de ellas; ahí está la diferencia, ya no hay paradoja -¿no?-: mi necesidad de comprender es directamente proporcional a mi nivel de curiosidad. Ahora recuerdo el fugu nadando sobre las paredes de una casa a través de las cuales el agua se deslizaba sin derramarse sobre el piso, la luz de aquel lugar, una obra de teatro interpretada por todos nosotros, los rostros felices, la apuesta por la confianza, por una intimidad compartida, el brillo en los ojos cuando vislumbré la posibilidad de ese pronombre en la mitad de un sueño. El despertar fue en una ciudad lejana, íngrima y abúlica que permitió la traducción de las palabras, de los sueños rotos, las caricias solitarias una mañana que inauguraba el año nuevo pensando en él, el chico de las uñas pequeñas y los ojos negros, el de la espalda estrecha y las piernas largas, el que alguna vez lamió mi cuerpo lleno de azúcar y me dejó encerrada en su balcón, mientras él atendía el llamado de mamá y de ella, la mujer de uñas rojas y larga mirada de lechuza... Ahora camino despacio hacia ellos y allí veo al blogosteta; él no me ve a mí, las palabras se encogen y las disparo hacia direcciones inciertas. La realidad es tan sólo un diminuto retrato del asombro: el desencuentro de los deseos y los afectos -sobre todo de los afectos-, una sonrisa arrojada al viento, una lágrima que no cae, las palabras que gorgotean en el pecho y que ya no saldrán, que se vuelven silencios...
La blogósfera ya no es suficiente; ahora entro y salgo de ella para encontrar al blogosteta en el aleph de los libros. El blogosteta tiene forma de lagarto, pero sus manos y su rostro tienen formas felinas; es la primera vez que lo veo y creo que los dioses blogosféricos evitarán cualquier tipo de acercamiento. Por ahora, adquiero una figura espectral y permanezco en el umbral de la existencia; observo al blogosteta y los movimientos anfibios con los que se acerca a una mortal. Me distraigo entre los demás mortales y cuando vuelvo a mirar, el blogosteta y su amorfa presa ya no están; entonces vuelvo a la blogósfera y espero a que mi barco fantasma me lleve de vuelta a su corazón helado, mientras él recuerda entre sonrisas, entre la ironía de sus gestos serios, sus movimientos anfibios, la presa entrando al agua y tal vez, luego, después, más tarde, la soledad y el olvido...

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Photo by Gonzzo.

viernes, 13 de julio de 2007

"Caja negra"

El viaje actúa en sentido vertical y horizontal; si x= v.t, el espacio se convierte en el tiempo que se consume a la velocidad de nuestra llegada o partida de un lugar incierto. Dentro de un auto, con personas desconocidas o conocidas a nuestro alrededor, nos sentimos especiales, dueñas de una especie de código que nos ayuda a comprender los hechos a distancia: alejarse es siempre un acto de objetividad que nos permite ver los hechos desde otras perspectivas, a veces como un todo y casi siempre como una fragmentación que nos deja sumidos en una especie de territorio en el que lo que suele primar es la sensación de espejismo; como cuando llamamos a alguien desde un lugar muy lejano y nos asalta el temor repentino que aquella persona no reconozca nuestra voz o que en realidad el número telefónico no exista. El viaje es una imagen de la soledad y por eso es que el mexicano Juan Villoro puede escribir un cuento como "Coyote" –el cual hace parte del libro La casa pierde. En él hay un hombre que sale de viaje con un grupo de amigos en busca del peyote, de una experiencia que los devuelva un poco a un estado anterior o que los reconcilie con las imágenes de sí mismos que se han ido transformando en sus relaciones y en los años transcurridos desde su primer encuentro, pero este hombre se pierde en el desierto; cuando sus amigos lo encuentran, lo que importa no es ese reencuentro sino lo que el hombre ha vivido en su soledad, la manera de aprehender el desierto y de saberse solo ante sus peligros. Regresar al lado de la pareja no es tan importante como saber que ha sido capaz de defender su vida ante un animal salvaje; no se trata de retratar una experiencia mitológica o prehistórica, sino una manera de emparentar a todos los seres humanos con la visión que deja en cada uno de nosotros la experiencia universal que es intransferible y absolutamente individual; no, no es una apología de los realitys de supervivencia, es sólo un afianzamiento de la relación profunda que cada uno lleva consigo mismo.
La imagen perfecta de la libertad es de autoría de un argentino: Julio Cortázar, en un cuento llamado "Historias que me cuento" –y que hace parte del libro Queremos tanto a Glenda-, donde hay un hombre que antes de dormirse inventa historias en su cabeza en vez de contar ovejitas; en una de esas historias él es un camionero que tiene una aventura con una mujer quien en el mundo real es amiga suya y de su esposa; es de noche y el camionero lleva su carga, fuma y escucha jazz, apartado del mundo, es decir, de todos aquellos que lo conocen, de aquellos que en ese preciso momento no saben donde está –por supuesto, en los cuentos de Cortázar aún no hay teléfonos celulares- ni podrían saberlo. Esa imagen es perfecta por dos razones: la primera por el desligamiento del personaje hacia cualquier rostro que lo ate hacia algún tipo de papel o relación permanente; la segunda porque esta imagen resume mejor que cualquier otra la importancia del viaje como tal, es decir, es el viaje, no de dónde se parta o a dónde se llegue, sino el simple viajar, desplazarse, trasladarse, no estar en un lugar determinado, no permanecer, poder renunciar a establecerse, con todo lo que esto conlleva (relaciones, vivienda, obligaciones, responsabilidades, quietud); este viaje es sinónimo del movimiento perpetuo, el olvido de la organización mental, el llano estar, que al fin de cuentas, es el estado perfecto del alma, cuando logra desatarse –de cierta manera- de su pasado y de su futuro y a la vez eliminar el presente, pues uno puede pasearse libremente por su mente, como quien pasea –literalmente- sobre ruedas, por alguna carretera que conduce a cualquier lugar; en este punto todo es real y a la vez nada lo es, pues jugamos con nuestras imágenes mentales sin tener que mantenerlas en sus circunstancias reales, y paralelamente, entramos en relación con el espacio-tiempo inmediato, pensando sólo en el momento (su devenir) y no en sus consecuencias...
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Photo by Jhony.

sábado, 9 de junio de 2007

“Chantaje” cinematográfico


Vuelvo a decirlo: no confío en Mario Mendoza como escritor, pero esperaba una mejor película sobre su libro Satanás; a veces los malos libros producen buenas películas, pero es muy difícil que un buen libro sea superado por su versión fílmica. Perder es cuestión de método se acerca a Satanás porque su adaptación al cine también deja mucho que desear, pero esto no sucede con Rosario Tijeras, cuya adaptación cinematográfica supera al libro de Franco –lo que deja mucho que decir sobre Franco. No confío en Mendoza, pero tampoco en Franco, ni mucho menos en Gamboa; los libros de este “trío maravilla” de la literatura colombiana me dejan con un sinsabor en la lengua y un espasmo muscular en el cerebro, me encandilan sus destellos fotográficos, su postura farandulera, su papel de escritores reconocidos, exitosos, famosos, me agotan sus libros que no son capaces de elaborar mínimamente ese “borroso punto de partida” que llamamos realidad...
Mi mesita de noche no pretende descrestar a nadie con comentarios inteligentes, tampoco pretende ocultar mis sentimientos, ni ocultarme de mí misma, pero sí pretende dar cuenta de aquello que por momentos largos o efímeros mueve mi pensamiento. Villoro tiene un artículo titulado “La academia de la inhibición” que me encanta; aparece en Los once de la tribu y por momentos –que cada vez son más- se convierte en un libro metafísico, en una lectura morbosa y adolescente que me hace pensar en la blogósfera y en todos los blogostetas que ocupamos un lugar sin espacio en ella. Escribo a pesar de mi “academia de la inhibición”, escribo porque "Satanás" me lo permite, porque aún me ofenden sus imágenes pueriles y truculentas, su abuso de la emoción fácil, de nuestras desgracias, de lo que llamamos: nuestra "violencia". Es cierto que la industria cinematográfica colombiana ha mejorado; técnicamente las películas han avanzado, ya se ve un oficio y lo que uno podría denominar un lenguaje cinematográfico y no una transposición del lenguaje televisivo al cine, como fue el caso de la ciegamente vanagloriada “Soñar no cuesta nada”, con sus íconos televisivos –y además impuestos por RCN-, su facilismo axiológico, maniqueísta, sus personajes estereotipados, su planos de telenovela... Recuerdo que por la época que se estrenó, también apareció “El Colombian dream” y en la sala en la que estábamos sólo había seis personas alrededor... Ayer me alegré de escuchar un diálogo en el bus entre una pareja; él le decía a ella que "Satanás" era muy mala, que no fuera a verla, que mejor la compraran pirata para no ir a regalarle el dinero a Cine Colombia –la empresa que acabó con el cine nacional por allá en las primeras décadas del siglo XX-; yo estoy de acuerdo, yo cometí esa equivocación y, como diría una amiga, a la próxima asistiré más guiada por mi olfato. Una sabia maestra en alguna ocasión hacía el comentario de que Mendoza estaba anquilosado en una visión premoderna del mundo en la que el diablo aún controlaba nuestras acciones y el mundo era dirigido por fuerzas malignas; ignoro si el problema de los dioses está resuelto en esta época de nuevos oscurantismos a la que llaman Postmodernidad, pero sí sé que el ser humano es mucho más que una disyunción, un terreno en disputa entre el mal y el bien... Lo que sí sé es que el estómago se revuelve al recordar las escenas torpes de las muertes de la mamá de Eliseo (AKA Campo Elías), la madre de su alumna y su alumna misma, su vecina, y la escena doblemente torpe de la masacre en un restaurante –aún no entiendo por qué no aprovechó también la escena sexual entre dos mujeres narrada por Mendoza en su libro; le habría encantado al público. Del libro no se salva nada -aunque había poco que rescatar-: ni su manejo del ritmo narrativo, ni su estructura; el señor director de “Satanás” se refocila en la imagen de una mujer desnuda orinando sobre la Biblia y pasando sus hojas sobre su pubis mojado, mientras lee un pasaje sobre el demonio. Si un espectador busca el amarillismo de nuestra degradación humana, de nuestro nihilismo social, vea “Satanás”, si prefiere el “chantaje” emocional –como lo denominó alguien que sabe escuchar-, acuda a las salas de cine y, por favor, aplauda al final. Yo tal vez lea algún día El extraño caso del doctor Jeckyll y mister Hide para pensar en algo más que en una responsabilidad que siempre se relega al mal, al bien, al diablo, a dios, al Estado, al novio, al amigo, a la universidad, al destino; luego, una vez más, trataré -tal vez- de regresar a mi “academia de la inhibición”...
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Photo by Gonzzo.

sábado, 26 de mayo de 2007

“MATERIA DISPUESTA”


“Para nacer he nacido”, dice un verso de algún poema que ya no recuerdo o que no sé si realmente leí, pero la frase sigue andando en mi cabeza desde que Mario Mendoza me la recordó la semana pasada en una entrevista. No confío en Mendoza como escritor, pero confío en su memoria desde ahora, desde el momento en el que él recordó una anécdota ocurrida entre Beckett y Jung: Jung daba una conferencia sobre un caso en el que una muchacha moría sin que se pudiera descubrir las causas y al final dijo para sí mismo: “No, ella no murió; nunca nació”; Beckett, sentado en la primera silla del salón, escuchó este pensamiento en voz alta de Jung y éste marcó su obra en adelante. Ignoro dónde haya encontrado Mendoza esta anécdota, pero me gusta pensar en ese parto de sí mismo que él proponía como deber moral. Desconfío de la palabra moral, pero propongo este deber desde una ética irracional: si la vida nos ha arrojado al mundo, nos ha parido físicamente, hay otro parto que es el de nosotros mismos; parirse a sí mismo me gusta porque se parece al coraje, a un impulso irracional que nos lleva a renacer, a ser responsables de nuestro origen: dónde nacemos, quiénes serán nuestros padres, cuál será nuestro nombre. Hay quienes llevan el pasado como un lastre que usan a manera de excusa, hay también quienes dicen NO, y hay quienes deciden renacer. Leo esto y me suena a discurso de autosuperación, pero entiendo que no es eso lo que deseo decir. El renacimiento no hace concesiones con el pasado, con la autoflagelación; el renacimiento habla de pasearse por la vida como un extraño de sí mismo, como proponía un escritor que ya no recuerdo, pero de quien me quedan estas palabras. Renacer se parece a cansarse de sí mismo y sólo en esto acepto la rutina como un estado del ser humano; la rutina no está fuera, sino adentro de nuestro acostumbramiento íntimo. Renacer se parece a cambiar y seguir siendo el mismo. Ahora que lo recuerdo esta idea surgió hace tiempo, durante una conversación en un bar con un blogosteta que puso sus manos sobre mis hombros para indicarme la dirección en la que debía tomar el autobús, el viaje que me haría más cercana a él, más lejana de él... Cansarse de ser uno mismo se parece a tomar clases de baile o de natación porque también somos bailarines o nadadores; cansarse de uno mismo se parece a comprar una camisa nueva color mora en leche porque también somos de ese color. Todo empieza a conectarse y las ideas se entrecruzan; me pregunto por qué acostumbrarse a nuestras cualidades, para qué conservar una imagen de nosotros mismos que sólo los demás pueden percibir y tal vez contar; ahora que lo pienso Gadamer habló sobre eso: acostumbrarse es como funcionalizarse, aceptar que fuimos hechos para algo determinado, que nuestras manos que nunca han tocado un piano, no puedan hacerlo hoy.
Cuando vuelvan las inseguridades trataré de volver a estas palabras, no para desdecir mis inseguridades, sino para recordar que puedo cansarme de ellas. Sigo desconfiando de Mendoza, pero tal vez algún día lea otro de sus libros para desdecirme o para volverme a decir las mismas palabras en las que ahora creo.
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Photo by Gonzzo.

domingo, 20 de mayo de 2007

La feria


El timbre de una voz que duele, el deseo tonto de una venganza, la alegría inmaculada de un beso en la frente, las palabras atoradas en el pecho, en “pugna” por salir, el brazo rodeando una espalda que sólo durará cinco segundos, la risa sin recuerdos de un rostro cercano, la promesa de una respuesta en el universo virtual, el instante atrapado en un marco amarillo, robado en un almacén de ofertas chinas, la indiferencia deliberada de un rostro que era simplemente indiferente... “I know”.
De vuelta a la realidad, camino en medio de cuarenta y cinco mil personas; no miro a nadie, como quien no desea encontrarse con un rostro esquivo, pero sonrío con la visión de un café a medio terminar sobre una mesa donde encuentro bienvenidas a la altura de mis pasos. La Feria del Libro no tiene la pretensión de un congreso de literatos o lingüistas, o periodistas o médicos o, simplemente, académicos y eso es lo que más me gusta de ella; los asistentes a las charlas no tienen por qué reclamar menos tintes fluorescentes, sólo sentarse y escuchar y, sobre todo, ver. De allí las discusiones baldías sobre la literatura latinoamericana “después del Realismo Mágico”, los rostros incrédulos de escritores que llevan contestando lo mismo desde hace diez años, impertérritos ante preguntas y respuestas que ya no escandalizan a nadie más que a quienes creen que sólo el éxito comercial convierte en tabú dudar sobre la calidad de una página; sería hora de mirar al otro padre, a sus travesuras, su guerras, sus fiestas, sus casas verdes, sus visitadoras, sus perros y cachorros, sus conversaciones, sus tías y madrastras. Por ahora me quedo con la frase de Nabokov, ésa que habla sobre el hormigueo que recorre la columna vertebral cuando estamos ante un buen libro –yo le agregaría que también ante un buen escritor... Me quedo con la posibilidad que esto que escribo sea una ficción y no tenga que poner las manos al fuego por ninguna de las palabras que la componen...
Caminar por la Feria es encontrar a personas que no leen, pero que les encanta llevar una bolsa del almanaque Bristol llena de cosas inútiles recolectadas en su trasegar por los pabellones de las instituciones oficiales, como si llevasen libros que las demás personas no pudieran dejar de admirar; caminar por la Feria es darse cuenta que no nos dejarán de gustar los títulos conspicuos –ser la Capital Mundial del Libro, por ejemplo- y que ir a Corferias es una manera de sentirse parte de ese título, de un reconocimiento que saca del anonimato; caminar por la Feria es no comprar nada, mareado por la cantidad de páginas; caminar por la Feria es salir deseando una de esas páginas, sólo una y soñar en la noche con ella y seguir deseándola a la mañana siguiente y no comprarla nunca o no comprarla por ahora. Ir a la Feria es encontrarme con las mismas voces de hace cinco años, las mismas que se esperan con ansiedad un año entero, así sepa que dirán lo mismo, que plagiarán sus libros o sus vidas, o sus movimientos; escuchar esas mismas voces me hace sentir en un estadio –si es que así sienten los hinchas por su equipo-, aunque sin el paroxismo de los colores definidos, me hace sentir un resplandor en mi mente, el sol de no poder formular una sola pregunta, el sol inmaculado de quien vive en esas preguntas, con la sed de volver a sentirlas y de no encontrar respuestas, de no desearlas, con la vitalidad de un sentido que siempre se escapa, con la alegría de quien sólo quiere irse a su casa con un separador nuevo... Hay rincones de Corferias que no dejan de traerme recuerdos: una tarde de lluvia y un libro que llegaba a mis manos con el retraso de las cosas que tendrán la forma de un gesto definitivo, unas escaleras donde dejé el rencor del desamor y un abrazo que se repite en mi mente cuando el viaje blogosférico me deja sin ganas de zarpar de nuevo...
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Photo by Gonzzo.

sábado, 12 de mayo de 2007

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Ayer alguien me regaló un título posible para este viaje blogosférico: “De la cultura letrada a la cultura fashion”, yo prefiero: “De Literatura y farándula diplomática”; abortaré los dos porque mi bitácora imposible no tendrá un título que guíe el viaje de un turista fantasma. Sólo deseo hablar de un Congreso que aún me mantiene con un sin sabor en la lengua, en mi lengua, en nuestra lengua, en esta lengua, en esa lengua. Buscamos a los escritores para hacerlos un poco más reales –sólo un poco, porque en realidad (?) no deseamos que lleguen a ser totalmente reales-, para que nuestros diálogos diferidos con ellos dejen de serlo por algunos minutos, para que se acorte la distancia que va del libro a nuestra mente o a nuestro cuerpo, para que las imágenes de ese mundo posible asomen sus orejas a este lado de acá y a otros lados... Ésta y sólo ésta es la función de los congresos; lo demás es demagogia simple y absurda. Tengo muchas preguntas, pero sólo esta certeza. Me pregunto por qué somos los únicos que organizan congresos en torno a un idioma, me pregunto qué de especial tiene nuestra lengua para que tantos estén interesados en la cantidad de saliva que produce, sus papilas gustativas, sus dimensiones, su color, su estado de salud, su capacidad de degustar las palabras que se cuelan por entre la blogósfera, las camas, la música, los grupos de muchachos reunidos en las esquinas, en un bar, o en los descansos de los colegios. Me pregunto hasta dónde llega nuestra cultura del simulacro para aceptar ver a García Márquez a través de la pantalla de un teatro cuando estaba a quinientos metros de nosotros; me pregunto por qué era importante verlo junto a los reyes, los escritores, los gramáticos, los políticos y a su esposa; me pregunto sobre una intelectualidad elitista, sobre una cultura elitista que prefiere que una obra de arte sea vista por personas “VIP”, que por personas, simplemente; me pregunto por las “ciudades de la exclusividad”, por los cordones de seguridad extendidos alrededor de una ciudad que oculta sus grietas, sus greguerías, el salitre y los colores del insomnio frente a las tiendas de recuerdos y artesanías. Escuché muchas divagaciones, pero pocas palabras lúcidas; tal vez nuestra farándula literaria esté cansada de pensar, tal vez la lucidez sólo fue para Medellín y en Cartagena se quemaron los cerebros con tanto homenaje, tanto sol, tantos hombros descubiertos, tantos pies desnudos, tantas imágenes sobre la “ciudad más hermosa de Suramérica”, tantos “Jay Féstival”, tantos reinados, tantos Angulos, ángulos y angulitos, tantos India Catalina, tanto turismo, tanto cine y televisión. Me hubiera gustado ir a Medellín, pero me imaginé un Congreso a puertas cerradas, sólo para los académicos; tal vez sería mejor haber hecho pataleta y entrar en ese recinto donde la lengua no estaba pendiente de los flash fotográficos, sino de la manera de dar cuenta de una vida entregada a las palabras y al lenguaje, a la lengua sudada, a la lengua en salsa de las calles y la privacidad de las bibliotecas y sus lectores febriles, “fundantes”. Después de los pisotones, los empujones, las esperas de tres horas, las filas de cuatro horas, las sonrisas lacónicas, los organizadores flemáticos, los celulares que nadie contesta, lejos, expeditos, estaban el mar y la Historia, y estaba un hombre, un ser humano hermoso, hablando de Beethoven y Goethe, de Machado y Voltaire, de un jardín razonado, de coliflores y lechugas, de frutos rojos y nalgas que producen la más vital de las literaturas; recuerdo a ese hombre y soy feliz, releo sus palabras angostas, furtivas, disolutas, sueltas, basuriegas y soy feliz, aquí y ahora, y después, en ese olvido que todos seremos...
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Photo by Paula (Portal de los dulces, Cartagena. 2007).