domingo, 16 de septiembre de 2007

Itinerario verbal

Dos clásicos: Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, y La edad de la inocencia de Edith Wharton. Ambas versiones cinematográficas protagonizadas por una hermosa Michelle Pfeiffer devotamente perdida por el amor de un embaucador arrepentido, o bien la “extranjera” que no encaja en la angosta sociedad neoyorquina de finales del siglo XIX.
En épocas de efímeros gustos, de consuetudinarias opiniones literarias sobre el libro de “moda”, o el más vendido, hace bien irse a la cama con el ritmo escritural de un seductor del siglo XVIII y despertarse con la narración precisa de una autora que esperó veinte años para contar el cambio de su sociedad. Lo que jamás dejará de sorprenderme es la actualidad de aquellos libros que llamamos clásicos, la forma en la que siguen abriéndonos el panorama del mundo en el que vivimos; de Laclos construye con hábil visión la forma de una época que pretendió ser “ilustrada”, pero dicha ilustración sirvió como instrumento a las mentes brillantes para llevar al extremo su racionalismo destructor. La corrupción de una sociedad se mide por el tipo de relaciones que se construyen entre los hombres y mujeres que la componen, y de eso da total cuenta el autor de Las amistades peligrosas. Duele ver la manera en que la Presidenta de Tourvel cae en la trampa planeada por el Vizconde de Valmont; duele ver la manera en que el racional orgullo de Valmont le impide salvar el amor que le inspira su víctima; asquea la vanidad racional a la que llega la marquesa de Merteuil, el orgullo femenino herido que termina con la “inocencia” de muchos... Emerge una leve sonrisa de la intención explícita de los “editores” de las cartas que componen este libro, al presentarlas como una forma de instruir a las futuras generaciones...
Esas futuras generaciones son la esperanza de una edad de la inocencia perdida, bien ida, para Edith Wharton. Hermosa manera de mostrar que la literatura no tiene sexo, inteligente forma de no pretender “entrar en la mente de una mujer” y dar a conocer sus pensamientos, dar a conocer “la voz que ha sido silenciada por el universo masculino”... Bla, bla, bla, “babas sonoras” que deben recoger sus rastros con la narración de esta novela; no hace falta narrar el universo femenino, porque la “Sociedad” se compone de hombres y mujeres condicionados por los mismos convencionalismos, el deber y la costumbre que vuelven gris cualquier existencia y cualquier relación, cuando no hay la admiración mutua que deriva en respeto cómplice. Newland Archer es el personaje masculino mejor construido que conozco hasta ahora como lectora y me conmovió la forma penetrante de presentar sus pensamientos y sentimientos sin estar totalmente inmersa en una novela psicológica, pero tampoco en el a veces pesado ambiente de la novela histórica anterior a la segunda mitad del siglo XX.
Me pregunto cuántas veces hemos cedido a la conspiración de la “Sociedad”, a sus vericuetos silenciosos, pero efectivos, a su sutil manera de moldear nuestra trayectoria personal. Un hermoso ser habló alguna vez sobre la falacia de creer en cualquier tipo de “esencia” individual, porque esa pretendida “esencia” sólo era una forma de manipulación. Somos el resultado de las presencias que nos rodean, de nuestras peligrosas amistades y del angosto o abstracto círculo social en el que nos movemos. Siempre será más fácil elegir la virtud que el coraje y me pregunto, como Ellen Olenska en la novela de Wharton, si la bondad es sincera en aquellos que no se atreven a ser tentados... La exposición “ante un público terriblemente educado que jamás aplaude”, que mantiene el orden social sobre la hipocresía y defiende públicamente las “buenas formas”, que margina lo diferente, lo que cuestiona, lo que problematiza, lo que quiere reconocer los límites como parte de la experiencia del mundo y no como simples y abstractas marcas sobre el papel, es el signo continuo de una sociedad que se transforma con los “nuevos tiempos”, pero que institucionaliza sus nuevas jerarquías, aquí y allá, antes y todavía...
Ahora deseo ir a buscar un autor de 39 o menos de 39 y si no lo encuentro, entonces uno de más de 39; en la amplia carretera latinoamericana se forjan huellas de palabras que no buscan los listados de la fama editorial –aunque sí sus derechos de autor–, sino la manera de interpretar las nuevas jerarquías sociales, la ordenación actual de nuestra realidad. Por ahora tengo dos nombres anotados con afán a la salida de algún conversatorio Bogotácapitalmundialdellibro, las imágenes de Zanahorias voladoras y un cubo de azúcar empezando a derretirse en una taza de café, pero ninguna certeza del encuentro; ¿alguien desea tentarme con algún otro nombre?

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