domingo, 31 de mayo de 2009

Manual de pelea:


Estudié en un colegio femenino y nunca me fui a los golpes (a los arañazos, a los pellizcos, a los jalones de pelo) con ninguna niña. Eso no se veía en mi colegio, uno de monjas que nos querían formar como muy buenas señoritas. Yo aprendí algunas cosas interesantes en ese colegio: que la amistad no es para siempre, que algunas profesoras discriminan porque mi papá no tiene la plata que tienen los papás de otras, que algunas mamás aprovechan la ausencia de la mía para hacerme sentir tan mal como puedan con sus palabras... También aprendí otras más interesantes: que me gusta la danza y el teatro, y mi profesor que habla y se mueve delicadamente, que me gusta cantar en el coro, que le tengo miedo a los fantasmas, que me gustan las construcciones antiguas, que hay personas a las que no les interesa las diferencias de plata...

Luego entré en un colegio mixto y allí aprendí cosas que no alcanzaría a enumerar en esta entrada; muchas veces mi relación fue más estrecha con los profesores que con mis compañeros; esas eran las consecuencias de ser la “nerda”, pero también eso me hizo amar la filosofía, la geografía y el dibujo. En el colegio dirigí revistas, escribí poemas y reflexiones, promoví campañas ecológicas... En el colegio también me enamoré, conocí el cine, conocí el rock en español, conocí a Goethe, a Calderón de la Barca, a Camus, a Kafka, a Sófocles y también a Arreola, a Borges y a Gibran; también me enamoré...


Muchas veces he querido saber qué se siente irse a los golpes con alguien, pero las peleas de mujeres no suelen ser más “estéticas” de lo que es un arañazo o un jalón de pelo; la agresividad femenina es más sutil que la masculina y eso siempre la hará más perniciosa, más insana. Me gustan las peleas de los hombres porque solucionan su problema y ya es historia. Las peleas de las mujeres se alimentan de chismes, de rencor, de competitividad, por meses y meses, por años y años... La lengua de una mujer puede ser más dañina que los golpes de un hombre, puede dejar huellas más profundas que una cicatriz o un “morado”. Las peleas de las mujeres se miden por la habilidad con la que mueven su lengua y yo siempre he perdido cuando me toca moverla a mí... Si hubiera sido hombre, habría sido de una de dos maneras: o al que le pegan sin que se pueda defender, o el que se camufla en un bajo perfil para que no le lleguen las amenazas de golpes... No se puede saber..

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Envidié más las peleas de hombres cuando vi El club de la pelea, pero no encontré a nadie parecido a Marla Singer para fundar un club femenino...


Todo esto sólo para recomendar un libro, una novela que me hizo divertir como hace mucho tiempo ningún libro lo había hecho: Manual de pelea (2004), de Andrés Burgos (Medellín, 1973). Lo que más me ha sorprendido en esta novela es el narrador, la construcción de la voz narrativa. Burgos logra contar la historia desde la voz de un niño-adolescente de 14 años que recrea la vida escolar de octavo C en el colegio La Salle, en Medellín, una ciudad que entraba en la recta final de la década de los ochenta, un barrio que se transforma con el cambio de una familia, de su casa de mármol, con sus columnas griegas, adolescentes en moto y armados. Un amigo y un hermano que se van con ellos...


El colegio es un sitio peligroso, es un lugar de aprendizaje feroz. Recordé a mi hermano, a hombres que aprecio, a mi amor, en sitios parecidos a ese o mucho más fieros; los imaginé yendo más allá de la frontera imaginaria que demarcaba el final del barrio (a mí que no salía de mi cuadra), los imaginé armándose de valor para soportar los insultos y las amenazas o aprendiendo diferentes técnicas para defenderse y reaccionar en el momento adecuado, los imaginé nerviosos frente a la niña que les gustaba, sin entender muchas veces los cuerpos y las actitudes que cambiaban más rápido de lo que ellos podían advertir, los imaginé tristes porque las presencias femeninas de sus sueños y de sus “pajas” se iban con quien tenía mejores tenis o con quien al papá le prestaba el carro, incluso con el que tenía carro o moto. Yo me imaginaba a mí misma con mi cuerpo plano, viendo a los muchachos correr detrás de bellas formas...


Esta novela de aprendizaje nos recuerda que el mundo adulto es el espejo de este universo que describe Burgos: los fanfarrones y los pusilánimes se forman aquí, pero también es un espacio que nos acerca a descubrir cómo somos, nuestras cercanías y distancias con los demás, nuestra manera de ser nosotros mismos y aceptarlo, y abrazarlo...

jueves, 28 de mayo de 2009

El Eskimal y la Mariposa


Es absurdo pedirle realidad a la literatura. Es absurdo pedir que la violencia aparezca retratada en una instantánea… Nunca he sido buena lectora de novelas policíacas o negras (el único recuerdo es Padura Fuentes); esta vez tampoco fue la excepción…

Había muchas expectativas para la lectura de la novela de Nahum Montt: El Eskimal y la Mariposa (sigue siendo un hermoso título). Había palabras de personas cercanas que la recomendaban, aunque también palabras de otros que simplemente la ubicaban en un “realismo periodístico”. No he leído Lara y creo que no lo haré, pero sí hay algo que hizo que llegar hasta el final de esta novela premiada por el Ministerio de Cultura (2004) y luego publicada por Alfaguara (hace algunos días me enteré de que la versión editada por Alfaguara tiene variaciones respecto a la del Ministerio; yo leí la del Ministerio...), se hiciera necesario: ¿por qué un hombre acepta un trabajo como el de Coyote?

El personaje principal (Coyote) es un escolta cuyo trabajo es asesinar a los sicarios que perpetraron las muertes que “conmovieron” al país en la década de los ochenta: Rodrigo Lara Bonilla, Bernardo Jaramillo Ossa, Luis Carlos Galán y Carlos Pizarro; Coyote debe esperar hasta que el sicario cumpla su “misión” e inmediatamente arremeter contra el “jovencito” para no dejar pruebas. No me queda claro si Coyote trabaja bajo órdenes del DAS o bajo órdenes de una entidad ajena al DAS que se llama La Federación, o algo así. De cualquier modo, la existencia de un ente tan abstracto como “La Federación”, hace que la novela cumpla con su epígrafe sobre la imposibilidad de encontrar la verdad, pero también me deja con la misma sensación de impotencia de siempre… Hay una idea que es muy clara en la obra y es el hecho de restar responsabilidad a Pablo Escobar sobre estas muertes; la idea explícita acerca de que él solamente fue “el sospechoso de siempre”. Es, para mí, inusual que una obra de éstas se cuente desde la perspectiva de un hombre que está dentro del sistema y, al mismo tiempo, atente contra él (es decir, la idea del sistema atentando contra sí mismo, aunque también puede ser que el sistema siempre atente contra sí mismo), pero es demasiado usual la manera como se narra esto: por momentos, el amarillismo, por momentos, los lugares comunes, por momentos, el escepticismo y el desencanto tan obvio, por momentos el Mendoza de Scorpio City (¿?). La descripción de la muerte de Pizarro fue lo que más me impactó, pero me molestó un poco que la narración afirmara la idea de este personaje como simplemente alguien simpático, cordial, que hacía suspirar a las mujeres…

El gran logro de Montt es mostrar a estos personajes desde una perspectiva muy humana, y rescatar el ejercicio de la escritura como una forma de construir versiones que alejen el olvido…

Por un momento, aparece la reescritura de una leyenda nórdica: la de la mujer esqueleto. Un ser comprensivo y amoroso me dio a conocer esta leyenda para enseñarme el valor de saber darle muerte a algunas cosas en el momento preciso... La mujer esqueleto nos reta a permanecer con ella, a aprender de ella; dar muerte es necesario en cualquier vida, en cualquier relación, para luego seguir, para amar a la mujer esqueleto y sus exigentes enseñanzas. En la novela, el Eskimal le cuenta esta leyenda a Mandrake, el médico que salva dos veces la vida de Coyote; al final, desaparece el tiempo mítico, desaparece el círculo: el Eskimal le dice a Mandrake que la mujer esqueleto sólo hechizaba a los hombres para luego comerse su carne y dejarlos como ella, convertidos en un costal de huesos... Al final, nada queda, nada se salva, de nada sirven las palabras...

Cuando esas muertes sucedieron, yo vivía entre Fusagasugá y Bogotá, experimentando con la Ouija y viendo cómo Freddy Krueguer (¿?) hacía trizas mis mejores sueños, pidiéndole un beso a un niño que creía a su corta edad que podía tener tras él a cualquier niña-mujer… Montaba en bicicleta y me caía por las empinadas calles del barrio donde vivíamos, hacía “pegas” por teléfono de disco y luego de teclado, veía a un niño ponerse una capa negra y acercarse a mí, mostrándome sus colmillos de niño... Veía las imágenes por televisión, aún las sigo viendo…

Queda una sensación de cinismo, de descaro en todo esto…

El arriero de mulas humanas:


Hacía mucho que no escribía aquí sobre lo que no me gustaba. Aquí voy de nuevo...
Después de ver El arriero, del director colombiano Guillermo Calle, era inevitable hacer analogías con Soñar no cuesta nada. Mi pensamiento es, sobre todo, analógico y aquí voy...

Lo único que se salva, aunque no por su actuación, es la bella María Cecilia Sánchez; también el hecho afortunado de que en la película no aparezca más de una mancha innecesaria de sangre, más de un tiroteo con corte a otra escena.


Si en Soñar no cuesta nada todos los soldados tenían una causa justificada para quedarse con el dinero de la guerrilla, aquí la causa de Ancízar es el permiso de su suegra para casarse con la mujer que ama. Ancízar sólo podrá tener a Virginia si consigue mucho dinero y, entonces, el negro que quería salir adelante a través de la educación, se ve impelido a dejar sus estudios para seguir el camino de su padre adoptivo, el hombre que lo recogió en la selva: el narcotráfico. Ancízar es mula y luego pasa a ser “arriero” de mulas; por fin tiene dinero para mostrarle a su suegra, tiene dinero para casarse con Virginia... Y entonces, conoce a Lucía: una vallecaucana-española que lo vuelve loco, pero con la que sólo pueda estar si también está con Virginia. Así empieza la caída de Ancízar: un triángulo femenino empujado por los celos, la traición y la desconfianza. La suegra de Ancízar, personaje caricaturesco hasta lo absolutamente grotesco, jamás lo acepta: la paisa estereotipada que no acepta negros en su familia.


Escenas de sexo por doquier, lo más “artísticamente” logradas: la “nucita” en varias camas, entre Barranquilla y Madrid, cuerpo negro-cuerpo blanco; el dinero y el sexo construyen los lazos.... Como en la escena de Soñar no cuesta nada en la que el soldadito por fin tiene a la Dayana en su cama, gracias a los billetes que les sirven de sábanas... Pero “soñar no cuesta nada”, porque sólo son sueños, como DMG. Ni los soldados ni Ancízar ni los que pusieron sus pocos ahorros en manos del David pueden disfrutar por mucho tiempo del dinero; aquí es tonto hablar de dinero fácil, porque el valor del trabajo “duro”, del “esfuerzo” por años y años, se convierte día tras día en un discurso dominante (hay un teórico del siglo XIX que plantea que sólo deberíamos trabajar tres horas al día...; “Quién dijo pereza”...), en otra forma de alienación, en otra prohibición del goce... No hablo de doble moral o de inmoralismo... Ancízar y los soldados no “cuadran” en las sociedades “blancas”: los soldados son muy “boletas” y no les “luce” los vestidos caros que compran, ni la camioneta de cien millones de pesos, no saben disfrutar la “buena” comida, ni la “buena” bebida... Ancízar no “cuadra” en la blanca sociedad española, en la blanca sociedad de narcotraficantes españoles.


Entonces, Porras, el soldadito que quiere la plata para recuperar su “tierrita” y la confianza de su “negrita”, lo logra; no es dinero para hacerse rico, no es dinero de sobra, no es dinero de lujo, no es dinero para ser “importante” o para diferenciarse de sus pares; es un dinero para defender un valor nacional, un valor tradicional: la tierra, el trabajo, la “humildad”... Ancízar pierde sus valores y se da cuenta de que ya no puede caer más, de que ya no quiere caer más... Rechaza el dinero, rechaza los lujos y se va a reafirmar un estereotipo: el del pescador, el negro pescador, el que sale antes de que el sol aparezca y consigue con el “sudor de su frente” la comida, lo necesario para vivir, para sobrevivir...


En una sociedad en la que, por un lado, se reafirman sin cesar los mensajes de la importancia de “ser alguien” (como si ya no lo fuéramos) “importante”, de tener “éxito” (¿cómo se mide, cómo medimos el éxito?), de ser “bonito” y, por otro lado, se intenta “adiestrar” en el lema “trabajar, trabajar y trabajar”, sin “pereza”, sin goce, ¿para quiénes son las leyes, para quiénes es el escarmiento?

martes, 5 de mayo de 2009

El rey del Honka-Monka

El rey del Honka-Monka baila “hasta desvariar” sobre la pista. Son los finales de los setenta y una ciudad que puede ser Cali se alebresta con la salsa “dura”: timbales, tambores, platillos, cobres y maderas se introducen en la sangre de los que bailan, de aquellos en quienes la música se convierte en danza, en fiesta del cuerpo. El rey no baila solo; tiene a su lado a una morena con ropa interior de encajes y lentejuelas, una morena que baila con él, con el rey, aunque no se toquen, aunque no se miren... William no puede decidirse y la vida decidirá por él... Su empleado aprovechará sus largas ausencias, aprovechará que él no tiene nada más en qué pensar que en el dinero que muy pronto será suyo; William tratará el dinero como una mina infinita y a las mujeres como “hembras” que nunca se aburren, que nunca se cansan... El hombre de clase media que se hace millonario, pero extraña las noches en el Honka-Monka, extraña las tardes sentado en la hamaca mientras observa el mico trepado en el árbol comiendo nísperos...

Pero El rey del Honka-Monka también es el título del libro de cuentos de Tomás González (Medellín, 1950); publicados por primera vez en 1993, Norma los reeditó en el 2003. Los cuentos de González hablan de una época: los finales de los setenta, hablan de hombres que desviaron su rumbo y se perdieron en verdores, en selvas profundas, en mares tormentosos o en ciudades que no les permiten regresar a su lugar de origen, a la raíz de los recuerdos. Los hombres de González caminan sin dientes, cubiertos de mugre, desconocen los ojos familiares, abjuran del dolor normalizado, abjuran de la violencia que arranca lo conocido, se sientan sobre la acera de una ciudad sureña de Estados Unidos y se desdibujan entre tizas de colores, donde desaparece el rastro de Dios y de los mismos hombres: “Adán, en paz, se deshace”... Los hombres de González intentan controlar el más mínimo detalle, producir en abundancia, aprovechar las oportunidades, pero su frágil humanismo hace que el camino se tuerza, que pronuncien una palabra que los condene, que dibujen una caricia en el aire, que la casa se venga abajo, entonces, los hombres pierden su “impulso colonizador”, ya no hay rejas, llega la inercia, la paz, los hombres silban mientras caminan por la playa, mientras descansan en la oscuridad quieta del mar...