sábado, 20 de diciembre de 2008

Las vírgenes suicidas: “una casa ataúd”


Hace quince años Jeffrey Eugenides publicó una novela que fue llevada al cine (1999) por Sofia Coppola. En una solitaria y monótona tarde bogotana, hace cuatro años, yo vi esa película y sus imágenes siguen rondando mi cabeza, también la música de Air, los trozos de chicle (no puedo decir goma de mascar) que aprovechaban para hablar mientras sus dueños los dejaban olvidados en algún rincón de una fiesta de colegio que ahora sé que se llama Homecoming.

Las vírgenes suicidas me recuerda (más la novela que la película) las imágenes del video de una canción de los Smashing Pumpkins: “Try, try, try”... Una canción que no he podido volver a escuchar, un video que mucho menos he podido repetir... Al principio, recuerdo las imágenes de una típica familia estadounidense frente a su casa color pastel y a su piscina color pastel y a sus dientes color blanqueamiento de sonrisa; luego, esas mismas blancas y superficiales sonrisas desfiguradas, como una figura de plastilina fundiéndose con otras... Luego las calles, tal vez de Nueva York, las agujas, el alcohol, las sobredosis, un embarazo como la figura más triste de la desesperanza...

Las vírgenes suicidas también me recuerda un documental de Michael Moore que vi hace poco: Roger y yo. La eterna Flint (Michigan), sus veinte mil desempleados de la General Motors, los desalojos, las casas abandonadas, derruidas, las inversiones en grandes y lujosos hoteles que luego deben cerrar por falta de turistas, los parques temáticos y los centros comerciales que deben cerrar por falta de visitantes, porque no pueden comprar las entradas, porque no pueden consumir; los que sí tienen trabajo y tiempo para ir a jugar golf mientras dicen: “América es el país de la libertad. Cada día es una nueva oportunidad. En lugar de seguir quejándose porque ya no tienen trabajo, podrían pensar en una idea original para tener su propia empresa”.

De los setenta a los noventa, Eugenides, Moore y los Smashing muestran esa otra cara de la sociedad estadounidense: “Lo que mi yia yia no llegó a entender jamás de este país es por qué la gente se empeña en ser constantemente feliz”. Las cinco adolescentes Lisbon se convierten en un tabú para su comunidad, en la contraparte de esa pequeña sociedad correcta y aparentemente feliz que prepara fiestas para la presentación de sus hijas en sociedad y acata obedientemente las leyes que son “para el bien de la comunidad”.

Al igual que en el libro de Guerriero (Los suicidas del fin del mundo), la narración en el libro de Eugenides (las suicidas del primer mundo) deja al lector con la sensación de que la respuesta a esas muertes no está entre los vivos... Se podrían dar muchas explicaciones: “Se habían matado por nuestros bosques moribundos, por los manatíes que mutilaban las hélices cuando se asomaban al agua para beber de las mangueras de los jardines, por montañas de neumáticos viejos más altas que las pirámides. Se habían matado por la imposibilidad de encontrar un amor que ninguno de nosotros ha encontrado jamás. Al final, la tortura que había destrozado a las hermanas Lisbon indicaba una renuncia razonada a aceptar el mundo tal como se les concedía, tan lleno de defectos”... Sin embargo, la misma narración (un narrador que se asume como una voz colectiva: la de aquellos muchachos enamorados de las hermanas Lisbon que buscan reconstruir la historia de sus vidas) es un discurso lleno de vacíos, de fuentes inciertas, de fragmentos, de suposiciones, de documentos inexistentes...

El distinguido barrio se va transformando, los padres de las Lisbon van reduciendo su mundo cada vez más; separadas del colegio, de las fiestas adolescentes, de las actividades al aire libre, de la música, del sexo opuesto, las Lisbon se van encerrando cada vez más y cada vez más desean irse... La casa Lisbon se llena de objetos podridos, inservibles, la vida se detiene en un pozo; las Lisbon van a huir...

Aquí recuerdo una frase que leí en un novela de McCullers y que tal vez resume en algún sentido lo que se siente en la adolescencia: “Tú piensas que todo acabó, pero eso sólo demuestra lo poco que sabes”. Hace algunos años, esa frase era una especie de mantra y otras veces una bofetada... La adolescencia y la grandilocuencia de los sentimientos; la adolescencia y la fuerza de su desazón, la fiereza de sus sueños y sus resistencias...

sábado, 13 de diciembre de 2008

Divertimentos de un hombre (in)fiel:

Al principio fue eso, la sensación de estar leyendo un Abad Faciolince que simplemente había tenido que cumplir con su contrato con Seix Barral y había enviado a la editorial lo primero que tenía a la mano: sus impertérritas reflexiones sobre la infidelidad y sobre nuestra doble moral frente a la verdad. Pero no, definitivamente no es así, o no es tan así.

En El amanecer de un marido, Abad Faciolince nos presenta un libro de cuentos, algunos ya habían aparecido publicados en algunas páginas de Internet (“Álbum”, “La guaca”), otros en novelas suyas (“Balada del viejo pendejo”, en Basura). Abad tiene una virtud que conozco en algunos paisas: decir verdades en forma de sátiras, con humor, creativa, escueta y a veces tan cruelmente que duele, no a la manera de Vallejo, pero sí como él mismo decía alguna vez, aunque no de sí mismo: un “odiador amable”. En El amanecer de un marido, Abad desnuda las relaciones amorosas, los celos, las infidelidades, la intimidad, los cuerpos, el amor, el sexo, con cierto consentimiento hacia las mujeres, con cierta displicencia hacia los hombres... En las primeras páginas van apareciendo memoriales de agravios, cartas de despedida, correos electrónicos que desvelan lo que nuestros sentimientos no quieren ver... La escritura como un puente que aparece cuando no se sostienen las palabras ni las miradas...

Luego va apareciendo lo otro, lo que va descubriendo nuestra hipocresía, nuestros deseos de pequeños monstruos, a veces tan necesarios para poder vivir en un país como el nuestro, para poder sacar la cabeza y seguir caminando... Recomiendo especialmente dos: “Novena” y “La señorita Antioquia”. A pesar de todo lo que se ha escrito y se sigue escribiendo sobre nuestra violencia, nuestras guerras, y a pesar de que ya se ha escrito una excelente novela sobre este tema (Los ejércitos), la narración de Abad hacía falta... Desde hace dos años me preguntaba qué seguiría para Abad después de darle forma literaria a la muerte de su padre en manos de los paramilitares, después de asumir su cargo en El Espectador. No esperaba cuentos sino una novela, pero la inocencia (y el trabajo sobre los tiempos narrativos) del narrador de “Novena” hace más dolorosa la verdad de su ficción, y la cotidianidad de “La señorita Antioquia”, hace odiar aún más a esas figuras de los narcotraficantes, con sus cadenas, sus anillos, su música, su ruido, sus armas, sus guardaespaldas, sus fincas arribistas, su hambre de tener en poco tiempo lo que jamás han tenido, su torpe hambre de demostrar a cualquiera su omnipotencia...

Divertimento y no tanto, para eso está “Mientras tanto”, como cierre del libro, como grito para no olvidar y vivir, sin embargo, “en medio de esta tierra que da lo que le siembren, flores o espinas, odio o amor, malezas o manzanas, y hasta lo que uno no siembra: vientos y tempestades”...

La otra Bolena


La imagen de unos niños jugando en medio del campo inicia y finaliza la película. La imagen de la infancia y de lo que aún no adquiere forma definida, el futuro como un todo posible e inocente...

La Historia siempre ha recordado a la segunda esposa de Enrique VIII: Ana Bolena (la primera vez que escuché ese nombre fue en una actriz de la televisión colombiana que se llama Ana Bolena Mesa...) y también la importancia que tiene para la Historia de Inglaterra el divorcio del rey y Catalina de Aragón, y su posterior matrimonio con una de las damas de honor de la reina: el paso del catolicismo al protestantismo (la Historia del poder tan asociada con la historia de la sexualidad...). Lo que no sabía –aunque ignoro demasiadas cosas de la Historia– era que Ana tuvo una hermana y un hermano, y que su familia se fue degradando poco a poco por la ambición de escalar una posición dentro de la corte: “Quien entra en la corte jamás puede volver a ser el mismo”.

Ignoro qué es real y qué hace parte de la ficción, pero la ficción de La otra reina logra unas interpretaciones admirables (Johanson, Portman), logra una historia impecablemente verosímil y absolutamente conmovedora, no en el sentido sentimental, sino en cómo todo en el espectador se conmociona, se perturba, se impresiona... Casi siempre que voy a ver una película “de época”, histórica, temo que la historia permanezca en una meseta por mucho tiempo, pero eso no sucede en La otra reina; al contrario, el espectador –yo– se mantiene todo el tiempo pendiente de la historia: dos hermanas que, sin proponérselo, se ven abocadas a distanciarse por el amor de un hombre (Enrique VIII), un hombre (Enrique VIII) lujurioso y calculador que anhela tener un hijo varón; matrimonios por conveniencia, matrimonios sin amor, hijos “bastardos” nacidos del amor, pero expulsados del sacrosanto poder de la monarquía, una madre que sufre porque sus hijos se pierden a sí mismos poco a poco, porque la mujer, en este capítulo de la Historia, puede manejar el reino desde su cama o puede perder la cabeza...

La traducción del título no es precisa, La otra reina no es lo mismo que La otra Bolena y es la otra Bolena: María Bolena, la que lleva en sus manos la historia, pero la que también sabe cuando alejarse, cuando decir no, aunque ame, aunque tenga que alejarse del hombre que ama...

Hijos varones anhelados y la Historia de Inglaterra que se definirá en manos de dos mujeres: María Tudor e Isabel I (ahora sí quiero ver Elizabeth).

domingo, 7 de diciembre de 2008

“Los cigarrillos sublimes”

No soy una fumadora muy activa; sólo sé que la cerveza sabe mejor acompañada con un cigarrillo y sabe muy bien en las noches bogotanas, sola o mientras camino y hablo con alguien... Aún así, cuando entró en vigencia la ley que prohíbe fumar en sitios públicos, recordé muchísimo un artículo publicado por la revista El Malpensante en el año 1997 (No. 4); el artículo hace parte de un libro publicado en 1993 por el ensayista norteamericano Richard Klein en donde expone sus consideraciones sobre la campaña antitabaco llevada a cabo por Estados Unidos. Aquí presento algunos apartes de ese artículo que hace diez años me pareció tan interesante aún para mí que ni siquiera sabía fumar, y que hoy me parece tan absolutamente vigente para mirar con otros ojos esta situación y para preguntarnos que hay detrás de esta decisión:

“La represión del tabaco suele garantizar su regreso bajo una forma mucho más virulenta”.

“En el momento actual, el hecho de fumar se ha convertido en una especie de obscenidad, del mismo modo que la obscenidad se ha convertido en una cuestión de salud pública”.

“La campaña antitabaco se presta al fanatismo cruel y a la indignación farisaica”.

“Fumar genera formas de satisfacción estética y estados de conciencia propios de las más irresistibles variedades de experiencia artística o religiosa”.

“Para eliminarlos basta con decir que los cigarrillos son muy perjudiciales para la salud. Pero esto nos lleva a preguntarnos: ¿se atribuye hoy a la salud tanto valor como para convertirla en el único criterio válido a la hora de definir lo que es bueno y lo que es hermoso?”.

“Lo sublime del tabaco reside precisamente en la conciencia del peligro que entraña”.

“En los países donde fumar resulta más caro se da el mayor porcentaje de mujeres fumadoras”.

“Ninguna sociedad ha conseguido vivir sin tabaco, lo que parece indicar que el hábito sobrevivirá a la actual ola de antitabaquismo o bien coexistirá con ella como ha hecho hasta el momento”.

“El culto a la salud en Estados Unidos pretende convertir la longevidad en el principal indicador de la calidad de vida. Ser un superviviente es adquirir distinción moral. Sin embargo, para otros,... el valor de la vida, en oposición al de la supervivencia, reside en los riesgos y los sacrificios que tienden a acortarla”.

“Si no les interesa estimular de manera subrepticia lo que al parecer aborrecen, su objetivo es ampliar la capacidad de vigilancia, intensificar la reglamentación y aumentar en general el control sobre la población”.

Ojalá esa ampliación de la capacidad de vigilancia y la intensificación de la reglamentación se diera en todas las esferas en las que en realidad hace más falta que esta persecución, discriminación y trato como delincuentes a los fumadores.

El nido vacío

Corre el año 2004 y estoy en Bogotá. Quiero ir a cine, hago varias llamadas, toco varias puertas, pero la respuesta es la misma: no estoy, no puedo, no tengo... En el Teatro Teusaquillo están pasando una película argentina: El abrazo partido, de Daniel Burman. Hago el último intento antes de entrar; hay un no más del otro lado del teléfono... Entro en la sala. No podría narrar completa ninguna de las escenas; sólo recuerdo la sencillez de la historia y de los espacios: un hijo que quiere saber quién es su padre, un pequeño centro comercial que en Buenos Aires se llama galería. Sólo recuerdo que salí feliz de aquel teatro y con una sensación de tristeza por todos aquellos a quienes esa película les habría gustado tanto o más que a mí... Un abrazo partido...

El nido vacío es otra película de Daniel Burman protagonizada por la amada por unos y odiada por otros muchos más: Cecilia Roth. ¿Pensamos alguna vez en cómo será la relación de nuestros padres cuando (nos hemos o) nos hayamos ido de la casa?, ¿pensamos alguna vez en cómo retomarán el hilo de sus vidas?, ¿sabemos si tal hilo existe? Para Marta (Roth), los hijos lejos significa volver a la universidad, retomar sus estudios de Sociología; para Leonardo, sus hijos lejanos significan un viaje hacia atrás, hacia la recuperación de los recuerdos... ¿Qué sucede cuando una pareja no coincide en su línea del tiempo, en su devenir? Marta va al pasado, pero sólo para continuar su presente, para “reanudar”; Leonardo va al pasado y no puede moverse: aparecen las fantasías y los actos desesperados... Marta y Leonardo pocas veces coinciden en la casa... Hay un viaje a Israel, un viaje lleno de sol y arena, agua salada, cuerpos que flotan... Marta está allí, simplemente; Leonardo quiere salirse, quiere comprender en qué momento sus hijos empezaron a borrarlo de las fotos, en qué momento sus recuerdos se convirtieron en ficciones...

El dedo índice de Mao

Juancho tiene al Gordo y el Mono tiene sus recuerdos. El Gordo tiene su ventana y Claudia tiene palabras que no se dicen...

Esta es una Medellín de la década de los setenta, esta es la historia de una generación (otra más) que intentó hacer la revolución en Colombia desde la Universidad (la de Antioquia). Esta es una Colombia: la del Frente Nacional; éstas son sus contradicciones.

El dedo índice de Mao, novela del paisa Juan Diego Mejía, es una historia de amor: la de Juancho y Claudia, la del Gordo y Juancho, y es otra historia: la historia de las ilusiones de una generación que veía en el campo la esperanza para lograr una transformación radical del país, tan radical que muchos, poco a poco, fueron enderezando cada vez más su dedo índice para señalar, para distinguir La Verdad, para separarla de las “banalidades” en las que viven los aún no iniciados en libros rojos. El dedo índice también sirve para hipnotizar mujeres ingenuas, de largas piernas, para saber cómo echar aguardiente en su cerveza, llevarlas a un apartamento y hacer una reunión a puertas cerradas: tres maoístas y una joven ávida de aprender o de “pertenecer”... La mujer de largas piernas no querrá volver a salir de su cuarto luego de la clase práctica de maoísmo...

Mi primer día en una Universidad pública, cuentan los que aún recuerdan que fue en un gran auditorio, un extraño espacio abismal, en donde algunos encapuchados nos dieron la bienvenida como primíparos; los memoriosos dicen que los encapuchados salieron desnudos del cuello hacia abajo, pero mi memoria no funciona igual porque yo tengo otro recuerdo: tengo puesta mi blusa favorita de la época, estoy sola, sentada sobre un muro de la universidad desde donde podía observar gran parte de la ciudad que se extendía allá abajo, recuerdo el sol y recuerdo la sensación que tenía ese día, esa sensación que me dio fuerzas para quedarme en esta ciudad por lo que yo pensaba que serían sólo cuatro años...

De las marchas de la Universidad sólo recuerdo una: recuerdo mi cuerpo tirado en mitad de la carrera Séptima, cerca de la Plaza de Bolívar, sin poder respirar bien, recuerdo las decenas de muchachos corriendo por encima de mí, por los lados, recuerdo a una muchacha encapuchada que, en medio de la huida, paró para ayudarme, recuerdo que me levantó y me dio leche o me untó leche –ya no recuerdo bien–, recuerdo que me dejó en el andén, a salvo de las piernas que corrían, y ella siguió su marcha, la larga marcha... Recuerdo que ninguno de mis compañeros estaba cerca, recuerdo la sensación de soledad y orfandad, recuerdo que cuando tuve más fuerzas emprendí el camino hacia atrás, hacia la 19; sé que mi rostro estaba rojo y que mi nariz y mi garganta eran más nariz y garganta que siempre, recuerdo que la gente me miraba: las mujeres de sastres oscuros, los hombres de corbata, recuerdo que tomé el colectivo, recuerdo que llegué a un cuarto y allí, en medio de la misma sensación de orfandad, decidí en silencio que mi marcha sería otra...

Juancho no quiere ser como los maoístas porque Claudia cree que todos son igualitos, que todos cerrarán la puerta con llave y la seducirán con discursos abstractos o a la fuerza; Juancho no está seguro de ser un maoísta porque su realidad es otra: Juancho unido a su hermano con “retardo mental de moderado a leve”, Juancho que no puede ir a las marchas porque su hermano lo necesita... “Sólo piensan en la Bota Militar, el Imperialismo Yanqui, el Rector Policía, el Gobierno Títere y nada de la vida real, son personas sin familia, ninguno tiene un caso de Erre Eme de Ele a Eme en su casa, con razón a Claudia todos le parecen iguales”... Hay un viaje y un libro que rondan la cabeza de Juancho, la idea de una muerte digna y de un pasaje a una libertad que apoye los sacrificios de sus amigos por la “causa”; hay un padre con sueños rotos y una hermana que crece y se va de la casa en silencio, hay siempre una ventana que separa el adentro controlable y el afuera incierto...