jueves, 21 de noviembre de 2013

El mayordomo:




De los campos de algodón en el sur de los Estados Unidos a la Casa Blanca, en Washington, Cecil aprende a moverse por el mundo que han creado los blancos, gracias a sus dos caras. Lo que debe parecer: un sirviente a quien le agrada trabajar para los blancos y se siente agradecido con ellos; lo que es: un negro a quien le gusta hacer bien su trabajo y estar con su familia y, sobre todo, con su esposa.

La vida de Cecil ilustra las palabras de Martin Luther King cuando le explica a Louis (hijo de Cecil) que los sirvientes negros, a su modo, también contribuyeron a hacer una revolución social, pues ayudaron a construir una imagen positiva de los negros ante los blancos: la del buen trabajador. Louis piensa, en cambio, que su padre sólo es un sirviente de los blancos y que eso no hace más que continuar menoscabando la dignidad de los negros. Lo único cierto es que hay varias formas de hacer revoluciones: la resistencia pacífica que enseñó M. L. King, inspirado en Gandhi, los movimientos sociales que se convierten en alternativas políticas, las iniciativas individuales de hacer bien las cosas, de hacer lo que se debe. Padre e hijo se insertan en esta búsqueda de alternativas de acción para cambiar las cosas, el orden de la sociedad. Pero aquí terminan las cualidades de la película y empiezan sus dificultades argumentativas…

La señora “chirriadísima” que está a mi lado le dice a sus dos amigas –apenas se termina la película–: “Menos mal que vinimos a ver esta; es un documento histórico”. Y así es. De las primeras décadas del siglo XX hasta el “histórico” 2008 de Barack Obama, El mayordomo es una recreación de las luchas sociales y de los movimientos culturales (el jazz, el blues, el rock’ roll, el disco, el funk como música de fondo) llevados a cabo por la comunidad negra de Estados Unidos para defender sus derechos civiles como ciudadanos estadounidenses. El director alterna las escenas de la película con fragmentos extraídos de noticieros de la época y eso le da más credibilidad y fuerza a las imágenes.

La buena (¿?) noticia es que hace algunas décadas la señora “chirriadísima” que va a ver “cine arte” para “culturizarse” y para tener de qué hablar con sus amigas a la hora del té –y me pregunto yo misma para qué voy– no hubiera dicho eso… Miro a mi alrededor y no hay ninguna persona negra en la sala; miro fuera de la sala de cine y tampoco. Sin embargo, podemos sentirnos bien con nuestra conciencia porque alguien hace una película como esta que, además, a los únicos presidentes blancos que condena son a Nixon y a Reagan, pero esto no tiene nada de peligroso, porque la misma historia ya lo ha hecho. Kennedy sigue siendo un héroe y un mártir y duele más su muerte que la de Martin Luther King (la de Malcolm X ni siquiera se menciona) o la del hijo que muere en la Guerra de Vietnam. Los blancos que se oponen a la igualdad entre ellos y los negros son representados como monstruos, locos, enfermos, y el único negro que “avergüenza” la “raza” es un apostador y bebedor que termina asesinado por su propia esposa.

Más que todo esto, más que la parcialización de la historia (que siempre existirá), El mayordomo presenta a tres personajes: padre, madre e hijo. Los tres hacen sus revoluciones individuales, los tres toman conciencia de sus vidas, de su pasado y de lo que quieren que sea su futuro y actúan coherentemente para hacerlo realidad. El cambio debe ser una responsabilidad individual, primero, y debe ser en el presente, porque desde allí se conoce cómo será el futuro.


En este punto hay que recordar a Django unchained, la película de Tarantino y su estilo políticamente incorrecto de dejar a los blancos estadounidenses fuera de foco, al igual que a algunos negros con pensamiento de blancos. Y, claro, hay que recordar Precious… La belleza en medio de lo atroz, la alegría en medio de lo más doloroso. Si Precious muestra muchas de las desigualdades que perviven en la actual sociedad estadounidense, contra la comunidad negra, El mayordomo debía ser –como, de hecho, lo es– una mitología del triunfo.