jueves, 30 de enero de 2014

El lobo de Wall Street




La película que más quiero de Scorsese es La edad de la inocencia, basada en la gran novela del mismo título de Edith Wharton. Sin embargo, es imposible no darse cuenta de la calidad de sus otras películas, tanto las clásicas (Taxi driver, Toro salvaje), como las más contemporáneas (Buenos muchachos, Casino). A Scorsese le había querido perder la pista desde mi desencuentro con Pandillas de Nueva York, pero, después de ver a Dicaprio en El gran Gatsby, no pude detener la curiosidad de ver El lobo de Wall Street.

Esta película no tiene un argumento muy atractivo o no más de lo que lo pueden ser –para mí– los avatares vividos por los corredores de bolsa de Wall Street. Aquí lo importante es la manera en la que se cuenta ese argumento (la técnica de Scorsese) y la fuerza de la actuación del personaje principal (Dicaprio). Lo importante, entonces, es el punto de vista (ni drama ni comedia, pero con mucho de esta última) desde donde se cuenta la historia (inspirada en un libro escrito por el protagonista real de esa historia: Jordan Belfort).

Jordan es un hombre que, básicamente, se ha trazado, como única misión en la vida, ser rico, tener muchísimo dinero, más del que se le ocurre gastar, y esto es lo que más me gusta de esta película: tanto dinero se vuelve vacío cuando ni la misma imaginación da para saber en qué más gastarlo. Exceso de drogas, de alcohol, de sexo, de dólares. Salgo hastiada –y  no sé si habrá sido la intención de Scorsese o del escritor del libro o si será una especie leve de mi particular moralismo– de esas imágenes que pierden su sentido: dar placer, hacer olvidar de la “vida real” a quienes recurren a ellas y a las sensaciones que producen. Parece que sobrevivir y triunfar en Wall Street sólo se puede lograr gracias a las drogas, las prostitutas, el alcohol y el dinero que hace posible tenerlos al alcance de la mano. 

Después de un enorme fracaso, tras los altibajos constantes de la bolsa, Jordan decide montar su propia empresa de comisionistas y, a diferencia de otros negocios, en donde el cliente siempre tiene la razón, Jordan y sus asociados pasarán por encima de quien sea para conseguir todo el dinero que quieren (y también el que no). El cliente se convierte en un estúpido a quien, con algunas estrategias de “psicología” de ventas, se puede hacer comprar cualquier cosa (¿nos suena familiar?).

Las estafas de un corredor de bolsa no están tan lejos de las de cualquier motivational speaker, pero mientras el corredor hace una apuesta no 100% segura, el que juega con las inseguridades de las personas (como muchos “pastores” de ciertas iglesias) siempre lleva las de ganar (aún con las autoridades); ambos se aprovechan del llamado “sueño americano” y explotan ese deseo en los más incautos.


Aquí la vida sigue siendo un “concurso de belleza” (tan bien descrito y criticado por esa bella película Miss Little Sunshine o por American psycho o por Belleza americana o por Réquiem por un sueño), una competencia que jamás termina. 

sábado, 4 de enero de 2014

Cartografías literarias: Bahía (Salvador, Camaçari, Jauá, Guarajuba, Arembepe), Brasil (IV)



Nuestro viaje se completa yendo a cuatro playas: Jauá, Guarajuba, Arembepe y Praia de Forte. El mar azul y la arena suave y morena, el sol sin nubes, la cerveza que pasa por la garganta sin sentir el sabor excesivamente amargo de la mayoría de cervezas colombianas. Entonces, tomamos sin parar, mientras veo desfilar todos los cuerpos masculinos enfundados en sungas que, en Colombia, pasarían por ropa de baño “gay”; mi traje de baño me delata como turista, en la tierra de los bikinis y los hilos dentales… Sentados todo el día alrededor de una mesa y un parasol, compartimos chistes, anécdotas e intercambiamos información de colombianos en Brasil y brasileros en Colombia. J. habla de la franqueza de los brasileros y de la reticencia de los colombianos a decir lo que realmente piensan (por tacto, decimos nosotros, por consideración por el otro; por falta de entrenamiento en aquello de ser directos y claros, sin necesidad de herir al otro, pienso yo). Por momentos, vamos al mar, por momentos caminamos por su orilla mientras el sol se oculta detrás de las palmeras.
  
De camino al bar, vemos gitanos y gatos en las calles… Al llegar al bar, vemos hombres que coquetean con otros hombres y mujeres que bailan con otras mujeres, y hombres que besan a mujeres, y niños que, sentados junto a sus padres o corriendo por entre las mesas, también disfrutan de la música del grupo de samba que ya va terminando su presentación de hoy… Nosotros abrazamos nuestra “jirafa” de cerveza y L. me enseña un paso de samba bahiana; comemos buñuelos de pollo con papas fritas…

En casa de D. se preparan tres fiestas: dos cumpleaños y la Navidad. J. se burla de la forma en que los colombianos cantamos el “Feliz cumpleaños”; mientras nosotros hicimos una traducción de la versión norteamericana, los brasileros cantan una forma “original” –dice él–. Nosotros tratamos de aprenderla para darle a sorpresa a D., pero no lo conseguimos. Lo que sí conseguimos es disfrutar de los ponqués, los fríjoles, la harina de yuca, las carnes, las ensaladas, el arroz, la sangría, cerveza y más cerveza para celebrar estos parabéns. Yo me quedo pensando en que me gustaría un cumpleaños a lo bahiano: no esperar a que alguien me celebre, sino yo mismo celebrarme mi vida, mi llegada a este mundo; preparar para mí y para aquellos que quiero una feijoada con mucha carne y cerveza...

En su programa en la televisión local, G. envía saludos para los colombianos hospedados en la casa de su hermana; A. y yo alcanzamos a escuchar nuestros nombres y luego una cadena de sonidos acompañados de imágenes de fútbol. Somos famosos en la televisión de Camaçari, somos famosos y bienvenidos en la casa de C. y D. Como buenos colombianos del interior, nos sentimos, “apenados” y nos parece poco lo que ofrecemos para compensar, de algún modo, todo lo que nos han dado, toda la alegría, el cariño y los cuidados para estas vacaciones a la brasilera.


¿Qué son las vacaciones sino una forma –la más superficial de todas, pero una, al fin– de dejar de definirnos por lo que hacemos y pensar más en lo que somos? Paso más de una semana sin revisar el correo electrónico, sin ver las publicaciones del Facebook, sin hablar con nadie por celular, sin pensar en los papeles que me definen en mi cotidianidad bogotana, sin pensar en que valgo por lo que hago, por lo que produzco; sólo estoy yo, lo que soy y lo que construimos entre compañeros de viaje.



Cartografías literarias: Bahía (Salvador, Camaçari, Jauá, Guarajuba, Arembepe), Brasil (III)



Llegamos al Pelourinho, al centro histórico de la ciudad, donde podemos ver la arquitectura que dejaron los portugueses y parte de la vida cultural de esta enorme ciudad, rodeada por el mar. Quedo gratamente sorprendida con dos lugares: una plaza en donde cada sábado hay toques en vivo de grupos de samba, y el Cravinho, un lugar en donde podemos degustar todos los licores hechos con la famosa cachaza brasilera. Lo que más me gusta es que el grupo no toca para los turistas o no sólo para ellos, sino que los músicos, sentados alrededor de una mesa rectangular, interpretan sus instrumentos y son los bahianos a quienes veo cantando las canciones y bailando, tomando cerveza y cachaza en todas sus formas. El domingo, volvemos a pasar por allí y vemos una presentación de capoeira. D. y A. me explican que no hay forma de desligar sus tres funciones: juego, baile y combate. Los esclavos (con cuchillos en sus pies) ensayaban sus movimientos de combate para enfrentar a los blancos, quienes pensaban que ellos sólo estaban divirtiéndose en esa especie de juego y danza. El hombre que recoge el dinero de los turistas en un sombrero, me empuja al centro de la plaza y me pone en medio de dos negros enormes que hacen poses junto a mí, mientras más allá, alguien ha tomado mi cámara y dispara…



 

Frente a una iglesia vemos una cruz gigante. D. nos explica que antes, allí estaba un poste del que ataban a los esclavos para azotarlos… Más abajo está la iglesia a la que podían ir los negros y, más allá, una iglesia en la que podemos pedir un novio o una novia… Hemos comido moqueca de pescado, pititinga, acarajé, sabores que tienen música… Hemos visitado la Iglesia del Señor de Bonfim y hemos pedido nuestros tres deseos; hemos caminado por el malecón, comiendo helados de coco, guayaba y piña; hemos visitado la casa de Yemanjá, la señora de estos mares; hemos ido al Faro y, al igual que la policía, hemos dejado tranquilas a las parejas que sólo quieren estar solas, de cara al mar, detrás de la vieja construcción. Escuchamos las historias de D. y J. sobre el carnaval, sobre las treinta bocas que han besado en un solo día, sobre el dolor de amígdalas y la gripa del día siguiente, sobre el calor del cuerpo que baila todo el día, sobre la cerveza que no se agota…


Cartografías literarias: Bahía (Salvador, Camaçari, Jauá, Guarajuba, Arembepe), Brasil (II)



Tomamos el bus a dos cuadras de la casa de D. y empiezo a escuchar los diversos ritmos derivados de la samba que escucharemos en todo el viaje. La única canción que escucho en otro idioma (inglés) en todos esos días de viaje es una de Daft Punk (infaltable en el 2013: “Get lucky”), saliendo del equipo de sonido de un restaurante-bar en una zona del centro histórico de Salvador, hecha especialmente para los turistas. D. y J. nos mencionan decenas de grupos y cantantes brasileros, cantarán y tararearán canciones que nosotros desconocemos. Les hablamos de una canción que se escuchó mucho en Colombia y tal vez en todo el continente, pero ellos dicen que no les gusta porque el cantante se la plagió de un grupo musical de Bahía (yo recordaré el “bom [chi] bom [chi] bom bom bom” y A. pide que le pongan “La lambada”…).

Nuestro primer encuentro con Salvador tiene el encanto del candomblé, de la santería y los dioses orishas. Después de pasar por uno de los estadios construidos para el Mundial de Fútbol y de probar nuestro primer plato bahiano, caminamos alrededor de las representaciones de los dioses orishas: a lo lejos, sobre una de las riberas del Dique de Tororó, los del agua; en la otra orilla, los de la tierra y las ofrendas que les dejan los creyentes bajo los árboles, con las que nos toparemos en muchos de nuestros recorridos: champaña, cerveza, rosas, yuca, frutas, tabaco. D. nos cuenta la historia de cada uno de los orishas y me sorprende su cercanía con otras leyendas de dioses occidentales.


Nosotros somos los “blancos” –colombianos, del interior– (incoloros, insaboros, inodoros) en medio de todo este mundo mezcla de portugueses, africanos e indígenas. Los cuerpos de grandes caderas, de amplios pechos, de largas y firmes piernas, de ojos grandes, desfilan delante de nosotros. Pienso en los negros del Pacífico y del Atlántico colombianos, pero la fisonomía de los bahianos es distinta; distinto su color de piel, distinto su tono de voz, distintos sus rasgos faciales. Otra parte de ese universo negro que tanto admiro y al que tan cercana me siento, en tantos aspectos.



Cartografías literarias: Bahía (Salvador, Camaçari, Jauá, Guarajuba, Arembepe), Brasil (I)



De Brasil: Machado de Assis, Fonseca, Lispector, Ribeiro y Amado (y también Coelho); un intento feliz de aprender samba carioca; una rubia de ojos azules que a mis doce años cantaba canciones para los “bajitos” con un acento extraño; Ciudad de dios y la visión de las “favelas”; canciones que escuchaba, sorprendida por su armonía, en las voces de Chico Buarque y Caetano Veloso… Eso o un poco menos de eso: referencias que eran el tema de moda o el estereotipo exotista de un país que por su inmensidad es también diverso, difícil de definir solamente en esos estereotipos.

Llegamos a San Pablo y nos sentimos en un aeropuerto de los 80, en el antiguo Dorado, en una terminal de autobuses; las maletas se amontonan en una vuelta de la cinta y alguno de nosotros se arriesga a ordenar lo que ya parece ser un caos de equipajes… Corremos por el aeropuerto atestado de personas haciendo largas filas con niños y con demasiado equipaje (¿cómo será cuando empiece la Copa do Mundo?). Nuestro primer encuentro con el portugués es un conjunto de sonidos que intentan explicarnos dónde está nuestra terminal, pero que no logramos entender al primer intento. De ahí en adelante, nuestra conclusión será que el portugués y el español sólo son parecidos en los documentales para turistas o en los textos escritos...

Llegar a una casa que no es la nuestra siempre causa cierta nerviosidad, incertidumbre, y esta no es la excepción, pero el primer contacto con quienes serán nuestra familia adoptiva por diez días en Bahía no puede ser mejor: en la pared, hay un cartel que nos da la bienvenida y unos globos blancos que apaciguan nuestro cansancio por el viaje de todo el día.


Al día siguiente, me encuentro temprano con el sabor tan distinto del café brasilero y desde ese momento extraño el colombiano. Mi paladar no extraña la comida, pero sí esa bebida caliente infaltable ya para mí, a diario. Hay pastel para desayunar, pero –poco arriesgados aún– elegimos el pan. La familia de D. nos hace sentir como en nuestra propia casa y, como colombianos del interior que somos (un poco incrédulos, un poco timoratos), nos intimida y sorprende su cordialidad, su generosidad, toda la atención que nos prestan (hasta I., quien se molesta porque no nos entiende ni nosotros a él y trae su Google traductor como último recurso…). La casa siempre estará llena de los sonidos de todas las personas que la habitan o que pasan por ella a lo largo del día, llena de sus diálogos y, sobre todo, de sus risas. Cuando abro los ojos, lo primero que escucho es una voz llena de sonidos nasales y una cadencia que para los latinoamericanos es tan familiar y, a la vez, tan admirada; muchas veces, la voz es una sobreposición de voces, de presencias a las que les encanta estar juntas, hablar al mismo tiempo, sin tener que pedir a nadie permiso para hacerlo.