La
película que más quiero de Scorsese es La
edad de la inocencia, basada en la gran novela del mismo título de Edith Wharton.
Sin embargo, es imposible no darse cuenta de la calidad de sus otras películas,
tanto las clásicas (Taxi driver, Toro salvaje), como las más
contemporáneas (Buenos muchachos, Casino). A Scorsese le había querido
perder la pista desde mi desencuentro con Pandillas
de Nueva York, pero, después de ver a Dicaprio en El gran Gatsby, no pude detener la curiosidad de ver El lobo de Wall Street.
Esta
película no tiene un argumento muy atractivo o no más de lo que lo pueden ser –para
mí– los avatares vividos por los corredores de bolsa de Wall Street. Aquí lo
importante es la manera en la que se cuenta ese argumento (la técnica de
Scorsese) y la fuerza de la actuación del personaje principal (Dicaprio). Lo
importante, entonces, es el punto de vista (ni drama ni comedia, pero con mucho
de esta última) desde donde se cuenta la historia (inspirada en un libro escrito
por el protagonista real de esa historia: Jordan Belfort).
Jordan
es un hombre que, básicamente, se ha trazado, como única misión en la vida, ser
rico, tener muchísimo dinero, más del que se le ocurre gastar, y esto es lo que
más me gusta de esta película: tanto dinero se vuelve vacío cuando ni la misma
imaginación da para saber en qué más gastarlo. Exceso de drogas, de alcohol, de
sexo, de dólares. Salgo hastiada –y no
sé si habrá sido la intención de Scorsese o del escritor del libro o si será
una especie leve de mi particular moralismo– de esas imágenes que pierden su
sentido: dar placer, hacer olvidar de la “vida real” a quienes recurren a ellas
y a las sensaciones que producen. Parece que sobrevivir
y triunfar en Wall Street sólo se puede lograr gracias a las drogas, las
prostitutas, el alcohol y el dinero que hace posible tenerlos al alcance de la
mano.
Después
de un enorme fracaso, tras los altibajos constantes de la bolsa, Jordan decide
montar su propia empresa de comisionistas y, a diferencia de otros negocios, en
donde el cliente siempre tiene la razón, Jordan y sus asociados pasarán por
encima de quien sea para conseguir todo el dinero que quieren (y también el que
no). El cliente se convierte en un estúpido a quien, con algunas estrategias de
“psicología” de ventas, se puede hacer comprar cualquier cosa (¿nos suena familiar?).
Las
estafas de un corredor de bolsa no están tan lejos de las de cualquier motivational speaker, pero mientras el
corredor hace una apuesta no 100% segura, el que juega con las inseguridades de
las personas (como muchos “pastores” de ciertas iglesias) siempre lleva las de
ganar (aún con las autoridades); ambos se aprovechan del llamado “sueño
americano” y explotan ese deseo en los más incautos.
Aquí
la vida sigue siendo un “concurso de belleza” (tan bien descrito y criticado
por esa bella película Miss Little Sunshine
o por American psycho o por Belleza americana o por Réquiem por un sueño), una competencia que jamás termina.
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