jueves, 21 de noviembre de 2013

El mayordomo:




De los campos de algodón en el sur de los Estados Unidos a la Casa Blanca, en Washington, Cecil aprende a moverse por el mundo que han creado los blancos, gracias a sus dos caras. Lo que debe parecer: un sirviente a quien le agrada trabajar para los blancos y se siente agradecido con ellos; lo que es: un negro a quien le gusta hacer bien su trabajo y estar con su familia y, sobre todo, con su esposa.

La vida de Cecil ilustra las palabras de Martin Luther King cuando le explica a Louis (hijo de Cecil) que los sirvientes negros, a su modo, también contribuyeron a hacer una revolución social, pues ayudaron a construir una imagen positiva de los negros ante los blancos: la del buen trabajador. Louis piensa, en cambio, que su padre sólo es un sirviente de los blancos y que eso no hace más que continuar menoscabando la dignidad de los negros. Lo único cierto es que hay varias formas de hacer revoluciones: la resistencia pacífica que enseñó M. L. King, inspirado en Gandhi, los movimientos sociales que se convierten en alternativas políticas, las iniciativas individuales de hacer bien las cosas, de hacer lo que se debe. Padre e hijo se insertan en esta búsqueda de alternativas de acción para cambiar las cosas, el orden de la sociedad. Pero aquí terminan las cualidades de la película y empiezan sus dificultades argumentativas…

La señora “chirriadísima” que está a mi lado le dice a sus dos amigas –apenas se termina la película–: “Menos mal que vinimos a ver esta; es un documento histórico”. Y así es. De las primeras décadas del siglo XX hasta el “histórico” 2008 de Barack Obama, El mayordomo es una recreación de las luchas sociales y de los movimientos culturales (el jazz, el blues, el rock’ roll, el disco, el funk como música de fondo) llevados a cabo por la comunidad negra de Estados Unidos para defender sus derechos civiles como ciudadanos estadounidenses. El director alterna las escenas de la película con fragmentos extraídos de noticieros de la época y eso le da más credibilidad y fuerza a las imágenes.

La buena (¿?) noticia es que hace algunas décadas la señora “chirriadísima” que va a ver “cine arte” para “culturizarse” y para tener de qué hablar con sus amigas a la hora del té –y me pregunto yo misma para qué voy– no hubiera dicho eso… Miro a mi alrededor y no hay ninguna persona negra en la sala; miro fuera de la sala de cine y tampoco. Sin embargo, podemos sentirnos bien con nuestra conciencia porque alguien hace una película como esta que, además, a los únicos presidentes blancos que condena son a Nixon y a Reagan, pero esto no tiene nada de peligroso, porque la misma historia ya lo ha hecho. Kennedy sigue siendo un héroe y un mártir y duele más su muerte que la de Martin Luther King (la de Malcolm X ni siquiera se menciona) o la del hijo que muere en la Guerra de Vietnam. Los blancos que se oponen a la igualdad entre ellos y los negros son representados como monstruos, locos, enfermos, y el único negro que “avergüenza” la “raza” es un apostador y bebedor que termina asesinado por su propia esposa.

Más que todo esto, más que la parcialización de la historia (que siempre existirá), El mayordomo presenta a tres personajes: padre, madre e hijo. Los tres hacen sus revoluciones individuales, los tres toman conciencia de sus vidas, de su pasado y de lo que quieren que sea su futuro y actúan coherentemente para hacerlo realidad. El cambio debe ser una responsabilidad individual, primero, y debe ser en el presente, porque desde allí se conoce cómo será el futuro.


En este punto hay que recordar a Django unchained, la película de Tarantino y su estilo políticamente incorrecto de dejar a los blancos estadounidenses fuera de foco, al igual que a algunos negros con pensamiento de blancos. Y, claro, hay que recordar Precious… La belleza en medio de lo atroz, la alegría en medio de lo más doloroso. Si Precious muestra muchas de las desigualdades que perviven en la actual sociedad estadounidense, contra la comunidad negra, El mayordomo debía ser –como, de hecho, lo es– una mitología del triunfo.

jueves, 31 de octubre de 2013

Cazando luciérnagas



Siguiendo la senda que han trazado películas como La sombra del caminante, Los viajes del viento, Apocalipsur, Karen llora en un bus y Sofía y el terco (y las ya clásicas La estrategia del caracol, La gente de la Universal y Confesión a Laura), Cazando luciérnagas demuestra que hace rato el cine colombiano es más que violencia armada, traquetos, mujeres tipo video de reggaetón, chistes flojos y películas tipo televisión en horario familiar.

Producida, entre otros, por Dago García (quien con esto demuestra que sabe reconocer buenas historias, pese a que no las hace él mismo), esta película de Roberto Flores Prieto, basada en un cuento escrito por Carlos Franco, se mueve entre agua del mar, arena, árboles, montañas, una construcción abandonada de las Salinas del Caribe y un container que hace las veces de habitación para dormir.

La vida de Roberto Manrique pasa solitaria, lenta y rutinariamente (la espectadora sentada detrás de mí, ya estaba desesperada, después de media hora de película; la de mi lado se puso a hablar por celular y después le dijo a su pareja que no importaba, porque ahí no pasaba nada), mientras realiza sus rondas de inspección en esa construcción abandonada que vigila. De él no sabemos nada; sólo que no le gustan los chistes que, todos los días, le cuenta su compañero de trabajo, a través del radio teléfono, cuando se comunican para rendir el informe de “total normalidad”. ¿Quién escoge un trabajo en donde no deba tener contacto con ningún ser humano?, ¿por qué alguien escoge un trabajo lejos de relaciones humanas, de la ciudad?

Por momentos, pienso en León, en El perfecto asesino, pero Roberto –Marlon Moreno, papasito– es distinto, logra transmitir algo distinto con su solitariedad, su tranquilidad, su firme decisión. Todo cambia cuando empieza a rondar una perrita (la mejor actriz de toda la película, no porque los otros dos no sean buenos; los tres están a la altura de las circunstancias cinematográficas–), cuando Roberto decide dejarle comida, cuando pone por primera vez su mano encima de su lomo.


Detrás de la perrita llega alguien más: el pasado que, siempre, vuelve para demostrarnos que no todo es como lo recordamos.


“No hay soledad / bailando a la orilla del mar, no hay soledad / bailando a la orilla del mar”.

jueves, 24 de octubre de 2013

Blue Jasmine



Rubia, glamorosa, blanca, alta, esbelta, de ojos azules, de "bellas" facciones, de "buen gusto" y "buenos modales", Jasmine ha aprendido desde pequeña que uno no es quien es, sino quien quiere parecer. Desde niña, adoptada, al igual que su hermana, se convirtió en la preferida de sus padres y, en lugar de terminar su carrera de Antropología, se casa con un hombre que le promete lo que sus padres querían para ella: "Vivir como una reina". Así, Jasmine pasa sus días entre casas de playa, hoteles caros, avenidas llenas de tiendas de famosos diseñadores, reuniones con amigas, preparación de fiestas, comidas y almuerzos de beneficiencia. Jasmine es el complemento perfecto para la "respetabilidad" de cualquier hombre que sea o aspire a ser "público": un "gran" empresario o un pretendiente a político. Jasmine es el perfecto adorno de la casa amplia al frente del mar o a las afueras de la ciudad; Jasmine lo sabe, le gusta hacer ese papel y ha olvidado cualquier otro.

Pero en esos mundos donde lo más importante es la apariencia -esos que tanto critica Woody Allen cada vez que puede-, un descuido puede ocasionar que emerja una parte de la realidad. Entonces, Jasmine, fuera de todo su mundo conocido, debe empezar de nuevo, pero no entiende cómo debe hacerlo. Ella es la mujer que la mayoría de los hombres quieren encontrar cuando llegan a la casa, la que quieren exhibir en las reuniones y fiestas: la perfecta dama, una muñeca de colección, un florero caro. Jasmine nunca será infiel, Jasmine siempre estará del lado de su marido, Jasmine siempre lucirá perfecta, pero cuando cualquier amenaza aparece y ella sienta que pierda lo conocido, entonces se romperá por dentro (no por fuera; eso no está permitido) y cometerá un acto desesperado. Jasmine es la analogía perfecta del sueño de muchas mujeres (increíble cuántas) que aun aspiran a que un hombre rico las mantenga, mientras ellas sólo deben dedicarse a ser bellas y perfectas; el peligro está en la fragilidad que construye esa imagen...

Los personajes de Allen no caen en la caricatura: ni los que vienen del mundo de la opulencia, ni aquellos que habitan en el límite de lo estrictamente necesario. Jasmine es encantadora con quien le conviene serlo y terriblemente ácida con quien no le representa ningún beneficio económico o de "buen nombre". Tiene el comentario perfecto y el perfecto tema de conversación con quien quiere congraciarse y es, insoportablemente amarga con quien no entra en los estrechos límites de su visión de mundo. Ginger, su hermana, es la "consentida" por la dirección de Allen, aunque de otra manera; ella y sus dos parejas son las víctimas del mundo de apariencias construido por quienes creen en él, tan solo porque ellos son los que ya están acostumbrados a no tener, a no ganar. Ginger, a diferencia de Jasmine, es capaz de reconocer sus errores y empezar de nuevo, es la mujer de los eternos comienzos y de los limpios finales.

No tan divertida (ni tan esnobista) como Medianoche en París, no tan ligera como A Roma con amor o Si la cosa funciona, no tan amarga como Match point o -de cierta manera- Conocerás al hombre de tus sueños y, menos mal, no tan cliché como Vicky Cristina Barcelona, Blue Jasmine tiene el guión perfecto, las actuaciones perfectas y la carga de humor adecuada para que el espectador no quede contagiado con el "break down" del personaje ni empalagado con su "encanto" discriminativo. Lo esencial para que se genere la compasión y, al mismo tiempo, la distancia: un blues perfecto.

CODA: ¿Quiénes son los encargados de elegir los cortometrajes nacionales que se presentan antes de la película en las salas de Cine Colombia? ¿Cuándo van a dejar de pasar (llevo más de un mes repitiéndomelo) ese "juicioso" ejercicio cinematográfico, pero pésima pieza de creación titulada Fábula? Ahora me entero que ha representado a Colombia en festivales internacionales y nacionales... Este trabajo final de grado de un estudiante de la UJTL sirve para demostrar que se tienen los conocimientos técnicos sobre cine, pero que estos no son suficientes para hacer cine; tal vez sí, si a lo que aspira el director es a dedicarse a la publicidad o a las películas decembrinas (y en este caso, tendría que retirar todo lo dicho). Este cortometraje tiene demasiados clichés que van desde el anciano que camina encorvado y algo cojo, hasta el muñeco de madera que sólo puede ser un "Pinocho" y la música que llena al espectador de sentimientos tipo comercial de Bancolombia. Sentimientos fáciles e imágenes fáciles... Ojalá trascenderlas sólo sea cuestión de práctica.

domingo, 20 de octubre de 2013

Seducción: realismo extremo en la década del setenta en Colombia

Miguel Ángel Rojas

Luis Caballero

Santiago Cárdenas

Saturnino Ramírez

No lo puedo evitar. Veo la noticia en la página web de una conocida revista cultural y consigno la visita a la exposición como plan en mi agenda. La exposición, que estuvo hasta hoy en una de las salas del Gilberto Alzate Avendaño, exhibía dibujos, pinturas y esculturas de diversos artistas colombianos, cuya mayor producción se concentró en la década de 1970. Cuerpos, objetos, lugares, instantes… Este es el momento en el que la fotografía se acepta, dentro de la crítica de arte y dentro de los artistas mismos, como punto de partida de la creación de una imagen pictórica; este es el momento en el que pintar desnudos deja de ser visto como motivo de excomunión del artista; este es el momento en el que el tema urbano como motivo pictórico es aceptado, sin mayores miramientos, por la crítica; este es el momento en el que la “realidad” entra sin problemas en las artes plásticas, en el arte colombiano, en el que se acepta que no se trata de una reproducción, sino de una reelaboración.

Por esto, porque mis padres se conocieron en esa década, porque se casaron en esa década, porque mis referentes primeros, entonces, son de esa década; porque a mi casa -producto del azar- llegó un libro en donde vi las primeras pinturas de esos artistas que volví a encontrar en esta exposición; porque esas pinturas me enseñaron que el arte colombiano no era sólo lo que me mostraba mi profesora de literatura en el colegio; porque era un arte que le hablaba a mi cuerpo y a mi realidad, porque era más cercano que María y Tomás Carrasquilla; porque eran pinturas que me daban ganas de tocar, porque sentía lo que Luis Caballero explicaba: “Dibujar no es reproducir la realidad, sino tratar de apropiarnos de la emoción fugaz y siempre distinta que produce en nosotros esa realidad”; porque tenía fantasías eróticas con ellas, cuando mi cuerpo no distinguía entre la emoción “estética” y la emoción “cotidiana”; porque, como dice Darío Morales, era ante ese “realismo” “como lo era el hombre primitivo”, mirando para apropiarme de esas figuras, de esos cuerpos que aún no eran el mío, que aún no conocía.

Hoy, cuando distingo las líneas, las formas, la textura, los colores, vuelvo a mirar las fotografías en el libro viejo que aún conservo, que me traje de casa de mis padres para mirar y repasar; la sensación es la misma.


(Faltaron fotografías de las obras de Alfredo Guerrero, Óscar Muñoz, Óscar Jaramillo, Darío Morales y Mariana Varela...).

viernes, 27 de septiembre de 2013

Antes de la medianoche




Estos personajes se conocen hace casi veinte años. De la pareja que, en 1994, pasó la noche más “romántica” de sus vidas en Viena y, en el 2004, se encuentran en Paris para entender que cada uno ha hecho su vida, en el 2013, vemos una pareja, un matrimonio, padres de dos niñas gemelas, pasando sus vacaciones de verano en el Peloponeso. Ambos apostaron por una relación que parecía ser la única verdadera que podían tener en sus vidas, pero ahora pareciera que esa apuesta ha sido cuestionada por uno de los dos.

Vi Antes del amanecer, tal vez, cuando tenía 17 o 18 años, pensando en que quería un amor así, un amor de una noche, una noche para toda la vida. Cuando vi la segunda parte, quería que, también a esa edad, pudiera decir que tenía mi vida, la que quería. Ver Antes de la media noche trae recuerdos, pero también pone los pies sobre la tierra. Los 40 años están más cerca de lo que siempre pensamos, de lo que siempre pienso.

Ella es, por momentos, la sensata; él, por otros, el niño. Ella, por momentos, es la “histérica”; él, el que entiende que es absurdo pretender cambiar al otro, que el amor –aunque ya suene obvio– significa aceptar al otro, con comprensión, coraje y sensatez… Ella, por momentos, es la mujer “moderna” para quien resulta un conflicto absoluto ser esposa, madre, ama de casa y profesional, al mismo tiempo; la que se queja porque no tiene tiempo para ella; la que transforma la culpa o sus conflictos interiores en ataques contra su pareja. Él, por casi todos los momentos, es el que la ama, como es; también el que intenta manipular las situaciones, muy a su pesar…

Cuando hay una crisis, una pelea, una discusión, un desencuentro, no se puede resolver si sólo media el orgullo de dos egos hablando, moviéndose… Cuando hay una discusión de pareja, creo, siempre valdrá la pena buscar la solución si el amor sigue pesando más que el ego, si ambos tienen más o menos claro lo que quieren y eso no les genera conflicto (entre dar y defender, ¿media la sensatez, el orgullo o la culpa?)…


Antes de la medianoche, al igual que las dos películas anteriores, sigue sosteniéndose en los diálogos, en las largas secuencias que estos configuran y la cotidianidad que comunican al espectador. La Grecia veraniega sin crisis es el paraíso para las parejas jóvenes, para los niños, para los ancianos; para la pareja a la que le he seguido –como muchos– el paso hace un poco menos de dos décadas, es el momento de hacer un balance…

domingo, 1 de septiembre de 2013

Los amantes pasajeros, Sofía y el terco:


Los amantes pasajeros:

Almodóvar es ya una vedette de la industria cinematográfica; en realidad, lo es desde hace tiempo. Lejos estamos ya de las arriesgadas apuestas de la década de 1980 y de la nueva estética que legitimó en la de 1990. En Los amantes pasajeros, Almodóvar se aleja de su saga de películas con tono acentuadamente dramático de toda la década del 2000 y lo elimina para dejar ante los espectadores su mayor divertimento, el mayor de toda su carrera.

En este guión, las situaciones se simplifican todo lo posible hasta dejar una parodia de las mismas, tanto, que la parodia llega a ser cliché, evidenciado hasta la saciedad. Las auxiliares de vuelo sirven en la clase turista y los auxiliares –todos gays– en la ejecutiva. La clase turista es borrada de la trama para concentrarse en los “gordos” y massmediáticos líos políticos, familiares y judiciales de los pasajeros de la clase ejecutiva. Una mezcla de licor y mezcalina distensiona los ánimos de los pasajeros, después de saber que los amenaza un estruendoso accidente. Nada más normal que la próxima víctima de un asesino seduzca a su verdugo, que una virgen encuentre al amante que calme su libido exaltada, que unos recién casados celebren su luna de miel y que dos de los auxiliares de vuelo realicen ante los espectadores el sueño-cliché de muchos de quienes pertenecen a la población gay –y perdón por mi propio cliché–: ser amantes de los pilotos del avión.

La cinematografía Almodóvar se ha convertido en una marca publicitaria –lo mismo que “sus” actores y por eso Cruz y Banderas están allí– y sería tonto que no se aprovechara: las marcas de ropa, de los accesorios, las marcas de celulares, de carros y de bicicletas aparecen acompañando las vidas de los personajes y extendiendo un modelo de consumo que también ya es un cliché.

Es una comedia sin ningún tinte dramático o, mejor, con uno tan simple, que está allí apenas para que la historia tenga alguna excusa para seguir hacia algún lado, hacia adelante. Es una comedia y todo terminará bien. Almodóvar seguirá haciéndonos reír, ojalá con menos de estos divertimentos y más con sus sagas dramáticas sin ningún atisbo moralizante.


Sofía y el terco:

Lo justo, apenas lo necesario, la exacta medida de lo que se debe mostrar y cómo se debe mostrar, de lo que se debe decir y no. Esta es la principal característica de la primera película de Andrés Burgos. Con un guión acertado, una fotografía, composición y actuaciones impecables –y no sólo porque esté en ella Carmen Maura, pero, claro, también por eso–, Burgos cuenta una de esas historias que suelen catalogarse como “simples”. La aparente sencillez de la trama y la sutileza con la que es narrada, le permiten al director contar una historia con la que el espectador –llámese común o intelectualoide– se identifica, porque todos sus referentes le son familiares, tanto para aquel que vive o ha vivido en un pueblo como para el más citadino, tanto para el joven como para adulto y el más mayor.

Sofía no conoce el mar y ha esperado mucho tiempo para hacer ese viaje tan soñado con su marido, pero, como en la mayoría de las ocasiones, debemos emprender un acto de valentía para hacer realidad los planes en los que creemos y Sofía empieza su viaje sola.

Un cartel en las paredes del pueblo señala la falta de alternativas con la que se encuentran los jóvenes en la mayoría de los pueblos del mundo; los últimos golpes de una paliza asestada contra un muchacho al que le gusta fumar marihuana de vez en cuando, señalan las leyes impuestas por ciertos grupos cuando el Estado no se hace presente; la rutina de las noticias y la telenovela en el televisor de todas las noches, señala el ruido de fondo que generación tras generación hemos escuchado.

Se nota, para bien, el cuidado con el que el director escoge el punto de vista de la cámara, lo que focaliza, la distancia, los detalles con los cuales nos muestra la vida cotidiana de un pueblo y de quienes lo habitan, para mostrarnos el carácter de un personaje hecho sin palabras. Se nota, para bien, el acierto de encontrar un tono adecuado al ritmo de la película y a su intención estética.


No porque sea una película colombiana todo debe terminar mal, no porque estemos en Colombia, se debe mostrar lo que banalizan los noticieros y la política de este país, en general. Aquí todo termina bien y me gusta que así sea. Aquí no hay grandes héroes, ni grandes tragedias, no hay miseria, sino todo lo contrario: por cada muerte, el valor de un buen recuerdo; por cada error, el valor de poder “empezar de nuevo”; por cada matrimonio “convencional”, el valor del cuidado. Aquí nadie es excluido, nadie es juzgado; todos tienen un lugar, por mínimo que parezca y ese lugar es respetado, valorado.

La parte de los ángeles, En la casa:


La parte de los ángeles:

La primera parte adolece de fallas en la edición, de clichés en la representación de las difíciles situaciones que atraviesan cuatro jóvenes –uno ya no tanto– de una pequeña ciudad del Reino Unido por carecer de todos los recursos que, se supone, deberían ya estar resueltos en el “primer mundo”. La segunda parte, en cambio, no tiene ningún defecto –no que recuerde–. Con un argumento original y un guión que no decae, la historia continúa cuando los cuatro amigos deciden aprovechar, quizá, la única oportunidad para cambiar sus vidas, para tener un poco de suerte económica. Uno de ellos descubre que tiene un particular talento para ser catador de whiskey y, con los “talentos” que han aprendido en su trasegar por las calles y reformatorios de la ciudad, deciden adueñarse de un millonario tesoro: una cosecha de whiskey –¿se dice así?– que cuesta todo el dinero que ni siquiera ellos pueden imaginar, que ni siquiera saben que pueda existir.

El dinero hace lo que la imaginación permite, dice H. James y nada más cierto para estos cuatro personajes.


En la casa:

Dice Bourdieu que una de las grandes diferencias entre las clases sociales es su capital simbólico como marca de distinción y la capacidad que tengan para legitimar dicho capital.  La sociedad francesa es perfecta para ilustrar las francesas teorías del sociólogo y esta es la que muestra Ozon en En la casa.

A través de la historia de un adolescente de la clase popular y de la siempre presente tentación de confundir literatura y vida, Ozon muestra las “debilidades” de la clase media y de la media-alta. El adolescente es un aspirante –aunque no muy convencido de ello– a escritor que tiene especial sensibilidad para descubrir esas debilidades y mostrarlas desde un punto de vista irónico. Su profesor de francés será el destinatario de estos escritos y, a través de ellos, empieza a cuestionar su propia vida profesional e íntima, aunque sin que ni él ni el espectador sean muy conscientes de ello.


El adolescente habla de las copias de unas acuarelas de Klee colgadas en la sala de la familia de clase media, aprovechando que ninguno de sus miembros conoce el significado de las mismas; después, le escribirá un poema a la madre, de quien resulta enamorado, aprovechando que las palabras que no entiende ella le servirán a él para seducirla. La banal “perfección” de esta familia es anhelada y rechazada, al mismo tiempo, por el adolescente; la prestigiosa –culturalmente hablando– “perfección” de la familia que configuran su profesor y su esposa –administradora de una galería de arte– también. La “simpleza” de las aspiraciones de la clase media les servirá a los miembros de esta familia para salvaguardar su estabilidad, simpleza que los de la media-alta ya no tienen y cuya falta hará que ya no puedan seguir cerrando los ojos.

miércoles, 24 de julio de 2013

Cartografías cinematográfico-literarias: Nueva Orleans (Louisiana, EEUU)




Las calles huelen a tabaco y a algo dulce. El calor es menos sofocante que en Nueva York, pero el sol igual de intenso. Nos arriesgamos a tomar un bus y logramos llegar al centro histórico y turístico de la ciudad pagando un poco más de un dólar. Las edificaciones del antiguo barrio francés me trasladan, inevitablemente, a otra época. Se vienen a mi cabeza más imágenes de películas y de libros, sobre todo, los de McCullers. Tengo en mi mano folletos de tours que hablan de vampiros y brujas que habitan las casas de este viejo barrio que ha sido –al igual que la ciudad– lugar de paso de españoles, franceses e ingleses y lugar de llegada de los negros de El Congo.

Lo primero que hacemos es subir a una embarcación que nos lleva por el río Mississippi por dos horas. En el salón principal, empieza a tocar una banda de jazz y yo no puedo creer que esté allí. Pienso en algo impreciso que me da tranquilidad y que no quiere que me baje de ese barco. Me siento largo tiempo a mirar el río, sus oscuras aguas, mientras una voz va dando información sobre la ciudad… Quisiera que se callara, que me dejara aún más en silencio con el rumor del río y con todos mis recuerdos imaginarios.

En tierra, empezamos a caminar hacia el parque Louis Armstrong; lo que más me sorprende es que los monumentos tienen la fecha del 2010. Ignoro si habrá habido algo así antes del huracán Katrina y espero que sí: aquí están las estatuas de Armstrong y del considerado como primer músico de jazz, Charles Bolden; también un homenaje a la música y el baile que trajeron los negros de El Congo.

De vuelta al barrio francés, nos encontramos con la calle Bourbon. Decenas de personas recorriéndola con vasos de cerveza o cocteles en la mano, los “clubes” en donde hombres y mujeres encuentran espectáculos sexuales, los coloridos avisos de bares en donde el jazz y el blues se escuchan desde muy temprano en vivo. Entramos a un par de ellos. Después de un trago de Absenta, servido de la manera tradicional, me siento habitada por el “hada verde” y me pongo a pensar en el hombre que aparece en mis recuerdos convertido en vampiro.

Me gusta el jazz que suena aquí: no el experimental contemporáneo, sino el clásico, ese que me produce ganas de pararme a bailar o, al menos, de zapatear, tratando de llevar algún compás… Caminamos casi a la media noche por las calles de un barrio que me hace sentir hace dos siglos atrás o, al menos, cien años. Pensamos en pandillas, en ladrones nocturnos de turistas incautos, pero sólo nos encontramos con cucarachas cruzando torpemente los andenes.




Al día siguiente, visitamos dos antiguas plantaciones de azúcar, recorremos las casas de los antiguos dueños, hoy convertidas en museos. Sigo pensando en películas y en libros… Las casas principales muestran la riqueza que nunca tuvieron los esclavos; las de los esclavos no están lejanas a las que sigo viendo en el Chocó y en algunas calles de Buenaventura… No le entiendo casi nada a la guía y decido quedarme atrás del grupo. Voy quedándome sola para apreciar mejor cada detalle de la casa; escucho los sonidos de los insectos, siento el calor refrescado por la sombra de los árboles y la brisa que se extiende desde el río cercano. Imagino historias, imagino el pasado; me imagino a mí misma ya como una esclava, ya como una Karen Blixen, llevándome y llevando a otros a la ruina, por sólo querer que me dejen tranquila en la entrada de la casa, sobre una mecedora.


De vuelta a la ciudad, me pierdo por las calles del mercado francés, veo la iglesia y las decenas de puestos alrededor con hombres y mujeres que leen las cartas y la bola de cristal. Miro con respeto y distancia la palabra “Voodoo” y todos los objetos y actitudes que la acompañan; sigo caminando y me encuentro con la casa en la que escribió Faulkner su primera novela…


En el avión de regreso, las auxiliares de vuelo están emocionadas porque en ella va el hijo de El Puma. Mi asiento está justo al lado del de él. Mi mamá solía escuchar una emisora en donde pasaban las canciones del padre y cuando lo miro, siento que el tiempo no ha pasado, que este hijo debe sentir mucha lealtad hacia su padre para imitarlo de esta manera: su mismo corte, su mismo peinado, sus mismos rasgos, excepto por las canas… Él duerme y yo me enfrasco en la lectura de mi libro gordo…

Cartografías cinematográfico-literarias: Nueva York II



Me niego a recorrer la ciudad en los buses de dos pisos, nos negamos a pagar los tres dólares que nos permitirían ver lo que ya no está después del 11 de septiembre de 2001. Aceptamos pagar una cantidad algo exorbitante para nosotros –a pesar de que son los boletos más baratos en el medio– para ver una obra en Broadway y lo que encontramos es una película de Disney adaptada para teatro; dos horas de canciones, música, el clásico humor “green-go”, efectos sonoros y visuales y, no hay que negarlo, excelentes actuaciones, según el formato de los musicales y, en general, de toda la industria del entretenimiento estadounidense.



En esta ciudad en donde nada es gratis, nos sorprende encontrar un ferry que nos lleva sin tener que pagar nada a otra isla: Staten Island. La Estatua de la Libertad se ve no muy lejos y mucho menos magnificada que en las películas y en la televisión. El sol cae y yo pienso en las caras de los inmigrantes que llegaron aquí a principios de siglo XX para quienes esa estatua era su esperanza, su faro…

A diferencia de la mayoría de jóvenes asiáticos y europeos que vemos en las calles, no llevamos teléfonos “inteligentes” con GPS, sino un mapa que hemos encontrado en el hostal y otro en el metro; la falta de esa brújula digital nos trae bellas sorpresas como encontrarnos con un parque, cerca del Chelsea Market, construido en las antiguas y altas vías del tren, tomadas por la “maleza” y las flores salvajes; con un bar insignia del movimiento gay en Estados Unidos y con una protesta contra el racismo en pleno Times Square.

No subo al Empire State; me quedo esperando a H. en un café cercano. La música suave, como la de tantos capítulos de Ally McBeal me hace sentir nostalgia no sé de qué… Veo una familia de alemanes, otra de colombianos, otra de asiáticos y un hombre cuyo color de piel me recuerda a alguien. Tomo despacio mi jugo de naranja artificial mientras H. llega… En la noche, vamos a un bar que tiene un gran piano blanco de cola en el centro en el que los clientes improvisan sus canciones favoritas; en el sótano, nos aguarda una discoteca. Un mexicano nos habla de la libertad que siente viviendo en Nueva York, aunque tenga que trabajar casi el triple de lo que trabaja un estadounidense para terminar ganándose un poco más de la mitad de lo que gana él… Me entretengo mirando a un hombre negro enorme y musculoso en tacones altísimos bailando con su pareja, me demoro tomándome una cerveza suave que baja por la garganta como gaseosa. Bailo y bailo hasta que, como la cenicienta, es hora de salir corriendo e ir al hostal para descansar y seguir caminando mañana.



Nueva York sin el Bronx, sin Harlem, sin Queens; sólo con la parte central y el sur de Manhattan, sólo con una orilla de Brooklyn… En el metro hacia el aeropuerto, los rostros van cambiando, las ropas van cambiando. A medida que salimos de Manhattan, las pieles se vuelven más oscuras, las ropas dejan de ser de centro comercial o de rebajas en las grandes tiendas. Los rostros se van quedando dormidos sobre el pecho o sobre una ventana. Escucho una pareja hablar en español y son ellos quienes nos avisan que debemos bajarnos y tomar otro tren.


En el avión hacia Nueva Orleans pienso en la galleta de la fortuna, en las tentaciones que confundimos con oportunidades… Me despido de alguien con quien no pensaba encontrarme y el encuentro se traduce en una nueva lectura del pasado cercano. Hay personas a quienes nos enganchamos para seguir repitiendo nuestros libretos mentales; hay personas quienes nos ayudan a liberarnos de ellos. El encuentro me devuelve una imagen de mí misma que quizás me he resistido a ver, a aceptar. ¿Tentación u oportunidad? Lo último que veo de Nueva York es la mala cara de la auxiliar de vuelo en tierra…

Cartografías cinematográfico-literarias: Nueva York I




Nos acercamos en bus a la ciudad, después de un cómodo viaje de cuatro horas desde Boston. La primera imagen no dista mucho de la de un sector bastante popular del noroccidente de Bogotá y cada vez resulta más evidente el trasplante de esta cultura a la nuestra. Poco a poco, nos vamos acercando al centro de Manhattan. El primer reto es tomar un taxi que nos lleve hasta el hostal por un precio justo. El taxista pronto se da cuenta de que hablamos español y cruza con nosotros algunas palabras en nuestro idioma. Se burla de nuestras indicaciones sacadas de Google maps y después de diez minutos –tal como decía Google maps– nos deja en la puerta del hostal, en pleno corazón de la isla. Nos registramos, dejamos nuestras maletas y salimos a caminar. Ya no tenemos anfitrión y extrañamos la amabilidad y generosidad de T., pero vamos adquiriendo confianza y nos vamos alejando cada vez más del hostal para conseguir algo de comer y encontrarnos con otras imágenes de la ciudad de los altos edificios.

No es tan cierto que es fácil llegar a Estados Unidos sin saber nada de inglés. Admiro enormemente a los inmigrantes que llegan así a este país y mucho más a aquellos quienes aunque lleven casi toda su vida viviendo aquí, se han negado a aprender el idioma. Encontramos algunos meseros y dependientes que hablan algo de español, pero la gran mayoría de la lógica de la ciudad por la que nos movemos la desciframos en inglés (mi traducción siempre quedará con varios espacios en blanco).

Las calles, al igual que en Boston, no tienen basuras, pero a diferencia de ésta, Nueva York recibe al turista con olores que no tienen nada de agradable y con la visión, al anochecer, de cucarachas y ratones saltando en los andenes –es el verano, decimos–. Vemos avisos sobre fumigación en el metro y en las calles. Cada mañana veo enormes bolsas de basura en las calles; provienen de restaurantes, cafés y oficinas. Imposible para mí no pensar en esa famosa película de los 70 y en ese otro capítulo de Los Simpsons en Nueva York…





En el metro, suben cantantes de blues y góspel, vemos mujeres tocando el violín y, en los parques, hombres improvisando Drum n’ Bass… Las caminatas son maratónicas y llegamos al hostal con dolor en las piernas y en los pies. En el primer día hemos recorrido la mitad del Central Park (las imágenes se superponen a las de las películas y las series de televisión) y hemos caminado por más de tres horas dentro del Metropolitan Museum of Art, una metáfora de gran parte de la cultura estadounidense: apropiarse de las culturas ajenas y elaborar su propia versión de ellas y de sí mismos. Veo los pedazos de las pirámides egipcias, fragmentos de esculturas romanas y griegas. Dentro de mí misma lucho contra mi actitud cínica de disfrutar las obras que posiblemente nunca veré en Colombia. Pienso en la película King Kong y sigo recorriendo las salas: allí están pintadas sobre las enormes ánforas griegas las imágenes que describen los poemas homéricos, los mitos y leyendas que tantas veces he escuchado en clase, en cine, en los libros que leo. Veo arte de Oceanía, de la parte central de África, me topo con una vitrina que guarda parte de lo que sólo había visto en el Museo del Oro de Bogotá… Encuentro las obras de Picasso, de Dalí, de Balthus, de Carrington, de Modigliani, de De la Tour y la emoción estalla cuando encuentro a Hopper, a Degas, a Renoir y a Vermeer…



Por las calles donde se encuentran los grandes teatros de Broadway, cerca al Rockefeller Center, al Times Square, voy pensando en Henry James y en Edith Wharton, en los estadounidenses y en los europeos, en cómo una nueva cultura debe buscar formas de justificar su existencia frente a la antigua y dominante, en cómo estas formas adquieren los modos de la apropiación; se niega lo que está en el origen y se busca uno nuevo más acorde con las exigencias externas...

Cartografías literario-cinematográficas: Weston-Boston (Massachusetts, EEUU)




El primer aterrizaje es en un aeropuerto de una ciudad de Florida. Desde el aire, la cuadrícula perfecta de una ciudad perfecta construida a orillas del mar. Dentro del aeropuerto, cuerpos obesos sobre sillas en forma de mini motos, los precios que ya nos empiezan a parecer exorbitantes para nuestros bolsillos colombianos. Nos imaginamos cuartos pequeños en donde van a encerrarnos para revisar con rayos X, manos y dedos indignantes, nuestros cuerpos; nos imaginamos largos interrogatorios acerca de nuestros motivos de viaje, pero con lo que nos encontramos es con un oficial que nos hace apenas un par de preguntas de rigor y con una fila en donde la gente empieza a descargar sus pertenencias en cajas que pasan por los rayos X, incluidos los zapatos. Las manos y los dedos se cambian por modernas cápsulas de rayos X que examinan todo el cuerpo. Cuando creo que todo está bien, el policía me llama y me hace preguntas sobre el arequipe que compré en el aeropuerto de Bogotá para llevarle a quien esa noche nos hará el favor de recogernos en Boston… En el almuerzo me dan como postre una muy estadounidense galleta de la fortuna. El papelito dice que no confunda la tentación con la oportunidad…

Las esperas son largas, pero mi libro es gordo y no me preocupo. Lo bueno de viajar así, como turista, es que el tiempo deja de importar, dejo de correr, de cumplir; los días se alargan –además, es verano– y parece que lleváramos mucho tiempo fuera de casa…

En el College de Weston, me siento como en una novela de Jane Austen, paseando por las grandes zonas verdes, viendo desde afuera las edificaciones antiguas, regentadas alguna vez por monjas. Boston me sigue manteniendo en Inglaterra, en el recuerdo imaginario que tengo de Londres. Nos sorprenden su arquitectura, su limpieza, su orden, la tranquilidad y seguridad que se siente en sus calles. En el metro, empiezan a aparecer los asiáticos que veremos en todo el viaje… Una línea roja pintada en el piso nos lleva a través del centro histórico de la ciudad y hacia el lugar en donde se honra la memoria de Franklin y su participación en la Independencia de Estados Unidos. Pasamos por la Universidad de Harvard: un conjunto de edificaciones que parecen llevar siglos allí. Hay numerosos grupos de turistas alrededor y una gran fila junto a la estatua del fundador. Hago un esfuerzo y trato de imaginarme dirigiéndome hacia un salón de clases o una oficina; no lo logro.

T. –quien sólo descansa de su trabajo los domingos y sólo tiene una semana de vacaciones al año, pero es feliz en su “sueño americano”– nos invita a pasear por la ciudad; ha diseñado un plan para nosotros que él considera muy estadounidense: ir de compras. Nos miramos un poco extrañados, pero no desairamos a nuestro generoso anfitrión y vamos tras él por centros comerciales, por enormes tiendas de ropa y zapatos. T. se extraña de que sea mujer y lleve una maleta pequeña, de que sea mujer y no use tacones, de que sea mujer y no use ropa interior “para mujer”, de que sea mujer y no me emocione mucho el plan de “ir de compras”, de que sea mujer y no me “enloquezca” con los precios… Me esfuerzo en encontrar algo que, realmente, me guste y que se ajuste a mi bolsillo y lo encuentro; me siento como haciendo una tarea y me dedico a mirar a los demás compradores; no puedo evitar hacer comparaciones entre la calidad y el precio de lo que veo aquí y los excelentes zapatos y bolsos que veo en Colombia. Es viernes en la noche y este debe ser un plan cotidiano para un día como ese.


Mi cara se vuelve menos escurridiza cuando vamos a comer a un restaurante japonés en el que, por cierta cantidad de dinero (no poca para nosotros, en realidad), podemos comer todo lo que queramos; me siento en un capítulo de Los Simpsons y empiezo a comer, pero muy pronto estoy satisfecha y me sirvo un plato de fruta. Los comensales van y vienen con sus platos…

jueves, 4 de julio de 2013

Cartografías: Bahía Solano-Punta Huina (Chocó). II




El pescado no puede saber mejor y el clima es perfecto, excepto cuando la ropa no se seca, excepto cuando la lluvia obliga a cambiar de planes, a pensar sólo en el presente. Gran parte de las tardes y las noches se pasan meciéndonos en la hamaca, dormitando o mirando el Pacífico, mientras llueve o cae el sol. A cien metros de nosotros, el volumen de la música (salsa, vallenato y mucho después, temprano, en la mañana, José Luis Perales) empieza a subir y a subir y a subir. Imaginamos el aguardiente, las sonrisas y el baile…

G. nos lleva a una cascada pequeña y a una playa cercana en donde las olas me arrastran hasta la orilla. Vemos cabañas construidas por órdenes de españoles, caleños y paisas que pasan sus vacaciones o su vejez aquí. Veo el árbol de la pepa de pan, que tanto disfruté en la niñez, gracias a nuestros vecinos en Buenaventura, veo las flores que no tienen la fragilidad y ternura de los Andes, sino la fuerza, la textura, los colores y el tamaño que les da el trópico. Caminamos entre el barro y yo uso las botas de caucho que, de niña, veía en los pies de mi abuelo y mis tíos, vemos ranas, pájaros, cangrejos y camarones de agua dulce, caminamos a través del río y llegamos a la enorme cascada, cuya fuerza me mantiene observándola sólo de lejos.

El belga se ha enfermado (ha tomado agua de la llave) y lo hemos dejado al cuidado de T. en el hospital; cuando regresamos, nos pide que le mostremos las fotos de la cascada. En el almuerzo, nos cuenta que la semana pasada alguien le ha dado burundanga a él y a su amigo en Medellín y que no sabe cómo regresó a su apartamento. También nos dice que este país le encanta y que volverá apenas se lo permitan sus ahorros.


Ya de vuelta, mientras esperamos en el aeropuerto, recordamos a T. y sus ganas de encontrarse con su mamá pronto en el norte de este continente, recordamos las niñas que nos pedían 1000 pesos o que les compráramos sus guayabas o que les gastáramos un paquete de papas o que les regalara mi pulsera, recordamos al belga y el regocijo que sentía cuando pronunciaba las palabras que le habían enseñado a usar los paisas, recordamos a los pescadores volviendo en sus pequeñas embarcaciones al atardecer. Nos prometemos volver alguna vez, en agosto, para ver las ballenas y disfrutar las fiestas.
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Fotos por Paula.