miércoles, 24 de julio de 2013

Cartografías cinematográfico-literarias: Nueva Orleans (Louisiana, EEUU)




Las calles huelen a tabaco y a algo dulce. El calor es menos sofocante que en Nueva York, pero el sol igual de intenso. Nos arriesgamos a tomar un bus y logramos llegar al centro histórico y turístico de la ciudad pagando un poco más de un dólar. Las edificaciones del antiguo barrio francés me trasladan, inevitablemente, a otra época. Se vienen a mi cabeza más imágenes de películas y de libros, sobre todo, los de McCullers. Tengo en mi mano folletos de tours que hablan de vampiros y brujas que habitan las casas de este viejo barrio que ha sido –al igual que la ciudad– lugar de paso de españoles, franceses e ingleses y lugar de llegada de los negros de El Congo.

Lo primero que hacemos es subir a una embarcación que nos lleva por el río Mississippi por dos horas. En el salón principal, empieza a tocar una banda de jazz y yo no puedo creer que esté allí. Pienso en algo impreciso que me da tranquilidad y que no quiere que me baje de ese barco. Me siento largo tiempo a mirar el río, sus oscuras aguas, mientras una voz va dando información sobre la ciudad… Quisiera que se callara, que me dejara aún más en silencio con el rumor del río y con todos mis recuerdos imaginarios.

En tierra, empezamos a caminar hacia el parque Louis Armstrong; lo que más me sorprende es que los monumentos tienen la fecha del 2010. Ignoro si habrá habido algo así antes del huracán Katrina y espero que sí: aquí están las estatuas de Armstrong y del considerado como primer músico de jazz, Charles Bolden; también un homenaje a la música y el baile que trajeron los negros de El Congo.

De vuelta al barrio francés, nos encontramos con la calle Bourbon. Decenas de personas recorriéndola con vasos de cerveza o cocteles en la mano, los “clubes” en donde hombres y mujeres encuentran espectáculos sexuales, los coloridos avisos de bares en donde el jazz y el blues se escuchan desde muy temprano en vivo. Entramos a un par de ellos. Después de un trago de Absenta, servido de la manera tradicional, me siento habitada por el “hada verde” y me pongo a pensar en el hombre que aparece en mis recuerdos convertido en vampiro.

Me gusta el jazz que suena aquí: no el experimental contemporáneo, sino el clásico, ese que me produce ganas de pararme a bailar o, al menos, de zapatear, tratando de llevar algún compás… Caminamos casi a la media noche por las calles de un barrio que me hace sentir hace dos siglos atrás o, al menos, cien años. Pensamos en pandillas, en ladrones nocturnos de turistas incautos, pero sólo nos encontramos con cucarachas cruzando torpemente los andenes.




Al día siguiente, visitamos dos antiguas plantaciones de azúcar, recorremos las casas de los antiguos dueños, hoy convertidas en museos. Sigo pensando en películas y en libros… Las casas principales muestran la riqueza que nunca tuvieron los esclavos; las de los esclavos no están lejanas a las que sigo viendo en el Chocó y en algunas calles de Buenaventura… No le entiendo casi nada a la guía y decido quedarme atrás del grupo. Voy quedándome sola para apreciar mejor cada detalle de la casa; escucho los sonidos de los insectos, siento el calor refrescado por la sombra de los árboles y la brisa que se extiende desde el río cercano. Imagino historias, imagino el pasado; me imagino a mí misma ya como una esclava, ya como una Karen Blixen, llevándome y llevando a otros a la ruina, por sólo querer que me dejen tranquila en la entrada de la casa, sobre una mecedora.


De vuelta a la ciudad, me pierdo por las calles del mercado francés, veo la iglesia y las decenas de puestos alrededor con hombres y mujeres que leen las cartas y la bola de cristal. Miro con respeto y distancia la palabra “Voodoo” y todos los objetos y actitudes que la acompañan; sigo caminando y me encuentro con la casa en la que escribió Faulkner su primera novela…


En el avión de regreso, las auxiliares de vuelo están emocionadas porque en ella va el hijo de El Puma. Mi asiento está justo al lado del de él. Mi mamá solía escuchar una emisora en donde pasaban las canciones del padre y cuando lo miro, siento que el tiempo no ha pasado, que este hijo debe sentir mucha lealtad hacia su padre para imitarlo de esta manera: su mismo corte, su mismo peinado, sus mismos rasgos, excepto por las canas… Él duerme y yo me enfrasco en la lectura de mi libro gordo…

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