Las calles
huelen a tabaco y a algo dulce. El calor es menos sofocante que en Nueva York,
pero el sol igual de intenso. Nos arriesgamos a tomar un bus y logramos llegar
al centro histórico y turístico de la ciudad pagando un poco más de un dólar.
Las edificaciones del antiguo barrio francés me trasladan, inevitablemente, a
otra época. Se vienen a mi cabeza más imágenes de películas y de libros, sobre
todo, los de McCullers. Tengo en mi mano folletos de tours que hablan de
vampiros y brujas que habitan las casas de este viejo barrio que ha sido –al
igual que la ciudad– lugar de paso de españoles, franceses e ingleses y lugar
de llegada de los negros de El Congo.
Lo primero
que hacemos es subir a una embarcación que nos lleva por el río Mississippi por
dos horas. En el salón principal, empieza a tocar una banda de jazz y yo no
puedo creer que esté allí. Pienso en algo impreciso que me da tranquilidad y
que no quiere que me baje de ese barco. Me siento largo tiempo a mirar el río,
sus oscuras aguas, mientras una voz va dando información sobre la ciudad…
Quisiera que se callara, que me dejara aún más en silencio con el rumor del río
y con todos mis recuerdos imaginarios.
En tierra,
empezamos a caminar hacia el parque Louis Armstrong; lo que más me sorprende es
que los monumentos tienen la fecha del 2010. Ignoro si habrá habido algo así
antes del huracán Katrina y espero que sí: aquí están las estatuas de Armstrong
y del considerado como primer músico de jazz, Charles Bolden; también un
homenaje a la música y el baile que trajeron los negros de El Congo.
De vuelta
al barrio francés, nos encontramos con la calle Bourbon. Decenas de personas
recorriéndola con vasos de cerveza o cocteles en la mano, los “clubes” en donde
hombres y mujeres encuentran espectáculos sexuales, los coloridos avisos de
bares en donde el jazz y el blues se escuchan desde muy temprano en vivo.
Entramos a un par de ellos. Después de un trago de Absenta, servido de la
manera tradicional, me siento habitada por el “hada verde” y me pongo a pensar
en el hombre que aparece en mis recuerdos convertido en vampiro.
Me gusta
el jazz que suena aquí: no el experimental contemporáneo, sino el clásico, ese
que me produce ganas de pararme a bailar o, al menos, de zapatear, tratando de
llevar algún compás… Caminamos casi a la media noche por las calles de un
barrio que me hace sentir hace dos siglos atrás o, al menos, cien años.
Pensamos en pandillas, en ladrones nocturnos de turistas incautos, pero sólo
nos encontramos con cucarachas cruzando torpemente los andenes.
Al día
siguiente, visitamos dos antiguas plantaciones de azúcar, recorremos las casas
de los antiguos dueños, hoy convertidas en museos. Sigo pensando en películas y
en libros… Las casas principales muestran la riqueza que nunca tuvieron los
esclavos; las de los esclavos no están lejanas a las que sigo viendo en el
Chocó y en algunas calles de Buenaventura… No le entiendo casi nada a la guía y
decido quedarme atrás del grupo. Voy quedándome sola para apreciar mejor cada
detalle de la casa; escucho los sonidos de los insectos, siento el calor
refrescado por la sombra de los árboles y la brisa que se extiende desde el río
cercano. Imagino historias, imagino el pasado; me imagino a mí misma ya como
una esclava, ya como una Karen Blixen, llevándome y llevando a otros a la
ruina, por sólo querer que me dejen tranquila en la entrada de la casa, sobre
una mecedora.
De vuelta
a la ciudad, me pierdo por las calles del mercado francés, veo la iglesia y las
decenas de puestos alrededor con hombres y mujeres que leen las cartas y la
bola de cristal. Miro con respeto y distancia la palabra “Voodoo” y todos los
objetos y actitudes que la acompañan; sigo caminando y me encuentro con la casa
en la que escribió Faulkner su primera novela…
En el
avión de regreso, las auxiliares de vuelo están emocionadas porque en ella va
el hijo de El Puma. Mi asiento está justo al lado del de él. Mi mamá solía
escuchar una emisora en donde pasaban las canciones del padre y cuando lo miro,
siento que el tiempo no ha pasado, que este hijo debe sentir mucha lealtad
hacia su padre para imitarlo de esta manera: su mismo corte, su mismo peinado,
sus mismos rasgos, excepto por las canas… Él duerme y yo me enfrasco en la
lectura de mi libro gordo…
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