Nos
acercamos en bus a la ciudad, después de un cómodo viaje de cuatro horas desde
Boston. La primera imagen no dista mucho de la de un sector bastante popular
del noroccidente de Bogotá y cada vez resulta más evidente el trasplante de
esta cultura a la nuestra. Poco a poco, nos vamos acercando al centro de
Manhattan. El primer reto es tomar un taxi que nos lleve hasta el hostal por un
precio justo. El taxista pronto se da cuenta de que hablamos español y cruza con
nosotros algunas palabras en nuestro idioma. Se burla de nuestras indicaciones
sacadas de Google maps y después de diez minutos –tal como decía Google maps–
nos deja en la puerta del hostal, en pleno corazón de la isla. Nos registramos,
dejamos nuestras maletas y salimos a caminar. Ya no tenemos anfitrión y
extrañamos la amabilidad y generosidad de T., pero vamos adquiriendo confianza
y nos vamos alejando cada vez más del hostal para conseguir algo de comer y
encontrarnos con otras imágenes de la ciudad de los altos edificios.
No es tan
cierto que es fácil llegar a Estados Unidos sin saber nada de inglés. Admiro
enormemente a los inmigrantes que llegan así a este país y mucho más a aquellos
quienes aunque lleven casi toda su vida viviendo aquí, se han negado a aprender
el idioma. Encontramos algunos meseros y dependientes que hablan algo de
español, pero la gran mayoría de la lógica de la ciudad por la que nos movemos
la desciframos en inglés (mi traducción siempre quedará con varios espacios en
blanco).
Las
calles, al igual que en Boston, no tienen basuras, pero a diferencia de ésta,
Nueva York recibe al turista con olores que no tienen nada de agradable y con
la visión, al anochecer, de cucarachas y ratones saltando en los andenes –es el
verano, decimos–. Vemos avisos sobre fumigación en el metro y en las calles. Cada
mañana veo enormes bolsas de basura en las calles; provienen de restaurantes,
cafés y oficinas. Imposible para mí no pensar en esa famosa película de los 70
y en ese otro capítulo de Los Simpsons en Nueva York…
En el
metro, suben cantantes de blues y góspel, vemos mujeres tocando el violín y, en
los parques, hombres improvisando Drum n’ Bass… Las caminatas son maratónicas y
llegamos al hostal con dolor en las piernas y en los pies. En el primer día
hemos recorrido la mitad del Central Park (las imágenes se superponen a las de
las películas y las series de televisión) y hemos caminado por más de tres
horas dentro del Metropolitan Museum of Art, una metáfora de gran parte de la
cultura estadounidense: apropiarse de las culturas ajenas y elaborar su propia
versión de ellas y de sí mismos. Veo los pedazos de las pirámides egipcias,
fragmentos de esculturas romanas y griegas. Dentro de mí misma lucho contra mi
actitud cínica de disfrutar las obras que posiblemente nunca veré en Colombia.
Pienso en la película King Kong y sigo recorriendo las salas: allí están
pintadas sobre las enormes ánforas griegas las imágenes que describen los
poemas homéricos, los mitos y leyendas que tantas veces he escuchado en clase,
en cine, en los libros que leo. Veo arte de Oceanía, de la parte central de
África, me topo con una vitrina que guarda parte de lo que sólo había visto en
el Museo del Oro de Bogotá… Encuentro las obras de Picasso, de Dalí, de
Balthus, de Carrington, de Modigliani, de De la Tour y la emoción estalla
cuando encuentro a Hopper, a Degas, a Renoir y a Vermeer…
Por las
calles donde se encuentran los grandes teatros de Broadway, cerca al Rockefeller
Center, al Times Square, voy pensando en Henry James y en Edith Wharton, en los
estadounidenses y en los europeos, en cómo una nueva cultura debe buscar formas
de justificar su existencia frente a la antigua y dominante, en cómo estas
formas adquieren los modos de la apropiación; se niega lo que está en el origen
y se busca uno nuevo más acorde con las exigencias externas...
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