miércoles, 24 de julio de 2013

Cartografías cinematográfico-literarias: Nueva York I




Nos acercamos en bus a la ciudad, después de un cómodo viaje de cuatro horas desde Boston. La primera imagen no dista mucho de la de un sector bastante popular del noroccidente de Bogotá y cada vez resulta más evidente el trasplante de esta cultura a la nuestra. Poco a poco, nos vamos acercando al centro de Manhattan. El primer reto es tomar un taxi que nos lleve hasta el hostal por un precio justo. El taxista pronto se da cuenta de que hablamos español y cruza con nosotros algunas palabras en nuestro idioma. Se burla de nuestras indicaciones sacadas de Google maps y después de diez minutos –tal como decía Google maps– nos deja en la puerta del hostal, en pleno corazón de la isla. Nos registramos, dejamos nuestras maletas y salimos a caminar. Ya no tenemos anfitrión y extrañamos la amabilidad y generosidad de T., pero vamos adquiriendo confianza y nos vamos alejando cada vez más del hostal para conseguir algo de comer y encontrarnos con otras imágenes de la ciudad de los altos edificios.

No es tan cierto que es fácil llegar a Estados Unidos sin saber nada de inglés. Admiro enormemente a los inmigrantes que llegan así a este país y mucho más a aquellos quienes aunque lleven casi toda su vida viviendo aquí, se han negado a aprender el idioma. Encontramos algunos meseros y dependientes que hablan algo de español, pero la gran mayoría de la lógica de la ciudad por la que nos movemos la desciframos en inglés (mi traducción siempre quedará con varios espacios en blanco).

Las calles, al igual que en Boston, no tienen basuras, pero a diferencia de ésta, Nueva York recibe al turista con olores que no tienen nada de agradable y con la visión, al anochecer, de cucarachas y ratones saltando en los andenes –es el verano, decimos–. Vemos avisos sobre fumigación en el metro y en las calles. Cada mañana veo enormes bolsas de basura en las calles; provienen de restaurantes, cafés y oficinas. Imposible para mí no pensar en esa famosa película de los 70 y en ese otro capítulo de Los Simpsons en Nueva York…





En el metro, suben cantantes de blues y góspel, vemos mujeres tocando el violín y, en los parques, hombres improvisando Drum n’ Bass… Las caminatas son maratónicas y llegamos al hostal con dolor en las piernas y en los pies. En el primer día hemos recorrido la mitad del Central Park (las imágenes se superponen a las de las películas y las series de televisión) y hemos caminado por más de tres horas dentro del Metropolitan Museum of Art, una metáfora de gran parte de la cultura estadounidense: apropiarse de las culturas ajenas y elaborar su propia versión de ellas y de sí mismos. Veo los pedazos de las pirámides egipcias, fragmentos de esculturas romanas y griegas. Dentro de mí misma lucho contra mi actitud cínica de disfrutar las obras que posiblemente nunca veré en Colombia. Pienso en la película King Kong y sigo recorriendo las salas: allí están pintadas sobre las enormes ánforas griegas las imágenes que describen los poemas homéricos, los mitos y leyendas que tantas veces he escuchado en clase, en cine, en los libros que leo. Veo arte de Oceanía, de la parte central de África, me topo con una vitrina que guarda parte de lo que sólo había visto en el Museo del Oro de Bogotá… Encuentro las obras de Picasso, de Dalí, de Balthus, de Carrington, de Modigliani, de De la Tour y la emoción estalla cuando encuentro a Hopper, a Degas, a Renoir y a Vermeer…



Por las calles donde se encuentran los grandes teatros de Broadway, cerca al Rockefeller Center, al Times Square, voy pensando en Henry James y en Edith Wharton, en los estadounidenses y en los europeos, en cómo una nueva cultura debe buscar formas de justificar su existencia frente a la antigua y dominante, en cómo estas formas adquieren los modos de la apropiación; se niega lo que está en el origen y se busca uno nuevo más acorde con las exigencias externas...

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