El pescado
no puede saber mejor y el clima es perfecto, excepto cuando la ropa no se seca,
excepto cuando la lluvia obliga a cambiar de planes, a pensar sólo en el
presente. Gran parte
de las tardes y las noches se pasan meciéndonos en la hamaca, dormitando o
mirando el Pacífico, mientras llueve o cae el sol. A cien metros de nosotros,
el volumen de la música (salsa, vallenato y mucho después, temprano, en la
mañana, José Luis Perales) empieza a subir y a subir y a subir. Imaginamos el
aguardiente, las sonrisas y el baile…
G. nos
lleva a una cascada pequeña y a una playa cercana en donde las olas me
arrastran hasta la orilla. Vemos cabañas construidas por órdenes de españoles,
caleños y paisas que pasan sus vacaciones o su vejez aquí. Veo el árbol de la
pepa de pan, que tanto disfruté en la niñez, gracias a nuestros vecinos en
Buenaventura, veo las flores que no tienen la fragilidad y ternura de los
Andes, sino la fuerza, la textura, los colores y el tamaño que les da el
trópico. Caminamos entre el barro y yo uso las botas de caucho que, de niña, veía
en los pies de mi abuelo y mis tíos, vemos ranas, pájaros, cangrejos y
camarones de agua dulce, caminamos a través del río y llegamos a la enorme
cascada, cuya fuerza me mantiene observándola sólo de lejos.
El belga
se ha enfermado (ha tomado agua de la llave) y lo hemos dejado al cuidado de T.
en el hospital; cuando regresamos, nos pide que le mostremos las fotos de la
cascada. En el almuerzo, nos cuenta que la semana pasada alguien le ha dado
burundanga a él y a su amigo en Medellín y que no sabe cómo regresó a su
apartamento. También nos dice que este país le encanta y que volverá apenas se
lo permitan sus ahorros.
Ya de
vuelta, mientras esperamos en el aeropuerto, recordamos a T. y sus ganas de
encontrarse con su mamá pronto en el norte de este continente, recordamos las
niñas que nos pedían 1000 pesos o que les compráramos sus guayabas o que les
gastáramos un paquete de papas o que les regalara mi pulsera, recordamos al
belga y el regocijo que sentía cuando pronunciaba las palabras que le habían
enseñado a usar los paisas, recordamos a los pescadores volviendo en sus
pequeñas embarcaciones al atardecer. Nos prometemos volver alguna vez, en
agosto, para ver las ballenas y disfrutar las fiestas.
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Fotos por Paula.
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