Llegamos
al aeropuerto José Celestino Mutis, después de media hora de vuelo desde
Medellín (y otra media, desde Bogotá); el aeropuerto es pequeño y no hay ningún
sistema electrónico; la policía hace su trabajo de recoger las cédulas,
verificar información y revisar el equipaje. La pista apenas puede mantenerse
en buen estado, en medio de la abundancia de agua y humedad; la sala de espera
es una gran cabaña con techo de zinc.
Desde el
aterrizaje, en la mañana, nos acompaña una llovizna que dura hasta el medio día.
Horas más tarde, G. nos explica que ese es el clima característico de la zona,
que los meses más secos del año están entre febrero y abril; los demás son de
lluvia y algunos días de sol. Por fortuna y después de cuatro días de lluvia –nos
dicen–, aparece el sol y dura todo el día y también el siguiente, en la mañana.
W. nos
acompaña desde el aeropuerto hasta el puerto marítimo. Allí tomamos una lancha
que nos llevará en 20 minutos hasta el hotel en Punta Huina. Las calles de
Bahía Solano me recuerdan el barrio de Buenaventura al que mi familia y yo
llegamos hace más de veinte años: las calles sin asfalto, los charquitos de
agua que apenas empiezan a secarse, los niños descalzos, las casas de madera
sobre palafitos cortos. W. nos habla acerca de las promesas de los futuros
alcaldes, acerca de cómo las olvidan cuando obtienen el cargo; nos habla de
cómo alcalde tras alcalde se le da la espalda a las necesidades del municipio. “Y
eso que son nacidos acá y criados acá”, termina W. El tiempo no ha pasado,
parece.
Pasamos
por una base militar y leemos en dos grandes carteles invitaciones a los
guerrilleros a desmovilizarse… Pasamos por el resguardo indígena de los Embera,
pasamos por varias fuentes de agua dulce que se precipitan hacia el mar.
En la
lancha, atravesamos la bahía, en medio de dos montañas de bosques; la que está
a la derecha, nos explica M., luego, es el tapón del Darién. El Pacífico, tan
distinto al Atlántico; los colores tan diferentes, la atmósfera tan singular.
El agua es verde cuando pasamos cerca de la orilla y vemos el reflejo de miles
de árboles en el agua, cuando la lluvia no ha revuelto las aguas y las muestra
sin fondo, pero con las corrientes cálidas que atraen las ballenas jorobadas
cada año para parir.
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