jueves, 14 de abril de 2016

Macbeth, la tragedia de William Shakespeare



Nada mejor para celebrar el aniversario de un autor que leer, releer o ver alguna de sus obras. La ventaja con Shakespeare es que sus obras, tan llenas de esa fuerza dramática y de esos personajes tan bien perfilados, pueden ser fácilmente adaptadas en cualquier lugar y en cualquier época. El Teatro Colón de Bogotá y la Compañía Estable hicieron lo propio con Macbeth y el resultado es asombroso.

No soy experta en Shakespeare, no he leído toda su obra, pero cada vez que tengo la oportunidad de ver alguna de sus obras en escena, no la pierdo; sobre todo, cuando, como en esta ocasión, el director trata de no excederse en la “actualización” de la historia, la escenografía o los diálogos. No se trata de ser “purista”, sino de destacar las inmensas posibilidades teatrales que presentan las obras clásicas, cuando se escogen buenos actores, se hace una buena adaptación y se elige una buena dirección artística.

Veía Macbeth y no podía dejar de hacer la relación con Labio de liebre, del Teatro Petra. Parece ya obvio, en este país, decir que una obra cuyo argumento gire alrededor del poder y la violencia, a través de la cual se busca ejercer y legitimar ese poder, no puede pasar desapercibida para los espectadores; a pesar de la probable obviedad, la elección de Macbeth, entre todas las tragedias de Shakespeare no deja de ser, precisamente por ello, significativa para un país como Colombia.

La ventaja para el espectador de Macbeth es que el final lo deja resarcido, reconciliado con el mundo, pero cuando cae el telón nos damos cuenta de que un final así se torna casi imposible para un país en el que ya no es fácil creer en que un nuevo mandatario cambiará las cosas, en que un grupo de valientes se enfrentará al “tirano” y habrá un nuevo amanecer que restituya a las víctimas, a las viudas y viudos, a los huérfanos, a los padres de los hijos asesinados.

La ventaja para el espectador es saber que las brujas hechizan a Macbeth, hinchan su ego, su ambición, su vanidad y ellas mismas vaticinan su derrota. La desventaja para alguien como yo es saber que las brujas actuales no están fuera, sino dentro de cada uno de nosotros y difícilmente vaticinan derrotas posibles.


Un montaje de dos horas y casi treinta minutos que, sin embargo, no decae en ningún momento. Excelente vestuario y escenografía, y memorables interpretaciones. El mejor efecto que puede causar ver una tragedia de Shakespeare, aparte de producir la catarsis correspondiente, es –como dijo C.– que den ganas de leerla; el montaje del Colón y Estable cumple, entonces, su cometido.

domingo, 10 de abril de 2016

Todo comenzó por el fin:



Hace tiempo no me emocionaba tanto con el estreno de una película. Como en cualquier documental, pensamos que saldríamos antes de dos horas. Cuando han pasado dos horas y media, la gente empieza a salir de la sala (quiero creer que es porque tienen otros compromisos y no porque les molesta que hablen de marihuana, cocaína y sexo), aunque la gran mayoría nos quedamos. Después de tres horas y treinta minutos, la película termina. Es triste pensar que, en este país, películas como esta que ha realizado Luis Ospina casi que tienen que rogar por conseguir un espacio de exhibición. En Cine Colombia, le han dado seis funciones; en otra sala algunas más. Eso es todo para una película que, creo, marca a toda una generación, es el testamento “vivo” de tres hombres, de un grupo sin el cual no se podría entender gran parte de la literatura, el cine, el teatro y hasta la televisión de este país.

La insoslayable figura de Andrés Caicedo, la querida figura de Carlos Mayolo, la imponente figura de Luis Ospina, y todos aquellos que han estado o estuvieron junto o alrededor de ellos en todos sus proyectos. Un apartamento en donde se reúnen a comer, a beber, a conversar y, sobre todo, a recordar, hombres y mujeres que han creído y trabajado en el arte, que han celebrado la vida en cada proyecto, en cada amor, en cada rumba. Ospina a punto de morir, pero quedando como el único sobreviviente de un trio que se atrevió a hacer algo diferente en una Cali de los años setenta del siglo pasado, a realizar su arte en la manera en la que creyeron que debía hacerse.

Crecí en Cali, en un momento en el que Caicedo –a quien no me enseñaron en el colegio– no tenía la consagración nacional ni la proyección internacional que tiene cada vez más desde hace algunos años, pero cuya obra atrapaba rápidamente a “jovencitos” que, como yo y como tantos otros, nos sentíamos incómodos, fuera de lugar y de tiempo. Algunos, con ánimo de subvalorar, llaman a la literatura de Caicedo una “literatura adolescente”, pero el adjetivo no la demerita; al contrario: esa claridad de hablar de esos personajes y solo de ellos muestra la coherencia de la obra de Caicedo ante la angustia, la ansiedad, por tantos cambios sociales, políticos y económicos que se estaban viviendo. Ahora, más que nunca, entiendo que la sociedad apenas soporta, sin mucho ánimo, a los “eternos adolescentes”, que escoger no casarse ante un sacerdote, no tener hijos, no comprar una casa ni un carro, no tener un trabajo de oficina ni de ocho horas diarias, sigue siendo un reto y una enseñanza de esas comunidades hippies y de todos aquellos “revolucionarios” que han trasegado y trasiegan cerca de nosotros. Pesa el mundo cuando hay que cederle tanto de nosotros mismos; Caicedo decidió no ceder más, Mayolo le hizo el quite todo lo que más pudo y Ospina, por su parte, lo ha conseguido con dignidad y hasta con elegancia.

Ahora que lo pienso, Mayolo marcó mi ojo, antes que Caicedo y Ospina. Lo primero que vi de él fue Azúcar y sé que aquellas imágenes me abrieron un poco más la manera de observar el mundo. Siguiendo los pasos de Caicedo, también trabajé en un cine club en Cali y asumí ver cine como parte de mi educación más vital. Mis maestros eran dos estudiantes de últimos semestres de psicología a quienes les interesaba más el cine que Freud; el cuerpo de uno de ellos fue hallado colgado de una de las vigas del techo de su casa. Cómo no pensar, entonces, en Caicedo, en esa juventud que yo también estaba dirigiendo hacia el cine, hacia el teatro y luego y hasta hoy hacia la literatura... Ospina llegó más tarde y sus documentales, su forma de ordenar y de hacer visible la memoria de lo invisible, son el amor que más ha durado, como él mismo.


La rumba, el amor y el arte (y los buenos amigos y no sé si en ese orden) han “salvado” al Grupo de Cali, a los que siguen aquí, a todos los que llegaron y se quedaron en Bogotá huyéndole a tanta salsa y tanto narcotráfico, aunque cada cierto tiempo sientan la necesidad de regresar sus pasos fijando nostálgicas imágenes. No los culpo; a veces, a mí me dan ganas de hacer lo mismo.