Los
días se pasan entre el “subte”, el hostal, los restaurantes en donde la
televisión es la misma de siempre, los cafés que quisiera ver en Bogotá y las
bibliotecas; me siento cuando puedo y veo a las mujeres que no se visten para
seducir, a los hombres que no miran queriendo desvestir –eso veo desde mi
lejanía–; los veo hacer tranquilamente la fila en la fotocopiadora, los veo
esperar tranquilamente la cuenta, sentados en su mesa hasta que el mesero
decide acercarse; los veo entrar y salir tranquilamente, en las horas “pico”,
de los vagones del “subte”, en medio del calor y los olores que se cuelan por
la paredes desnudas; sus palabras son como disparos y, a la vez, como caricias;
siempre tienen la respuesta rápida y atenta de quien sabe su situación y conoce
su historia –eso vi, eso escuché–.
Susana
me ha llevado a una confitería donde el mozo me ha regalado una “masita” de
dulce de leche sólo por repetirle la palabra que le ha parecido tan curiosa: “arequipe”;
luego me ha llevado a un café donde Borges y Bioy Casares se sientan a tomar
café y a escribir las historias de don Isidro Parodi todas las tardes. Susana
me pasea por La Recoleta y terminamos en su casa, recorriendo los anaqueles de
su biblioteca: las paredes de todo su apartamento; allí está toda la literatura
latinoamericana que alguien podría tener. En los trayectos, Susana habla con el
taxista sobre Perón y el día que escucharon los bombardeos en la Plaza de Mayo,
a pocos metros de la Facultad de Filosofía y Letras. Susana me habla de la
histeria de Vallejo, de la perfección de María, de la mezquindad literaria de
Rosario Tijeras y de los libros de Vargas Vila; hablamos de psicoanálisis y de
las situaciones que, tantas veces, nos hacen volver hacia dentro; hablamos de
su jubilación próxima y del gato que la sobrevivirá… Más que la arquitectura
nada barroca, nada colonial de Buenos Aires, más que sus edificios de
principios de siglo XX, más que su puerto y la gente que camina y toma mate,
más que su Río de la Plata, es Susana la que ha quedado en mi memoria…
Cerati
ha estado conmigo durante todo este tiempo: desde los carteles que veo en el
hostal con frases de sus canciones, los conciertos que pone y silba la chica
del turno de la noche para no dormirse, la nave espacial (el planetario) plantada
en los Bosques de Palermo y las dos niñas besándose frente a ella –de espaldas
a mí–, hasta el chico que interpreta una de sus canciones en una estación del “Subte”.
Mi viaje termina en un hospital, como si fuera otra manera de estar con él –quiero
pensar–. Paso de uno público a otro privado y mi cuerpo se ve igual en las
radiografías… Salgo en pijama y en chanclas a buscar un taxi que me lleve al
hostal, de nuevo, a esperar que amanezca para ponerme mi disfraz y salir de
allí, para llevarme a la distancia de 6 horas en avión y llegar casi muriéndome
al único lugar donde ahora podría estar tranquila. Cuando llego a Bogotá, me
entero de que en Buenos Aires alguien ha desocupado mi cuenta bancaria. Intento
tomarlo como una despedida furiosa, por salir casi huyendo de ella; intento
dejarlo como una indemnización por mi cuerpo virulento –que antes fue de “morocha
linda”– paseándose por sus hospitales, sus taxis, sus hostales y sus
aeropuertos…
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Fotos por Paula.