Todo
comienza con una película que hoy me parece demasiado cursi y que, sin embargo,
puedo ver de nuevo, sin sonrojarme o sentir vergüenza ajena. Una película de
Subiela y tres poetas: Benedetti –sí, Benedetti–, Girondo y Gelman. A mis 16
años quería entender qué significaba volar con un hombre y si era verdad que el
orgasmo era como una montaña rusa; a mis 16 años no entendía los chistes
políticos ni quiénes eran los “milicos”; a mis 16 años no entendía qué
significaba vivir en una “ciudad de pobres corazones”. No entendía y, sin
embargo, un año después seguía caminando por las calles leyendo libros de
poesía, mientras los carros pitaban y la gente miraba extrañada… Luego de la
poesía, llegó el cuento, con Borges, en una fiesta de último año de colegio;
mientras los demás bailaban salsa –yo también bailé–, alguien me hablaba de un
Jesús que podía ser, al mismo tiempo, Judas; de un Judas, aún más admirable que
Jesús… Ahí todo se vino al piso y nada volvió a ser como antes… Yo pasaba los
domingos viendo la televisión, pero después de la fiesta y mientras estaba en
la mecedora tratando de entretener ese domingo con Guardianes de la bahía, me
di cuenta de que ya nada de lo que me mostraban ahí tenía sentido. ¿Qué iba a
hacer? Entonces, apareció una novela de Cortázar y todo el mundo conocido terminó
de derrumbarse. Años después, vendrían los cuentos de Arlt, más que sus novelas,
y un nombre que aparece como un eco cada vez que un resquicio del pasado se quiere
colar en el presente: Ester Primavera…
Algo
cambió en mí con todo eso, para siempre. Había películas que no sólo eran
terror, risa, acción o amor; había palabras capaces de cambiarnos por dentro…Todo
ese mundo venía de una ciudad llamada Buenos Aires y ahí empieza el mito.
17
años después, Buenos Aires son un poco más de 18 horas en aeropuertos y
aviones, y una escena que siempre había querido en mi vida: la del hombre
esperando en la salida del aeropuerto con un cartelito que tiene mi nombre… El
hombre es Marcelo y me habla durante todo el camino; empiezo a escuchar las
palabras con las que imitamos a los bonaerenses y una, sobre todo, me encanta
escucharla de él, de una sonoridad que no encuentro en ninguna otra: el orto…
Marcelo acaba de dejar su trabajo y se siente algo desubicado; Marcelo me hace
preguntas y yo hago un esfuerzo sobrehumano para contestarle más que monosílabos;
el resultado es fruto de mi cansancio –quiero pensar– y Marcelo me dice que
parezco argentino, tratando de explicar lo que no sé…
El
panorama se repite en numerosas ciudades: personas en los semáforos tratando de
ganarse una moneda limpiando parabrisas, personas durmiendo en los andenes; la
escena se repetirá en las entradas y en los vagones del “subte” y aunque lo veo
todo el tiempo en Bogotá, no puedo dejar de llegar a la habitación del hostal
con pesadez y culpa, con la imagen del niño de la mano de su padre, tan cansado
como él o más, sólo con ganas de llegar a una cama.
2 comentarios:
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