lunes, 22 de abril de 2013

Cartografías cinematográfico-músico-literarias: Buenos Aires I



Todo comienza con una película que hoy me parece demasiado cursi y que, sin embargo, puedo ver de nuevo, sin sonrojarme o sentir vergüenza ajena. Una película de Subiela y tres poetas: Benedetti –sí, Benedetti–, Girondo y Gelman. A mis 16 años quería entender qué significaba volar con un hombre y si era verdad que el orgasmo era como una montaña rusa; a mis 16 años no entendía los chistes políticos ni quiénes eran los “milicos”; a mis 16 años no entendía qué significaba vivir en una “ciudad de pobres corazones”. No entendía y, sin embargo, un año después seguía caminando por las calles leyendo libros de poesía, mientras los carros pitaban y la gente miraba extrañada… Luego de la poesía, llegó el cuento, con Borges, en una fiesta de último año de colegio; mientras los demás bailaban salsa –yo también bailé–, alguien me hablaba de un Jesús que podía ser, al mismo tiempo, Judas; de un Judas, aún más admirable que Jesús… Ahí todo se vino al piso y nada volvió a ser como antes… Yo pasaba los domingos viendo la televisión, pero después de la fiesta y mientras estaba en la mecedora tratando de entretener ese domingo con Guardianes de la bahía, me di cuenta de que ya nada de lo que me mostraban ahí tenía sentido. ¿Qué iba a hacer? Entonces, apareció una novela de Cortázar y todo el mundo conocido terminó de derrumbarse. Años después, vendrían los cuentos de Arlt, más que sus novelas, y un nombre que aparece como un eco cada vez que un resquicio del pasado se quiere colar en el presente: Ester Primavera…

Algo cambió en mí con todo eso, para siempre. Había películas que no sólo eran terror, risa, acción o amor; había palabras capaces de cambiarnos por dentro…Todo ese mundo venía de una ciudad llamada Buenos Aires y ahí empieza el mito.


17 años después, Buenos Aires son un poco más de 18 horas en aeropuertos y aviones, y una escena que siempre había querido en mi vida: la del hombre esperando en la salida del aeropuerto con un cartelito que tiene mi nombre… El hombre es Marcelo y me habla durante todo el camino; empiezo a escuchar las palabras con las que imitamos a los bonaerenses y una, sobre todo, me encanta escucharla de él, de una sonoridad que no encuentro en ninguna otra: el orto… Marcelo acaba de dejar su trabajo y se siente algo desubicado; Marcelo me hace preguntas y yo hago un esfuerzo sobrehumano para contestarle más que monosílabos; el resultado es fruto de mi cansancio –quiero pensar– y Marcelo me dice que parezco argentino, tratando de explicar lo que no sé…

El panorama se repite en numerosas ciudades: personas en los semáforos tratando de ganarse una moneda limpiando parabrisas, personas durmiendo en los andenes; la escena se repetirá en las entradas y en los vagones del “subte” y aunque lo veo todo el tiempo en Bogotá, no puedo dejar de llegar a la habitación del hostal con pesadez y culpa, con la imagen del niño de la mano de su padre, tan cansado como él o más, sólo con ganas de llegar a una cama.

2 comentarios:

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