viernes, 26 de marzo de 2010

El vuelco del cangrejo


A mis siete años, en Buenaventura, yo era la “paisa come arepa sin sal”, comíamos “pepa ‘e pan” en el patio de doña Tulia, a veces las iguanas se posaban en la ventana del comedor de la casa, indecisas entre entrar e irse, y los sapos negros, gigantes para mí, dormitaban debajo de los árboles en la plaza central de la ciudad, amenazantes -así los veía yo– con sus chorros de leche envenenada -según nos decían los adultos–… La lluvia era asidua y ruidosa, y nos parábamos debajo del alero de mi casa para ver llover o para ver a mis amigos saltar y correr debajo del agua; a veces, yo también lo hacía. En Buenaventura, la mesa del comedor se llevó la mitad de la yema de mi dedo corazón y la hija de doña Tulia me llevó por toda la ciudad, en un jeep-colectivo, para buscar algún lugar donde detuvieran la sangre… En mi recuerdo, la parte que le faltaba a mi dedo había salido volando por la ventana del comedor y había quedado en medio de la calle; yo quería salir a buscarla para decirle al médico que la cosiera de nuevo en su lugar, pero no la encontramos nunca. La herida sanó con ayuda del café y la panela, y mi dedo corazón parece desde entonces el pico de un loro… En Buenaventura, mi hermano de dos años se escondía de mí, detrás de un vidrio transparente, casi se ahoga en una piscina porque quería ya nadar sin flotador, casi se pierde en una plaza de mercado, porque quiso irse a explorar solito ese lugar… En Buenaventura, gané un concurso de dibujo (yo, que siempre he pensado que dibujo muy mal) y todos mis compañeros se alegraron mucho por mí; en Buenaventura, ayudé a mudar mi escuela, recuerdo vernos a todos cargando pupitres por calles sin pavimentar, contentos porque la nueva escuela era más grande, aunque estuviera en obra negra. En Buenaventura, representé a la virgen María en la novena de Navidad, porque era la más “blanca” del barrio; en Buenaventura, conocí un barco por dentro, entré en sus enormes refrigeradores y vi frutas de todo el mundo, o así lo recuerdo, asombrada porque estaba debajo del mar, a metros de profundidad. En Buenaventura, fui muy feliz, fuimos muy felices, o así lo recuerdo ahora… También lo fuimos en Piangüita, cerca a Buenaventura, una isla pequeña donde fuimos cuando yo tenía tal vez 16 años; el hotel era de madera y se escuchaban los ronquidos del señor que dormía al lado. Dormíamos todos en un mismo cuarto, comíamos pescado (yo frito) en un restaurante también de madera y nos bañábamos en el mar del Pacífico, oscuro e impetuoso, a veces violento.

Toda esta introducción para contar que ya vi El vuelco del cangrejo, que La Barra, la población donde se desarrolla la historia, me recordó a la gente de Buenaventura, que el protagonista me recordó una época ya un poco perdida, el período que pasé en la Universidad del Valle; mientras veía a Rodrigo, alto y flaco, jugar sobre las tablas, jugar a ser otro, yo sufría porque no me podía parar en la cabeza, porque el tai-chi me producía, entonces, un poco de impaciencia, porque en la única clase que me sentía bien era en Historia del Teatro. Óscar me daba ánimos, me ayudaba a sostenerme un poco sobre mi cuello para que el profesor no volviera a impacientarse, pero ya no había nada que hacer; yo ya estaba en otro lugar, tal vez en un coctel…

De El vuelco del Cangrejo me queda la imagen de Lucía, una niña de diez o tal vez once años que casi podría decir es quien lleva el peso de la historia, una niña que tiene su cabeza más clara que cualquier adulto. No me quedarán por mucho tiempo las imágenes de los televisores y las noticias que ya todos conocemos, tampoco la imagen del parlante gigante y el odioso sonido del reggaetón. La imagen de los “negros” cerrándole la puerta en las narices a los “blancos” no es mi imagen de Buenaventura, tampoco la de los “blancos” quitándole las oportunidades, la tierra y el pescado a los “negros”. Yo bailo en mi imaginación el currulao, canto con ellos para que los pescadores regresen pronto, me quedo en silencio también para escuchar el sonido de los pájaros…

miércoles, 3 de marzo de 2010

Precious:




A veces la familia sólo es un estorbo, a veces la familia se convierte en un obstáculo, a veces la familia sólo es dolor, a veces es mejor alejarse de esos seres que se piensan cercanos, que se piensan únicos, que se piensan irreemplazables, que se piensan incondicionales; a veces sólo queda correr, alejarse metros y metros de los seres “queridos”, a veces salvar la vida, salvarse a sí mismo, sólo se logra corriendo lo más lejos posible de la madre, del padre (pero también, a veces, de los hijos)… Mienten quienes profesan que “madre no hay sino una”, mienten los que profesan que hay que “honrar a padre y madre” para siempre y desde siempre, mienten quienes evocan la familia como “lo más sagrado” desde siempre y para siempre... La familia a veces está lejos, el amor a veces está lejos y hay que ir a encontrarlo, en una voz que puede amar, en la escritura…

Precious es preciosa y quisiera ser blanca, quisiera ser delgada, quisiera ser famosa; Precious se escapa de la realidad de dolor, de humillación, de golpes, imaginando que es rubia, blanca, delgada y famosa, que tiene un novio, un galán con moto, que no vive más en su barrio, que su vida no es su vida, que su madre no es su madre y que su padre no volverá a aparecer en las noches para “quererla”…

Hay madres-niñas, hay madres-derrumbadas, hay madres que no quieren ser madres, hay madres que no saben ser madres, que no quieren saber cómo ser madres, hay madres que no saben cuidar, hay madres que no fueron cuidadas, hay madres que prefieren el amor de “su hombre” al de sus hijos, al de su “hija”… Sólo seres que se empantanan en el rencor, en la envidia, seres que buscan desesperadamente un poco de amor y no lo encuentran, seres-narcisos que sólo ven hacia sí mismos, que cada mañana meten sus manos debajo de las sábanas para no asumir el amor de afuera, seres que someten a otros a vejámenes atroces para reflejar lo enfermo de su propio interior...

Precious siempre mira hacia lo alto, Precious cree que dios existe sólo porque existen las mañanas, los nuevos comienzos, sólo porque es posible que un “mal día” termine. Precious sabe que es buena en algo, Precious puede entender que es posible dejar atrás, “no llevar lastre”, sabe que la familia no es una verdad; Precious mira a su madre, la reconoce y camina fuera, lejos… Precious no tiene tiempo para juzgar; ella es más lúcida: asume la responsabilidad de su vida… Esa es su alternativa.

¿Cómo es una película con Mariah Carey –a quien no soporto ni en la radio ni en la televisión, pero que aquí se me hizo humana, cercana, honesta–, Lenny Kravitz –sí, el mismo cuerpo, los mismos labios– y Ophra W. –sólo una referencia lejana de la televisión gringa–? Es una película que no disfraza las imperfecciones de la piel, los quilos de más, la imposibilidad de comprar en tiendas costosas; aquí nadie se alisa el pelo, nadie muestra las piernas o el pecho, nadie agita sus brazos para que luzcan mejor los brillantes; todo es necesariamente humano y duele, todo es necesariamente humano y puede ser hermoso: la sonrisa de Precious y la de su hijo jugando en el agua…