jueves, 15 de mayo de 2008

Disculpas no aceptadas

La elocuencia de la voluntad produce incriminaciones. Eso dice la contratapa de Los culpables, el último libro de cuentos de Villoro, un libro esperado desde La casa pierde (1998), un libro encontrado por cinco mil pesos en una edición de Alfaguara, cuando esta editorial –y también otras– solía hacer ofertas reales en la Feria del Libro. Ahora, Villoro no es un autor Alfaguara, sino Anagrama; cambió las fuentes copiosas de agua por las fuentes desordenadas de letras que ofrecen otro tipo de juegos... Y, por supuesto, ya no lo encontraré por cinco mil pesos...

Esclavos de las palabras, los personajes de estos cuentos expresan más de lo que quisieran y también no todo lo que quisieran; en la literatura habla el cuerpo y sus contradicciones, el cuerpo y sus deseos, sus expectativas insatisfechas. Los culpables –todos– aguardan la palabra que alcance el perdón y también la palabra que acerque los silencios, los temores inconfesables y tantas veces inefables...

Recomiendo especialmente dos de ellos: “Mariachi” y “Amigos mexicanos”, mis favoritos, desde ahora y tal vez después... ¿Qué hacer cuando alguien mira de frente nuestros fantasmas, nuestras filias y fobias más íntimas, y decide vincularlas a la realidad?, ¿pintarse el pelo de blanco, comer tomates como promesa de un placer venidero, llevar el absurdo de la cultura show postmoderna hasta el punto de convertir el simulacro en encantadora intimidad detrás de cámaras?, ¿qué hacer si Latinoamérica sigue siendo un parque temático?, ¿plagiar hasta encontrarnos a nosotros mismos, dejar pelotas de tenis en el asiento trasero como una huella a destiempo, dejar de contestar las llamadas telefónicas, seguir mirando cómo las ballenas se pierden en alta mar?

Si el escritor no perdona a sus personajes caerá en el ya anacrónico realismo socialista o en las obras literarias que dividen –y reducen obscenamente– al mundo entre demonios y ángeles, urbe apocalíptica y campo neoarcádico, realidad y espacios íntimos... La voz que crea desde la ironía está de pie sobre su ojo insomne; la palabra alcanza el perdón en la voz de una mujer de pelo blanco que se fue lejos sólo para volver definitivamente, en la voz de un hombre borracho que escribe guiones para que alguien se reescriba a sí mismo...

En aviones, en sets de grabación, sobre un camión mirando caer las estrellas, en el desierto con reptil incluido, sobre un andamio, en una cancha de fútbol, en un contestador automático, resuena una cicatriz, una pavesa del pasado... Los culpables pueden seguir de largo o decir mentiras, o decir no a la voluntad y dejar que el cuerpo se mueva por la casa sin contestar las llamadas telefónicas o sólo comiendo tomates...

lunes, 5 de mayo de 2008

Una mujer...


"Que nunca estamos indefensos. Que la inocencia no existe"
(Leila Guerriero).

Una tarde que recuerdo muy bien, llegó a mi casa una revista que incluía un artículo escrito por esta mujer. Ese día la ciudad cambió, mi familia cambió y mi corazón se sintió mejor... Pasé cuatro años imaginando el rostro de esta hermosa mujer y mis piernas no quisieron responderme cuando intenté acercarme para verlo mejor, para agradecerle por esas palabras que me acompañan desde hace cuatro años y que repito como un mantra cuando el peso de la realidad parece volverse frágil... Me gusta pensar en ella y en su presencia en un bus destartalado trasegando por la Patagonia, su impertérrita figura que se instala en ese espacio sin apenas tocar nada, un samurái –si es que así son, en realidad– de los caligramas que componen el sentido del mundo; me gusta pensar en esta admiración adolescente que tiene el maravilloso poder de hacerme sentir más viva; me gusta pensar en el no y en sus infinitas posibilidades, me gusta pensar en una tumba con tres epígrafes (...¿?...), me gusta pensar en cáscaras de naranja y en despeñaderos inenarrables... Me gusta pensar en la vida que no se detiene, en la posibilidad de no llevar lastres, en que no somos tan indefensos... Me gusta pensar en Leila Guerriero y en su don de echar todas las puertas abajo con el sutil, pero certero encanto de una palabra precisa, que tiene la fuerza de un carnicero y el tacto de un chef...

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Foto de Gonzzo.

Cartografías literarias: Medellín



Llegamos a la terminal del norte; lo primero que vemos son las luces aún encendidas –o ya encendidas– en las laderas de las montañas: las comunas –nos decimos–, pero todo Medellín está conformado por ellas, como Bogotá por localidades, pero eso lo sabremos después...

En el 97, Medellín fue sólo un barrio: Buenos Aires, una casa pequeña y confortable en lo alto –en uno de los altos– de la ciudad, una palabra escuchada por primera vez: mezanine, un frutero con frutas secas, vacías por dentro, el metro y ver a mi mamá colgada de un bolso todo el tiempo. En el 2004, Medellín fueron las luces a lo largo de la Regional –ese nombre lo sé ahora–, los peces de colores luminosos sobre las aguas de un “río”, el cerro Nutibara –ese nombre también lo sé ahora– iluminada con luces casi de neón, largas, interminables filas de autos, mi papá, mi mamá y yo juntos, mi hermano lejos, “defendiendo” al país, metido dentro de una garita y con una muela a punto de estallar; Medellín y el bello espectáculo de sus luces, Medellín y el metro con música clásica al fondo –ahora sé que la ponen los fines de semana; también new age y mensajes de autosuperación–, Medellín y el recién inaugurado Metro Cable y un recuerdo: una pareja de esposos, vestidos mejor que nosotros, que hacían lo mismo que nosotros: pasear por encima de la “realidad”...

Llegamos a la estación Caribe y el río Medellín no es el Medellín, sino el Turbio, Sabaneta es la de la película, Envigado y el Poblado son los de Pablo –y este nombre lo escribo por primera vez en mi vida...–; “escoba nueva barre bien”, lo desconocido mejor que lo conocido... El metro a reventar y la contundencia de esas lógicas que nos devuelven a la tierra...

Gracias a la señora que nos indicó cómo llegar a Itagüí, gracias al señor que nos enseñó a comprar los “integrados”, gracias al taxista caleño por su parquedad, gracias a Marlon, a su cotidiana presencia con moto incluida, gracias al Sol Naciente por su mazamorra, sus arepas de maíz, maíz y sus chicharrones generosos, gracias a David por ofrecernos su casa, por ofrecernos el espacio para estar juntos... Sobreponemos esta Medellín a una que no conocimos, a una que mantiene sus lógicas e ilógicas diversas a quien quiera permanecer un poco más en ella; ofrecemos esta Medellín a nuestra singular manera de estar juntos...

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Fotos por Paula.

CINEMA CAN

“La ventaja de no tener opiniones es que uno jamás se repite” (J. R. Ribeyro).

De Amores perros a Perro come perro el espacio se angosta, el ambiente huele a cuarto cerrado por varios años. Cali y el color sepia de la nostalgia, Cali, Siloé, Aguablanca y Terrón Colorado, Cali y los carros garrafalmente lujosos que buscaban ayuda para coronar los viajes, Cali tarantinesca, Cali infértil, los cañadulzales ardiendo, Pepe Son en los buses y las fuentes de soda en San Nicolás...

Aquí no hay niños ni mujeres ni hay personajes que se desvíen del código; los dólares y los hombres van al mismo lugar: a desagües en donde todo se vuelve mierda... Aquí el dinero “fácil” pudre las manos, el mal lento se supera exhumando un cadáver; la magia negra se deja a un lado cuando se atraviesan los límites de lo sagrado... El futuro que se posterga indefinidamente, los hombres corriendo por un callejón sin salida como un eco del título del cuento que da origen a esta película: “Los malditos”...

Así como en El Rey, Perro come perro tiene el ritmo de la salsa “brava”, el “azare” del calor y su sopor con acento valluno, muertos por doquier, buenas actuaciones y mejor fotografía. Ahora que venga la “realidad” de puertas para dentro, como bien lo ha dicho Julio Paredes...