sábado, 26 de mayo de 2007

“MATERIA DISPUESTA”


“Para nacer he nacido”, dice un verso de algún poema que ya no recuerdo o que no sé si realmente leí, pero la frase sigue andando en mi cabeza desde que Mario Mendoza me la recordó la semana pasada en una entrevista. No confío en Mendoza como escritor, pero confío en su memoria desde ahora, desde el momento en el que él recordó una anécdota ocurrida entre Beckett y Jung: Jung daba una conferencia sobre un caso en el que una muchacha moría sin que se pudiera descubrir las causas y al final dijo para sí mismo: “No, ella no murió; nunca nació”; Beckett, sentado en la primera silla del salón, escuchó este pensamiento en voz alta de Jung y éste marcó su obra en adelante. Ignoro dónde haya encontrado Mendoza esta anécdota, pero me gusta pensar en ese parto de sí mismo que él proponía como deber moral. Desconfío de la palabra moral, pero propongo este deber desde una ética irracional: si la vida nos ha arrojado al mundo, nos ha parido físicamente, hay otro parto que es el de nosotros mismos; parirse a sí mismo me gusta porque se parece al coraje, a un impulso irracional que nos lleva a renacer, a ser responsables de nuestro origen: dónde nacemos, quiénes serán nuestros padres, cuál será nuestro nombre. Hay quienes llevan el pasado como un lastre que usan a manera de excusa, hay también quienes dicen NO, y hay quienes deciden renacer. Leo esto y me suena a discurso de autosuperación, pero entiendo que no es eso lo que deseo decir. El renacimiento no hace concesiones con el pasado, con la autoflagelación; el renacimiento habla de pasearse por la vida como un extraño de sí mismo, como proponía un escritor que ya no recuerdo, pero de quien me quedan estas palabras. Renacer se parece a cansarse de sí mismo y sólo en esto acepto la rutina como un estado del ser humano; la rutina no está fuera, sino adentro de nuestro acostumbramiento íntimo. Renacer se parece a cambiar y seguir siendo el mismo. Ahora que lo recuerdo esta idea surgió hace tiempo, durante una conversación en un bar con un blogosteta que puso sus manos sobre mis hombros para indicarme la dirección en la que debía tomar el autobús, el viaje que me haría más cercana a él, más lejana de él... Cansarse de ser uno mismo se parece a tomar clases de baile o de natación porque también somos bailarines o nadadores; cansarse de uno mismo se parece a comprar una camisa nueva color mora en leche porque también somos de ese color. Todo empieza a conectarse y las ideas se entrecruzan; me pregunto por qué acostumbrarse a nuestras cualidades, para qué conservar una imagen de nosotros mismos que sólo los demás pueden percibir y tal vez contar; ahora que lo pienso Gadamer habló sobre eso: acostumbrarse es como funcionalizarse, aceptar que fuimos hechos para algo determinado, que nuestras manos que nunca han tocado un piano, no puedan hacerlo hoy.
Cuando vuelvan las inseguridades trataré de volver a estas palabras, no para desdecir mis inseguridades, sino para recordar que puedo cansarme de ellas. Sigo desconfiando de Mendoza, pero tal vez algún día lea otro de sus libros para desdecirme o para volverme a decir las mismas palabras en las que ahora creo.
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Photo by Gonzzo.

domingo, 20 de mayo de 2007

La feria


El timbre de una voz que duele, el deseo tonto de una venganza, la alegría inmaculada de un beso en la frente, las palabras atoradas en el pecho, en “pugna” por salir, el brazo rodeando una espalda que sólo durará cinco segundos, la risa sin recuerdos de un rostro cercano, la promesa de una respuesta en el universo virtual, el instante atrapado en un marco amarillo, robado en un almacén de ofertas chinas, la indiferencia deliberada de un rostro que era simplemente indiferente... “I know”.
De vuelta a la realidad, camino en medio de cuarenta y cinco mil personas; no miro a nadie, como quien no desea encontrarse con un rostro esquivo, pero sonrío con la visión de un café a medio terminar sobre una mesa donde encuentro bienvenidas a la altura de mis pasos. La Feria del Libro no tiene la pretensión de un congreso de literatos o lingüistas, o periodistas o médicos o, simplemente, académicos y eso es lo que más me gusta de ella; los asistentes a las charlas no tienen por qué reclamar menos tintes fluorescentes, sólo sentarse y escuchar y, sobre todo, ver. De allí las discusiones baldías sobre la literatura latinoamericana “después del Realismo Mágico”, los rostros incrédulos de escritores que llevan contestando lo mismo desde hace diez años, impertérritos ante preguntas y respuestas que ya no escandalizan a nadie más que a quienes creen que sólo el éxito comercial convierte en tabú dudar sobre la calidad de una página; sería hora de mirar al otro padre, a sus travesuras, su guerras, sus fiestas, sus casas verdes, sus visitadoras, sus perros y cachorros, sus conversaciones, sus tías y madrastras. Por ahora me quedo con la frase de Nabokov, ésa que habla sobre el hormigueo que recorre la columna vertebral cuando estamos ante un buen libro –yo le agregaría que también ante un buen escritor... Me quedo con la posibilidad que esto que escribo sea una ficción y no tenga que poner las manos al fuego por ninguna de las palabras que la componen...
Caminar por la Feria es encontrar a personas que no leen, pero que les encanta llevar una bolsa del almanaque Bristol llena de cosas inútiles recolectadas en su trasegar por los pabellones de las instituciones oficiales, como si llevasen libros que las demás personas no pudieran dejar de admirar; caminar por la Feria es darse cuenta que no nos dejarán de gustar los títulos conspicuos –ser la Capital Mundial del Libro, por ejemplo- y que ir a Corferias es una manera de sentirse parte de ese título, de un reconocimiento que saca del anonimato; caminar por la Feria es no comprar nada, mareado por la cantidad de páginas; caminar por la Feria es salir deseando una de esas páginas, sólo una y soñar en la noche con ella y seguir deseándola a la mañana siguiente y no comprarla nunca o no comprarla por ahora. Ir a la Feria es encontrarme con las mismas voces de hace cinco años, las mismas que se esperan con ansiedad un año entero, así sepa que dirán lo mismo, que plagiarán sus libros o sus vidas, o sus movimientos; escuchar esas mismas voces me hace sentir en un estadio –si es que así sienten los hinchas por su equipo-, aunque sin el paroxismo de los colores definidos, me hace sentir un resplandor en mi mente, el sol de no poder formular una sola pregunta, el sol inmaculado de quien vive en esas preguntas, con la sed de volver a sentirlas y de no encontrar respuestas, de no desearlas, con la vitalidad de un sentido que siempre se escapa, con la alegría de quien sólo quiere irse a su casa con un separador nuevo... Hay rincones de Corferias que no dejan de traerme recuerdos: una tarde de lluvia y un libro que llegaba a mis manos con el retraso de las cosas que tendrán la forma de un gesto definitivo, unas escaleras donde dejé el rencor del desamor y un abrazo que se repite en mi mente cuando el viaje blogosférico me deja sin ganas de zarpar de nuevo...
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Photo by Gonzzo.

sábado, 12 de mayo de 2007

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Ayer alguien me regaló un título posible para este viaje blogosférico: “De la cultura letrada a la cultura fashion”, yo prefiero: “De Literatura y farándula diplomática”; abortaré los dos porque mi bitácora imposible no tendrá un título que guíe el viaje de un turista fantasma. Sólo deseo hablar de un Congreso que aún me mantiene con un sin sabor en la lengua, en mi lengua, en nuestra lengua, en esta lengua, en esa lengua. Buscamos a los escritores para hacerlos un poco más reales –sólo un poco, porque en realidad (?) no deseamos que lleguen a ser totalmente reales-, para que nuestros diálogos diferidos con ellos dejen de serlo por algunos minutos, para que se acorte la distancia que va del libro a nuestra mente o a nuestro cuerpo, para que las imágenes de ese mundo posible asomen sus orejas a este lado de acá y a otros lados... Ésta y sólo ésta es la función de los congresos; lo demás es demagogia simple y absurda. Tengo muchas preguntas, pero sólo esta certeza. Me pregunto por qué somos los únicos que organizan congresos en torno a un idioma, me pregunto qué de especial tiene nuestra lengua para que tantos estén interesados en la cantidad de saliva que produce, sus papilas gustativas, sus dimensiones, su color, su estado de salud, su capacidad de degustar las palabras que se cuelan por entre la blogósfera, las camas, la música, los grupos de muchachos reunidos en las esquinas, en un bar, o en los descansos de los colegios. Me pregunto hasta dónde llega nuestra cultura del simulacro para aceptar ver a García Márquez a través de la pantalla de un teatro cuando estaba a quinientos metros de nosotros; me pregunto por qué era importante verlo junto a los reyes, los escritores, los gramáticos, los políticos y a su esposa; me pregunto sobre una intelectualidad elitista, sobre una cultura elitista que prefiere que una obra de arte sea vista por personas “VIP”, que por personas, simplemente; me pregunto por las “ciudades de la exclusividad”, por los cordones de seguridad extendidos alrededor de una ciudad que oculta sus grietas, sus greguerías, el salitre y los colores del insomnio frente a las tiendas de recuerdos y artesanías. Escuché muchas divagaciones, pero pocas palabras lúcidas; tal vez nuestra farándula literaria esté cansada de pensar, tal vez la lucidez sólo fue para Medellín y en Cartagena se quemaron los cerebros con tanto homenaje, tanto sol, tantos hombros descubiertos, tantos pies desnudos, tantas imágenes sobre la “ciudad más hermosa de Suramérica”, tantos “Jay Féstival”, tantos reinados, tantos Angulos, ángulos y angulitos, tantos India Catalina, tanto turismo, tanto cine y televisión. Me hubiera gustado ir a Medellín, pero me imaginé un Congreso a puertas cerradas, sólo para los académicos; tal vez sería mejor haber hecho pataleta y entrar en ese recinto donde la lengua no estaba pendiente de los flash fotográficos, sino de la manera de dar cuenta de una vida entregada a las palabras y al lenguaje, a la lengua sudada, a la lengua en salsa de las calles y la privacidad de las bibliotecas y sus lectores febriles, “fundantes”. Después de los pisotones, los empujones, las esperas de tres horas, las filas de cuatro horas, las sonrisas lacónicas, los organizadores flemáticos, los celulares que nadie contesta, lejos, expeditos, estaban el mar y la Historia, y estaba un hombre, un ser humano hermoso, hablando de Beethoven y Goethe, de Machado y Voltaire, de un jardín razonado, de coliflores y lechugas, de frutos rojos y nalgas que producen la más vital de las literaturas; recuerdo a ese hombre y soy feliz, releo sus palabras angostas, furtivas, disolutas, sueltas, basuriegas y soy feliz, aquí y ahora, y después, en ese olvido que todos seremos...
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Photo by Paula (Portal de los dulces, Cartagena. 2007).